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Adolfo Suárez, un hombre instrumental
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José Antonio Zarzalejos

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Adolfo Suárez, un hombre instrumental

El elogio póstumo –o la denigración en el fallecimiento– es una de las peores y más funestas manías españolas. Forma parte de esa práctica incomprensible de aplaudir

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El elogio póstumo –o la denigración en el fallecimiento– es una de las peores y más funestas manías españolas. Forma parte de esa práctica incomprensible de aplaudir a los muertos en los ataúdes cuando el óbito carece de connotación épica o de singularidad humanista. Y ¡qué decir del género periodístico del obituario! Pues que, salvo en casos muy concretos, se convierte en corta y pega con datos biográficos entreverados de ditirambos o de denuestos.

Y Adolfo Suárez en la hora de su muerte no se va a librar de estos hábitos, de estas mañas sociales, tan insinceras como intelectualmente detestables. De ahí que glosar la figura del que fuera el primer presidente de la democracia española no sea, en modo alguno, misión sencilla desde un punto de vista crítico, entendiendo por tal el de observar sus defectos pero calibrar también sus virtudes.

De Suárez no se puede decir que fuera un estadista porque el abulense cumplió un papel instrumental. Y en esa condición subordinada se localiza su grandeza y respeto. Porque el expresidente fallecido nunca fue admirado pero sí fue respetado y, con el tiempo, fue querido después de muchos años de gélida emotividad de los españoles hacia su figura y su obra.

Dos hombres encontraron en él el instrumento de sus propósitos, a los que se prestó con una mezcla de patriotismo y legítima ambición. Fueron, de una parte, el Rey que quiso, tras el díscolo Arias Navarro, un político de la “joven guardia” franquista –y Suárez lo era, como gobernador civil, como director general de RTVE, como procurador en las Cortes del Caudillo– que cortase de raíz las posibilidades de un brillante José María de Areilza o de un acaparador Manuel Fraga.

De otra parte, Suárez fue el hombre de Torcuato Fernández Miranda, más franquista que él, más implicado con el régimen que él, pero con un equipamiento intelectual y un sentido del derecho y de la política extraordinarios. Fue Fernández Miranda el estadista que se sirvió del arrojo –a veces temerario– de Adolfo Suárez para ese brinco aparentemente imposible (“de la ley a la ley”) que consistió en transitar de una dictadura a una democracia.

Suárez cumplió con una exactitud pasmosa el mandato del Rey y de Fernández Miranda que se encargó de ofrecer al jefe del Estado lo que este quería: un hombre instrumental. De ahí que nunca se oyese que el “motor del cambio” fuese alguien diferente a Don Juan Carlos; ni se atribuyese al expresidente fallecido, sino a Fernández Miranda, la ingeniería política y jurídica del cambio de régimen.

¿Qué aportó Adolfo Suárez? Su valor, su ambición, en un determinado momento también su patriotismo y, en último término, su infinita resignación. A Suárez le engañaron o se engañó. Le hicieron ver que en torno a él –siendo él y no otro el referente– se formó la Unión de Centro Democrático cuando la verdad es que UCD fue una coalición de posibilismos bien avenidos hasta que se desató la carrera por el poder una vez aprobada la Constitución de 1978.

Suárez tuvo que lidiar con jefes tribales de colmillos retorcidos que lo devoraron en apenas dos años, entre 1979 y 1981. En febrero de ese año, arrojó la toalla junto a uno de los pocos políticos y militares que le quisieron como persona y le admiraron como político: Manuel Gutiérrez Mellado.

Cuando Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados, la figura sedente y diga de Suárez era la viva estampa de la desolación, el remedo de un Julio César de nuestra época acuchillado por los muchos Brutos que él no quiso ver como el romano que se cubrió el rostro con la toga para no contemplar el rostro de sus asesinos.

El frustrado golpe –ese instante anatómicamente diseccionado por el gran Javier Cercas– fue un injusto pero inevitable colofón a un hombre que había perdido su valor instrumental para el Rey (pronto descubrió el monarca que las utilidades de los políticos son casi siempre coyunturales) y que ya no tenía a Fernández Miranda en situación de consejero. El asturiano había hecho su labor y sólo le quedó al expresidente la fidelidad de ese hombre de bien que fue Gutiérrez Mellado.

Adolfo Suárez, leal al franquismo, leal al Rey, leal a la democracia, era un hombre exhausto de lealtades al inicio de la década de los ochenta del siglo pasado y tuvo que oír de los que hoy son sus seguros panegiristas los peores exabruptos, insultos, descalificaciones y denigraciones. Tantas que en un último gesto de arrebato fundó su propio partido –el CDS- y con él rubricó su fracaso.

El expresidente –maltratado por la vida y celebrado cuando ya no podía disfrutar ni del halago ni del reconocimiento– fue el hombre necesario, la herramienta, el instrumento, la larga mano de decisiones que pocas veces fueron del todo suyas. En los últimos años de lucidez pareció descubrir el trampantojo en el que había vivido y se convirtió en ese senador digno que recogió, emocionado pero con una pena infinita, el premio Príncipe de Asturias a la Concordia en 1996. Investido de un ducado –y por lo tanto, Grande de España– murió en una bendita desmemoria que ha dejado en los que le maltrataron una histórica mala conciencia.

Ahora se notará el volumen de su ausencia y se podrá decir que, acaso no fue el “motor del cambio”, ni el “ingeniero jurídico” de la transición. Pero sí que fue el fontanero –el providencial fontanero– de la democracia.

El elogio póstumo –o la denigración en el fallecimiento– es una de las peores y más funestas manías españolas. Forma parte de esa práctica incomprensible de aplaudir a los muertos en los ataúdes cuando el óbito carece de connotación épica o de singularidad humanista. Y ¡qué decir del género periodístico del obituario! Pues que, salvo en casos muy concretos, se convierte en corta y pega con datos biográficos entreverados de ditirambos o de denuestos.

Adolfo Suárez