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De la causa al capirote
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De la causa al capirote

Es posible que la irracionalidad contribuya a la ilusión de vivir mejor: ese tópico del tonto feliz. Es posible que las derivadas mentales de la irracionalidad

Es posible que la irracionalidad contribuya a la ilusión de vivir mejor: ese tópico del tonto feliz. Es posible que las derivadas mentales de la irracionalidad sean también productos evolutivos: la magia, la superstición o la religión parece que consuelan la soledad radical de la única especie que piensa. Pero el funcionamiento cerebral debe impulsarnos, por deber natural, al cultivo preponderante de nuestras facultades racionales, a potenciar su uso y filtrar con ellas cuanto nos rodea. Aun cuando el conocimiento de la realidad sea a menudo tan lejano, es nuestro deber aproximarnos sin descanso, sin excusas y, sobre todo, sin la pereza de los símbolos, los tropos, las falacias causales.

El método científico exige esfuerzo y aceptación de la incertidumbre como principio de conocimiento. Pero su uso social se devalúa: la parroquia quiere certezas como puños, sin huecos explicativos. Necesita relatos en los que todo cuadre, un refugio ante el caos vital y la condición impredecible de las cosas, aunque sea a costa de traerse un deus ex machina que arregle el paisaje. Los estados, las instituciones educativas y culturales, los medios de comunicación y la sociedad entera admiten y potencian el pensamiento mítico, que da de vivir a unos y, al parecer, compensa las penas de los otros. Con lo que se consuma esa otra falacia de aceptación común: para vivir feliz y civilizadamente se precisa un plus de creencia irracional; y al contrario: quien mantenga una actitud naturalista y alejada del simbolismo supersticioso llevará una vida triste, esforzada y moralmente vacía.

Los estados, las instituciones educativas y culturales, los medios y la sociedad entera admiten y potencian el pensamiento mítico, que da de vivir a unos y compensa las penas de los otrosMuchos científicos actuales insisten en negar el engaño e intervienen cuando pueden para desmontar la doxa: llevar una vida científica permite ser más dichoso, prepararse mejor para cualquier eventualidad, asumir decisiones más acertadas, comprender algo de cuanto nos rodea y despreciar las tesis religiosas y míticas por engañosas y entorpecedoras de nuestras capacidades. Llevar una vida científica, en definitiva, nos ayudará a ser más inteligentes, a desenmascarar la mentira y a no fiarnos demasiado.

Nos ayudará, entre otras muchas cosas, a desechar la base misma del misticismo: casi nada obedece a una única causa ni las causas y los efectos se concatenan con un sentido último y final. El desprecio de la teleología es nuestro primer deber de hombres racionales: estamos en un Universo sin programación y hemos llegado hasta aquí por la conjunción de una multiplicidad asombrosamente compleja de factores.

Pero la falacia causal tiene mucho rédito entre la irracionalidad humana. Es posible que en parte venga ya de serie, pero la nurture lo inculca desde el nacimiento hasta la muerte como base misma de la vida familiar y social. Sólo podemos estar tranquilos cuando sabemos la causa de un acontecimiento y, como casi siempre es objetivamente imposible, hemos aprendido a inventarla y aceptarla sin más. Por no ir derechos a la asunción misma de Dios (esa causa última sin la que el común zozobraría), baste observar el juego de las noticias periodísticas. El redactor sabe que el lector necesita la justificación del hecho: y debe dársela, sea lo que sea y a costa de cuanto sea. Hay que presentar la faction como las novelas: con planteamiento, nudo y desenlace, de ahí el acuciante recurso a la causa, inmediata y narcótica.

El periodismo echa mano para tales fines de una asociación causa-efecto por pura vecindad cronológica (post hoc ergo propter hoc), que luego simplifica para contentar a un público acostumbrado a digestiones facilonas. No hay más que ver el caso de los suicidios y la crisis: aquel viejo que se mató en Grecia lo hizo por la mala gestión política de su país, al igual que esos cuantos muertos españoles que se quitan la vida porque les quitan las casas. El periódico lo dice, el público lo acepta y nada más se indaga o aclara. Sólo de vez en cuando se pone en un rincón, cuando ya nadie lo mira, algún dato más que facilita -y sólo facilita- la comprensión del hecho: como aquella enfermera inglesa que, sin broma ni nada, había intentado ya matarse un par de veces por imperativo natural.

Una comprensión cabal de la falacia causal nos puede quitar el horror vacui que tanto daño hace a nuestra inteligencia. A menos que, a cambio de superstición, prefiramos no ser inteligentes y solazarnos con bendita irracionalidad en nuestro breve tránsito de la nada a la nada: esa desgracia humana que tanto se evidencia en estos días, con las calles llenas ya de capirotes, salmodias y retumbes.

*Miguel Ángel Manjarrés es profesor de la Universidad de Valladolid

Es posible que la irracionalidad contribuya a la ilusión de vivir mejor: ese tópico del tonto feliz. Es posible que las derivadas mentales de la irracionalidad sean también productos evolutivos: la magia, la superstición o la religión parece que consuelan la soledad radical de la única especie que piensa. Pero el funcionamiento cerebral debe impulsarnos, por deber natural, al cultivo preponderante de nuestras facultades racionales, a potenciar su uso y filtrar con ellas cuanto nos rodea. Aun cuando el conocimiento de la realidad sea a menudo tan lejano, es nuestro deber aproximarnos sin descanso, sin excusas y, sobre todo, sin la pereza de los símbolos, los tropos, las falacias causales.