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Las moras llevan burka para ocultar sus colmillos de vampiro
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Las moras llevan burka para ocultar sus colmillos de vampiro

Respecto al islam, es todo tan complicado que el simplismo en las proclamas xenófobas y los hippies ideológicos llega a resultar indignante

Foto: Una mujer pasea en Rabat, Marruecos. (Reuters)
Una mujer pasea en Rabat, Marruecos. (Reuters)

Algo sé yo de convivir con musulmanes. Probablemente, más que muchos de los que estos días presumen de conocerlos tan bien y claman contra ellos. He vivido años en Marruecos. Saqué el bachiller en un instituto español de Tánger donde el 95% de mis compañeros eran musulmanes. He soplado el té con ellos en locales llenos de moritos viejos de mirada impenetrable. He dejado cientos de dirhams en los minitaxis que me llevaban a ver a mi novia de entonces, nieta de Paca, granadina oronda que hizo en patera el viaje inverso a los marroquíes para huir de la posguerra española y se instaló en la ciudad internacional, donde limpió chalets hasta jubilarse. He oído la llamada de las mezquitas a las cinco de la madrugada y he visto la ciudad vacía en los atardeceres silenciosos del Ramadán. El ruido de las cucharas machacando cuencos de harira bajaba de las ventanas. Los pobres, hambrientos, guardaban su trozo de pan para la noche.

Allí he sido feliz pero también he visto cosas espeluznantes. He visto a hombres del Rif que soplaban el té y usaban a sus mujeres como mulas de carga. He visto a jóvenes barbudos con chichón en la frente celebrando la caída de las torres gemelas. He visto cómo unos pocos compañeros míos se volvían beatos y luego se radicalizaban en las redes sociales. He visto a amigas mías huyendo de sus padres, barbudos con furgoneta. Algunas compañeras llegaban al instituto tristonas y en chilaba, corrían al baño y se ponían ropa europea sexy, a salvo entre las paredes del centro. Me han increpado por ir con mi novia de la mano por la ciudad. Por darle un beso en la calle.

Foto: islam-musulmanes-espana-occidente

Bien: estas escenas representan tanto el carácter de los marroquíes como pueda ilustrar el carácter español la violencia de género o la corrupción política. Marruecos es una sociedad con problemas políticos y religiosos. Tiene un monarca de tendencias relativamente laicas, más por oportunismo -es amigo de los Estados Unidos- que por convicción, que utiliza el parlamento como un cortijo y despliega en el país una policía política brutal, pero eficaz hasta cierto punto, contra la expansión del fundamentalismo islámico (y de las tendencias laicas opositoras a su régimen).

Sin embargo, las mezquitas radicales proliferan en los barrios deprimidos de las ciudades de Marruecos. En estos barrios degradados, organizaciones de raíz extrema funcionan a la manera de Cáritas en España y atraen con caridad a los desesperados, a los abandonados y a los caídos. Hay quien se acerca a estas mezquitas para no pasar hambre y termina con el cerebro lavado. Miren ahora la situación de los musulmanes en Francia, por ejemplo. Recuerden el incendio de coches en los ghettos hace unos años. Relacionen esos actos con la nueva ola de extremismo religioso. ¿Es el islam el problema, o lo es la pobreza?

Que nuestra sociedad se enfrenta a un problema y el islam está en el tablero es tan evidente como el papel que juega la pobreza en esta catástrofe

Los musulmanes no son una unidad como juran sus enemigos declarados, gente que, a juzgar por las estupideces y las banalidades que suelta en las redes sociales o los comentarios de los periódicos, no ha tenido la oportunidad ni las ganas de conocer un poco más a estos vecinos de país o de bloque de viviendas. Los musulmanes, como los cristianos, como los ateos, son cada uno hijo de su padre y de su madre. Hay la misma proporción de hijos de perra en Marruecos como en España.

Para qué negar que el islam se enfrenta a graves problemas. Yo soy enemigo de cualquier clase de radicalismo, desde el islamista al cristiano pasando por el izquierdista y el neoliberal. Respecto a la cuestión musulmana, he leído con respeto y devoción a Ayan Hirsi Ali, mujer somalí que huyó sin clítoris de su país y actualmente es insultada por la izquierda europea más ñoña por pedir a Occidente que actúe con dureza en países como el suyo en defensa de la mujer. He leído con el mismo respeto y devoción a Samir Kassir, miembro fundador de la izquierda laica libanesa, asesinado por los extremistas religiosos. En su libro 'La desgracia de ser árabe', publicado póstumanente, Kassir hace penoso recuento de los intentos de las sociedades musulmanas por dar a luz una ilustración liberal, permanentemente aplastados por clérigos medievales, muchas veces, con ayuda o indiferencia por parte de Occidente.

Foto: Ramadán en París (Efe) Opinión

Me preocupan, y mucho, las corrientes salafistas que penetran en España. Vienen inoculadas desde estados “amigos” como Arabia Saudí o los Emiratos, que patrocinan equipos de fútbol y compran ciudades enteras en la costa mientras inoculan una visión del islam tan excluyente como el cristianismo de los cristianos viejos renacidos. Mientras tanto Daesh, uno de los movimientos sociales más repugnantes de la historia de la humanidad, comparable en intenciones y prácticas con el nazismo, anima a los jóvenes inadaptados de Europa y Estados Unidos a que se revuelvan contra la sociedad que los oprime. Daesh representa el punk de una generación y una clase social que, al contrario que la nuestra, no tiene el límite en la pintada callejera o el incendio de contenedor de basura, sino en el suicidio tras la masacre. De nuevo, me parece que la desesperación, provocada por situaciones sociales asquerosas, tiene más peso en las consecuencias que un tipo u otro de religión.

Que nuestra sociedad se enfrenta a un problema y el islam está en el tablero es tan evidente como el papel de la pobreza en esta catástrofe. Quien dice que ellos tienen que adaptarse a nosotros, a nuestra libertad, está pasando por alto la pobreza y está cometiendo un atentado intelectual contra la libertad. Libertad, también, para profesar un culto u otro, para conservar las costumbres propias. Cerrar una mezquita significa perder el control sobre ella y empeorar el radicalismo victimista de sus fieles. Mano firme, por supuesto, con el terrorismo y las condiciones de la mujer.

Es todo tan complicado que el simplismo en las proclamas xenófobas y los hippies ideológicos llega a resultar indignante.

Algo sé yo de convivir con musulmanes. Probablemente, más que muchos de los que estos días presumen de conocerlos tan bien y claman contra ellos. He vivido años en Marruecos. Saqué el bachiller en un instituto español de Tánger donde el 95% de mis compañeros eran musulmanes. He soplado el té con ellos en locales llenos de moritos viejos de mirada impenetrable. He dejado cientos de dirhams en los minitaxis que me llevaban a ver a mi novia de entonces, nieta de Paca, granadina oronda que hizo en patera el viaje inverso a los marroquíes para huir de la posguerra española y se instaló en la ciudad internacional, donde limpió chalets hasta jubilarse. He oído la llamada de las mezquitas a las cinco de la madrugada y he visto la ciudad vacía en los atardeceres silenciosos del Ramadán. El ruido de las cucharas machacando cuencos de harira bajaba de las ventanas. Los pobres, hambrientos, guardaban su trozo de pan para la noche.

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