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Pollavieja, hay que decirlo más
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Henar Álvarez

Con dos ovarios

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Pollavieja, hay que decirlo más

La llegada de vocablos como pollavieja, heteruzo o señoro me llenan de orgullo, satisfacción y también me ponen un poco cachondona

Foto: Fotograma de la película 'Torrente'.
Fotograma de la película 'Torrente'.

Soy tan humana como Chenoa, y por eso tenéis que entender que sienta cierto placer ante pequeñas venganzas consumadas. Ya que no podemos creer en la justicia terrenal, necesito creer en la divina, confiar en que efectivamente habrá cosas que caigan por su propio peso. Como a cualquier mujer de este planeta, me han llamado tantas veces puta que he estado tentada de cobrar cuando me ha tocado un Jesucristo, estos hombres que se tumban en la cama con los brazos en cruz y esperan que les hagan el trabajo. Es posible que la primera vez que me lo dijeran no tuviera más de 12 años y mi único pecado fuera haberme calzado unas Mustang con minifalda para verme en el espejo como Geri Halliwell. Es por eso que la llegada de vocablos como pollavieja, heteruzo o señoro me llenan de orgullo, satisfacción y también me ponen un poco cachondona.

No creáis que lo digo desde el revanchismo, es que es absolutamente necesario. Forma parte de ese plan maquiavélico que tenemos las personas que no somos varones cis para hacer de este un mundo mejor. No solo se trata de que me faltaran palabras para describir de manera precisa a esos hombres que nos tratan con condescendencia, paternalismo y que no están dispuestos a renunciar a sus privilegios en una sociedad que clama a gritos que quiere una igualdad real y efectiva. Es que el insulto cumple una función importantísima e imprescindible en esta sociedad: modela la conducta de quien lo recibe. Especialmente si esto sucede de forma repetitiva.

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Las mujeres, las trans, los gais sabemos bien de lo que hablo. Tenemos la piel muy dura de llevar toda una vida escuchando adjetivos peyorativos elaborados simplemente para describir nuestra existencia como seres sexuados: maricón, sarasa, travelo, marimacho, bujarrón, machorra, malfollada, comebolsas, estrecha… Mención especial debemos dedicar a los sinónimos de puta que, imagino habréis reparado, existen tantos como para dedicarle un diccionario propio al asunto, una butaca en la Real Academia y hasta un 'scrabble' temático: zorra, guarra, chupapollas, ramera, furcia, buscona, calentorra y un largo etcétera.

Todas estas palabras tan bonitas y que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida —he hecho una pequeña encuesta entre las mujeres de mi alrededor y la primera vez que nos llamaron puta fue antes de los 15 años— han generado la idea en las propias afectadas y afectados de que 1) cualquier orientación diferente a la heterosexual era una vergüenza que debía ser escondida; 2) si eras mujer, debías mostrar el mismo deseo sexual que un muñeco de José Luis Moreno: ninguno. Ni qué decir tiene que consiguieron su cometido. Si no querías que te lo llamaran solo tenías (y tienes) que acatar sus normas sociales.

El insulto cumple una función importantísima en esta sociedad: modela la conducta de quien lo recibe. Especialmente si sucede de forma repetitiva

De esta manera, nos han ido revelando el lugar que ocupábamos en la sociedad. La conclusión es bastante sencilla: si no eres un hombre cis, estás en un escalón inferior. Cuando era pequeña no escuchaba insultos que fueran dirigidos a ellos simplemente por existir. A ellos no había que ponerles en su sitio. Si les llamaban gordo, o feo, o cuatro ojos, o imbécil, tenía que ver con una desviación del canon estético de la época o de un comportamiento poco apropiado, pero no eran palabras que se dirigieran en exclusiva a los varones, también tienen su femenino. Incluso el insulto más grave que podían recibir, hijo de puta, no va en el sentido estrictamente literal dirigido a su persona sino a la mujer que lo parió. Así que aunque ahora tengo pareja, soy madre y he claudicado con lo que la sociedad esperaba de mí, no me he librado de expresiones que sigan recordándome mi lugar: si insultan a mi hijo, también pillaré de soslayo. Vaya por Dios.

De lo que sí me he dado cuenta leyendo columnas y cotilleando por Twitter es de que los hombres no quieren que les llamen pollavieja. No les resbala el término, precisamente. Está calando. Para que todos nos entendamos, un pollavieja es un hombre que se agarra a sus privilegios como nosotras a la plancha del pelo en invierno, que defiende la libertad de expresión pero solo la suya y la de los suyos. Menta sus cojones con tanta frecuencia que cualquiera diría que trabaja en la pollería del barrio. Sus ideas son las mismas que las de tu abuelo nacido en el 33, pero como te lo dice con una camisa que lleva estampado de Bob Esponja, puede no pasar por reaccionario.

Lo hacemos para que se revisen, porque los argumentos trabajados no les sirven pero que les hieran el ego es una apuesta segura

Ojo, cuidado con esto, no confundáis lo que ha sido ser un poco facha de toda la vida con ser políticamente incorrecto. También defienden que el reparto sexual de tareas está justificado por la biología. Insisten en que ellos eran cazadores y nosotras recolectoras para explicar por qué debemos quedarnos en casa, pero si luego aparece una cucaracha en el salón te taconea subido a una silla como si hubiera estado ensayando todo el año para salir de gira con Tomasito. Por supuesto, les ofende muchísimo el tema de la apropiación cultural de Rosalía aunque defienden a Tarantino con la misma vehemencia que mi abuela a la Pantoja. No pasa nada, hay que quererles así y aprender a convivir con ellos. Se puede.

La cosa es que como ya saben que la palabra pollavieja huele a alcanfor y nadie quiere, 'a priori', que le tachen de rancio, cuanto más se popularice la palabra más tratarán de neutralizar los comportamientos que les hacen quedar como tal. Como cuando nosotras escondíamos la pluma o dejábamos de liarnos con el chico que nos gustaba para evitar que al día siguiente nos quemaran en clase cual Juana de Arco. La diferencia es que los insultos dirigidos a nosotras eran para establecer control sobre nuestros cuerpos y en este caso es por su bien: para mejorar su imagen y generar una sociedad más diversa. Lo hacemos para que se revisen, porque los argumentos trabajados no les sirven pero que les hieran el ego es una apuesta segura. Así que por el bien común, recordad: pollavieja, hay que decirlo más.

Soy tan humana como Chenoa, y por eso tenéis que entender que sienta cierto placer ante pequeñas venganzas consumadas. Ya que no podemos creer en la justicia terrenal, necesito creer en la divina, confiar en que efectivamente habrá cosas que caigan por su propio peso. Como a cualquier mujer de este planeta, me han llamado tantas veces puta que he estado tentada de cobrar cuando me ha tocado un Jesucristo, estos hombres que se tumban en la cama con los brazos en cruz y esperan que les hagan el trabajo. Es posible que la primera vez que me lo dijeran no tuviera más de 12 años y mi único pecado fuera haberme calzado unas Mustang con minifalda para verme en el espejo como Geri Halliwell. Es por eso que la llegada de vocablos como pollavieja, heteruzo o señoro me llenan de orgullo, satisfacción y también me ponen un poco cachondona.

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