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El ‘instinto asesino’ de Rajoy que desgarra a la izquierda
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El ‘instinto asesino’ de Rajoy que desgarra a la izquierda

Rajoy sigue moviendo los tiempos desesperando a la izquierda. Sin duda, por una concepción presidencialista de la política incompatible con la Constitución española

Foto: Rajoy se reúne con Rivera en el Congreso. (EFE)
Rajoy se reúne con Rivera en el Congreso. (EFE)

Es probable que el comentario más lúcido sobre la campaña electoral en EEUU lo haya hecho el marido de Ruth Bader Ginsburg, la sagaz juez del Tribunal Supremo, quien rompiendo la imparcialidad que se le supone a tan alta magistratura, arremetió hace unas semanas contra el candidato Trump. Hasta el punto de que tuvo que pedir públicas disculpas.

Ginsburg, que representa el ala más liberal del Supremo norteamericano, en el sentido estadounidense del término, recordó en una entrevista con ‘The New York Times’ que su marido -y a la vista de lo que le espera a su país si gana el aspirante republicano-, suele decir: “Quizá haya llegado el momento de mudarnos a Nueva Zelanda”. Se ignora si el equipaje está listo.

Es probable que si en la primera semana de agosto no se celebra el debate de investidura, muchos ciudadanos tengan también razones más que de sobra para coger las maletas (al menos electoralmente) y olvidarse de la mezquina política española, donde se confunde el pacto con la traición. Sin duda, por una concepción binaria -y hasta pedestre- de la política que consiste en afirmarse por negación.

Si en agosto no se celebra el debate de investidura, es probable que miles de españoles cojan las maletas y le den la espalda a una política mezquina

Un partido conforma su identidad ideológica en tanto en cuanto aparece ante la opinión pública, y ante sus electores, como meridianamente distinto al adversario, lo cual genera compartimentos estancos que inevitablemente llevan a absurdas e inútiles confrontaciones (otras son las discrepancias consustanciales con la esencia de la democracia).

En países de larga tradición democrática, esto se resuelve evitando decir estupideces en la campaña electoral y dejando abiertas las puertas al entendimiento para favorecer la gobernabilidad; mientras que en otros, de escaso pedigrí democrático, se hace justo lo contrario. Se ganan votos reproduciendo como papagayos lo que quieren oír los electores: ‘¿Qué parte del no, no ha entendido Rajoy?’, decía Sánchez. ‘Votaremos no’, decía Rivera.

Un ejercicio que recuerda más a la pureza de sangre de tiempos de la Inquisición que a una democracia que necesariamente tiene que ser híbrida y heterogénea. Hoy, la política no se entiende sin tener en cuenta la complejidad de las relaciones sociales, culturales y económicas que habitan en un país. Y ni siquiera el voto se puede vincular de forma mecánica a condicionantes económicos, como sucede en Francia, Austria o, incluso, Madrid y otras grandes ciudades españolas, donde los obreros votan a la derecha y las clases medias-altas, fundamentalmente profesionales, a formaciones como Podemos.

Al Partido Popular le ha ido bien históricamente esta concepción grosera de la política porque la mayoría de su electorado (con un perfil muy homogéneo) es, fundamentalmente, anti-PSOE (el franquismo sociológico sigue ahí), algo que explica su escasa oposición patriótica en los tiempos más duros de Zapatero; mientras que algo muy parecido sucede en el caso del Partido Socialista -el recuerdo de la dictadura sigue también ahí-. Muchos de sus votantes siguen viendo a los conservadores como los herederos naturales de los cien mil hijos de San Luis.

Carné de demócrata

El modelo puede ser útil en periodos de estabilidad política, pero salta por los aires cuando aparecen en el tablero nuevo jugadores con capacidad real de influencia.Y se complica todavía más cuando estos, los nuevos jugadores, reproducen los mismos errores que los viejos partidos repartiendo carnés de demócratas.

El resultado, como no puede ser de otra manera, es un país bloqueado institucionalmente al que sólo la política monetaria ultraexpansiva del BCE da alas. La economía estaría creciendo la mitad si no fuera porque el desplome de los gastos financieros (y el derrumbe de los precios del petróleo) está permitiendo a familias y empresas desendeudarse (otra cosa es el sector público) a una velocidad de vértigo, lo cual incrementa la renta disponible y permite, a su vez, la creación de empleo.

Este margen de maniobra, parece obvio, tenderá a diluirse en el tiempo, pero para entonces es muy probable que España continúe con los viejos problemas que en buena medida explican que la crisis haya sido especialmente intensa.

España es un país bloqueado institucionalmente y en manos del BCE mientras su clase política sigue mirándose al ombligo de sus preocupaciones

El más urgente (además de abordar la cuestión territorial), cambiar el irracional sistema de elección de presidente de Gobierno, que no es solo absurdamente lento, burocrático y trasnochado, sino que incentiva el presidencialismo hasta límites no compatibles con el mandato constitucional. Tanto en el partido que gana las elecciones como en el segundo partido más votado, que difícilmente podrá ser oposición si no hay Gobierno.

Incluso, provoca incongruencia en Podemos, cuyos afiliados y electores deberían pedir explicaciones todos los días a Pablo Iglesias por haber propiciado la continuidad de Rajoy. Hoy, se dice en algunos mentideros, el líder de Podemos está algo más que arrepentido de aquel voto ‘no’ al pacto PSOE-Ciudadanos. Pero ya es demasiado tarde. La fuerza del partido morado se irá derritiendo a medida que se estabilice la situación económica y política por no haber aprovechado una oportunidad histórica. ‘Game over’ para el pequeño Robespierre.

Instinto asesino

Aquel error tiene que ver con el tradicional ninguneo que ha practicado la izquierda de este país al ‘instinto asesino’ que Rajoy lleva dentro, como lo califica un veterano dirigente socialista, y que le lleva a ganar batallas manejando los tiempos como nadie explotando las contradicciones de sus adversarios políticos. Y en este sentido, Albert Rivera es muy probable que sea la próxima víctima del presidente en funciones habida cuenta de su incapacidad para llevar la iniciativa en la medida que se lo permiten sus 32 diputados.

Rivera, en su lugar, ha optado por un tacticismo un tanto pueril, ausente de verdadero liderazgo, que consiste en decir ‘no’ en la primera votación y abstenerse en la segunda. En lugar de hacer lo que 'a priori' parece más razonable, que no es otra cosa que presentar a la opinión pública un documento con algunas reivindicaciones muy potentes -con amplio consenso popular- que obliguen a Rajoy a definirse sacándolo de su habitual inacción, el terreno favorito del presidente en funciones. De esta manera, se podría conformar una mayoría muy representativa (170 diputados con el voto de Coalición Canaria) que haría muy difícil que el Partido Socialista (atrapado de pies y manos) votara en contra, total o parcialmente.

Entre otras cosas, porque Rajoy, que carece de una visión estratégica del Estado (los grandes problemas institucionales del país siguen ahí y nunca tendrá el arrojo para enfrentarse a ellos), se mueve como ningún otro político en el día a día, y solo rompiendo esa inercia, se podrá desbloquear el actual 'impasse' político sin que ello suponga renunciar a los principios políticos.

Como decía Henry Kissinger, fogueado en miles de negociaciones, cuando alguien le planteaba una cuestión de principios durante una de esas maratonianas reuniones, dejaba de negociar, porque los principios no se discuten, sostenía.

Lo que se negocian son los problemas de los españoles. Y lo primero que debe hacer Albert Rivera es decir ya qué cosas reclama al candidato mejor colocado para dar su apoyo a quien muy probablemente será el próximo presidente del Gobierno, a quien, por cierto, le ha salido ‘gratis total’ la presidencia del Congreso de los Diputados. Hacer política pensando exclusivamente en las siguientes elecciones, y no en las que se acaban de celebrar, es una mala cosa y solo conduce a la frustración, como le ha pasado a Pablo Iglesias.

El ex primer ministro sueco Göran Persson lo describió magistralmente cuando su país estaba atrapado por una espiral de deuda: “Para recortar esa deuda que nos humillaba tenía dos caminos: hacer lo que debía y no ser reelegido o no hacer nada y, seguramente, tampoco ser reelegido; pero, además, perjudicaba con mi inacción a mi país”. Pues eso.

Es probable que el comentario más lúcido sobre la campaña electoral en EEUU lo haya hecho el marido de Ruth Bader Ginsburg, la sagaz juez del Tribunal Supremo, quien rompiendo la imparcialidad que se le supone a tan alta magistratura, arremetió hace unas semanas contra el candidato Trump. Hasta el punto de que tuvo que pedir públicas disculpas.

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