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Quién gana y quién pierde con los minutos de la basura

La falta de dimisiones ha acabado por dificultar la formación de nuevo Gobierno; y lo que no es menos relevante, amenaza con bloquear las reformas institucionales que el país necesita. Pierden los pobres

Foto: Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. (EFE)
Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. (EFE)

El historiador Tony Judt recordaba en Postguerra, su obra monumental sobre la Europa de la segunda mitad del siglo XX, que la primera vez en que pensó escribir el libro acababa de regresar de Praga, donde los dramaturgos e historiadores del Foro Cívico de Václav Havel estaban desmantelando un Estado policial comunista y arrojando cuarenta años de ‘socialismo real’ al basurero de la historia.

Es probable, si nada lo remedie, que dentro de algunos años, algunos historiadores califiquen también los últimos meses de la democracia española como los de la basura. O como los del esperpento político, como se prefiera. No hay razones para pensar que el tiempo será benévolo con un pedazo de la historia de España que se recordará por contar, en líneas generales y con excepciones, con la peor clase política de la democracia.

Seguramente, porque mientras nace lo nuevo no acaba de morir lo viejo, y eso explica que el disparate se haya adueñado de la vida política. Si un extranjero llega hoy a España y decide sentarse delante de un televisor para ver cómo están las cosas, acabaría escandalizado: corrupción, clientelismo político, nepotismo, privilegios vinculados a los aforamientos, desbarajuste en muchas áreas de poder municipal o procesos separatistas. Además de llevar ya dos meses sin Gobierno, aunque con el extraño ‘consuelo’ de que en Bélgica lo hicieron peor. En síntesis, un panorama desolador que refleja la devastación moral a la que se ha visto sometido este país en los últimos años -nuestra tangentópolis-, y que ahora aflora sin añagazas con toda crudeza.

El país -con sus problemas- sigue funcionando de forma razonable, lo que pone de relieve el acelerado proceso de italianización de la vida política española

Lo paradójico es que mientras esto ocurre, el país -con sus problemas- sigue funcionando de forma razonable, lo que pone de relieve el acelerado proceso de italianización de la vida política española, donde el sistema parlamentario tiene un grave problema de prioridades. Lo fútil, lo pedestre y hasta lo zafio, campa por sus respetos mientras España entra en su sexto año consecutivo con una tasa de paro superior al 20%.

Es muy conocido que fue Schumpeter quien popularizó la expresión ‘destrucción creativa’ para referirse a aquellos procesos industriales en los que la innovación arrincona las viejas técnicas de producción hasta hacerlas inservibles, lo cual genera, necesariamente, un periodo de crisis. De incertidumbre. Sólo sobreviven aquellas empresas con capacidad de adaptación al nuevo entorno tecnológico, y eso explica la renovación permanente del tejido empresarial.

En la política, en teoría, debería ocurrir algo parecido. Los viejos líderes y las viejas políticas deben perecer cada cierto tiempo postergados por los nuevos vientos de la historia, pero la lentitud del proceso es tal que es muy probable que ese recambio acabe por bloquearse.

Tendencia a no dimitir

Tal vez, por la ausencia de responsabilidad en los actos políticos. Es decir, por la tendencia de los líderes a no dimitir cuando su renuncia es esencial para garantizar la calidad del sistema democrático. Lo que enseña la historia es que una de las reglas básicas de la democracia tiene que ver con la dimisión de quienes llevan a sus partidos a la ruina o cometen actos obscenos que suponen un descrédito de la política.

Tanto Mariano Rajoy como Pedro Sánchez entran de lleno en esa casuística. Ambos debieron dimitir tras el 20-D, inmediatamente después del batacazo electoral. No lo hicieron, y eso ha acabado por hipotecar la formación de un nuevo Gobierno. Hasta el punto de que si nada lo remedia es muy probable que el país vaya a las urnas dentro de pocos meses para resolver un problema creado por su clase dirigente. Es paradójico que durante años se ha reclamado más política para liquidar el bipartidismo, pero a las primeras de cambio, cuando era más necesaria que nunca la política para resolver viejos problemas, la nación se encamina hacia un nuevo ciclo electoral que supone, precisamente, el fracaso de la política.

Habrá quien piense que se trata de la mejor solución posible, pero se olvida que la inacción perjudica sobre todo a los sectores más vulnerables de la sociedad, que son, precisamente, quienes más dependen de la calidad de las políticas públicas. Por decirlo de una manera directa, pierden los pobres y las clases medias que soportan el sistema fiscal cuando el Estado deja de resolver los problemas de sus ciudadanos por las cuitas de sus políticos, y pierde toda la sociedad cuando las reformas institucionales quedan bloqueadas por la inacción del sistema político. El actual clima insalubre, desde luego, no es el mejor escenario para atacar viejos defectos del sistema parlamentario, y que se han dejado morir por el inmovilismo de unos y de otros.

La cultura de la ‘no dimisión’ tiene que ver, sin duda, con la existencia de un modelo de representación en el seno de los partidos políticos que cultiva el clientelismo -es el jefe quien nombra todos los cargos y no los electores-, lo que provoca una red de silencios cómplices que impide la necesaria renovación, aunque sea por razones biológicas. Provocando, incluso, el riesgo de que la ‘no renuncia’ del líder perjudique electoralmente a su partido, que sólo se recuperaría en caso de elegir otro candidato.

Pierden los pobres y las clases medias que soportan el sistema fiscal cuando el Estado deja de resolver los problemas de sus ciudadanos por las cuitas políticas

Es curioso que quienes sostienen hoy a Rajoy sean sus subalternos, mientras que los críticos a Sánchez están fuera del ámbito directo de Ferraz. Y algo parecido ocurre en Podemos, donde sólo las confluencias, que no dependen de Pablo Iglesias, tienen voz propia.

El hecho de que el poder legislativo haya sido secuestrado por el ejecutivo -no hay más que ver el proceso de selección de los candidatos al Congreso y el Senado- sólo añade leña al fuego. Algo que puede explicar la ley de la omertá que rige hoy en el PP en vísperas de la confección de nuevas listas. Todo es tan absurdo que cuando alguien dimite tras verse involucrado en un caso de corrupción suele venderlo a la opinión pública como un acto de generosidad personal y hasta de altruismo, cuando la renuncia debe formar parte del sistema político como algo más que una necesidad. Los países que no creen en sus políticos acaban corrompiéndose.

Lo trágico, sin embargo, que en buena parte de la ‘nueva política’ se han reproducido esos comportamientos. Es una calamidad comprobar que el disparate en el que vive instalado de forma permanente el ayuntamiento de Madrid no ha significado ninguna dimisión, lo cual refleja un singular fenómeno de histéresis en la vida política española. Y que se produce por la tendencia de muchos políticos a reproducir comportamientos pretéritos que tienen que ver más con el caciquismo que con la democracia.

El historiador Tony Judt recordaba en Postguerra, su obra monumental sobre la Europa de la segunda mitad del siglo XX, que la primera vez en que pensó escribir el libro acababa de regresar de Praga, donde los dramaturgos e historiadores del Foro Cívico de Václav Havel estaban desmantelando un Estado policial comunista y arrojando cuarenta años de ‘socialismo real’ al basurero de la historia.

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