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La paradoja de Lavapiés o cómo ayudé a destruir el barrio donde nació mi abuelo
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Héctor G. Barnés

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La paradoja de Lavapiés o cómo ayudé a destruir el barrio donde nació mi abuelo

Cuando me mudé, hace cuatro años, pensaba que estaba retornando a mis raíces. Sin embargo, sospecho que la idealización del barrio ha propiciado su situación actual

Foto: Uno de los hoteles más grandes de Europa. (iStock)
Uno de los hoteles más grandes de Europa. (iStock)

tyriUna breve consulta en Google Maps me permite descubrir que vivo exactamente a 130 metros –dos minutos a pie– de la casa en la que nació mi abuelo, en la calle Tribulete (sí, Lavapiés). Esto, durante mucho tiempo, ha sido un motivo de orgullo personal. Como bien saben los que me conocen, suelo presumir de ello cuando paseo por delante con algún conocido, aun a riesgo de repetirme, algo que me ocurre a menudo. Ha sido, al mismo tiempo, una forma de justificar mi presencia en un piso casi fuera de mis posibilidades (aunque aún pague mucho menos que los precios que han comenzado a inflarse desde el aterrizaje de AirBnb en el barrio).

En mi cabeza, es tanto como un retorno a las “raíces” –mis primeros recuerdos del barrio se enmarcan a finales de los ochenta, cuando visitaba a mi bisabuela en esa casa de Tribulete en la que vivió durante siete décadas, poco antes de ser reubicada en Embajadores tras el derribo de su hogar– como una forma de hacer justicia histórica y reconquistar el territorio perdido. La historia de mi familia, al fin y al cabo, es una trayectoria de progresivo abandono del centro de Madrid que parece formar una elipsis hacia el extrarradio: mis abuelos dejaron atrás Lavapiés por Cuatro Caminos, Orcasitas y Carabanchel hasta que mis padres terminaron, como tantos otros de su generación, en Móstoles.

Vivir en el barrio no es más que un capricho temporal antes de seguir el mismo camino de mis padres hacia la más barata y cómoda periferia

Las razones eran obvias. Se trataba de la única posibilidad que tenían dos profesores de comprar un piso en propiedad; incluso Carabanchel se salía de su presupuesto. El extrarradio, además, ofrecía una obvia comodidad a la hora de formar una familia que los cuchitriles de un centro urbano que se percibía como violento y decadente no proporcionaban. Este proceso de salida a los suburbios también afectó a mi abuelo, en mi cabeza la definición pura del casticismo, que, al contrario que sus hermanos, pasó los últimos 15 años de su vida en Móstoles, donde nunca terminó de adaptarse.

Foto: Malasaña o los pijos que van de perroflautas

De ahí que recorrer las mismas calles donde jugó mi abuelo en los años 20, donde vio cómo los curas se asomaban con escopetas a las ventanas de las Escuelas Pías antes de ser quemados, y donde la familia de mi madre vivió el día a día de la posguerra me parezca la recuperación de un linaje castizo perdido después de años en el supuesto anonimato de la ciudad dormitorio. Pero falso, al fin y al cabo: sé en lo más profundo que no es más que un espejismo, un capricho temporal antes de seguir el mismo proceso que mis padres y sumergirme en un torbellino que me lleve a Cuatro Caminos, Carabanchel y Móstoles. Si algo aprendí desde pequeño, viendo a mi familia, es que nadie muere donde tiene sus raíces.

La ciudad espejismo

Porque Lavapiés hoy, como otros barrios de las grandes ciudades, es ante todo un espejismo o, lo que es peor, un museo de la autenticidad barrial. Pero convincente, al fin y al cabo. Supongo que lo será para mi madre, que me desaconsejó enérgicamente que me mudase allí porque, según sus recuerdos, era un lugar peligroso, sucio y ruidoso. No hizo falta más que una visita para que cambiase de opinión y se sintiese como en casa –como en Móstoles, vaya– ante las aceras ensanchadas, los restaurantes diáfanos o los nuevos habitantes del barrio, que al fin y al cabo son un poco como su hijo.

Mi abuelo se hacinaba con sus hermanos en la misma cama y vivía en un piso en el que hoy en día apenas cabría una pareja: no había nada de ideal

El barrio es, a su manera, un paraíso nostálgico en el que se mezclan, aludiendo al tópico de guía de viajes, lo moderno y lo antiguo. Un “representante de la fusión de personas y culturas que Madrid ha experimentado en los últimos años”. A ratos parece un parque temático de la infancia de mi abuelo y de todo aquello que se ha idealizado en los últimos años sobre el barrio. No dudo de su buena intención, pero no dejan de sorprenderme los recorridos por el Lavapiés de Gloria Fuertes (ahora hasta uno puede comerse una tapa que lleva su nombre), la fetichización de la corrala o las obsesivas referencias a Arturo Barea, lavapiesino ilustre y autor de 'La forja de un rebelde' que se ha convertido en santo y seña de la resistencia frente la modernización 'trendy' del barrio, que como siempre, la hacen los otros.

Pero el Lavapiés que Barea reflejaba en sus obras no tenía nada de ideal; más bien se ve en sus definiciones esa misma sensación de tierra de nadie que se corresponde con su trayectoria vital, entre la pobreza de orfandad y la protección de unos tíos ricos: “A Lavapiés se llegaba de arriba o de abajo”, escribe en el primer volumen de su trilogía. “El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo”. Era el lugar donde terminaba Madrid, y donde empezaba el campo; durante los últimos años ha sido el único lugar económicamente asequible entre los barrios del centro, una vez Malasaña cayó, lo que junto a su rehabilitación ha provocado la afluencia masiva de inquilinos que, hace apenas una década, ni siquiera se lo habrían planteado.

placeholder La corrala como atracción turística. (CC/Tamorlan)
La corrala como atracción turística. (CC/Tamorlan)

Barea era 26 años mayor que mi abuelo, pero, como él, pasó por las Escuelas Pías. Fuertes sí que nació el mismo año que él. Quizá la diferencia, en mi caso, es que Lavapiés nunca fue precisamente el paraíso castizo y auténtico con el que algunos de sus nuevos habitantes pueden haber soñado. Sé que mi abuelo se hacinaba con sus cuatro hermanos en una cama en la que también dormían sus padres, en un piso donde hoy no cabría ni una pareja. Que durante décadas, especialmente en los 90, Lavapiés era un barrio destartalado y devaluado, del que hacía tiempo que habían salido muchos de sus habitantes originales rumbo a la periferia, en busca de una vida más cómoda en pisos más grandes, barrios más amplios y una nueva forma de entender las relaciones sociales.

No son ellos, somos nosotros

Durante mucho tiempo, la palabra “gentrificación” me hacía recordar el discurso del personaje de Laurence Fishburne en 'Los chicos del barrio', así que pensaba que solo ocurría con los negros de los distritos centrales de Los Ángeles. No tengo muy claro si el ensanchamiento de aceras y el Carrefour 24 horas pueden clasificarse como tal. Lo que si sé es que en Lavapiés puedes ir a La Casa Encendida o donde toque a lamentar la gentrificación del barrio como el que acude el domingo a misa a expiar sus pecados. Da igual que sepamos qué es, porque todos somos muy leídos, que para eso pertenecemos a la clase creativa, tenemos más inquietudes culturales por metro cuadrado que en ningún otro barrio y, además, parimos el podemismo.

A veces, el concepto de gentrificación se utiliza de manera azarosa para dividir lo que nos gusta (o hacen nuestros amigos) de lo que no

Sospecho, no obstante, que ocurre un poco como con los hípsteres (otro término desgastado por su mal uso): de igual forma que tan solo un hípster sabe qué es un hípster, tan solo un verdadero gentrificador sabe qué es la gentrificación. Por supuesto, ello va asociado a la necesidad de diferenciarse del resto. Los hípsteres son los demás, claro, no nosotros que ya escuchábamos a los Allah-Las en su primer disco, y los gentrificadores también, no nosotros, porque nuestro abuelo nació aquí. Tenemos la conciencia tranquila: somos conscientes de que AirBnb está inflando los precios, pero cabe preguntarse si no ha sido nuestra capacidad de idealización (del pasado, de la autenticidad, de la clase trabajadora) lo que ha terminado convirtiendo el barrio en un fetiche.

Con frecuencia he soñado con que mi abuelo viviese para decirle que he vuelto a donde él nació, mostrarle que hay algo que nos une aunque no lo hayamos compartido en el mismo tiempo. Quizá ahora me decantaría por preguntarle qué le parece su calle hoy en día. Sobre todo, esos bares con paredes de ladrillo y bicicletas colgadas en la pared (un momento, ¿por qué todos los bares tienen bicicletas colgadas?), con incómodos taburetes altos y hordas que se reúnen alrededor de la barra para devorar tapas que se pueden comer en cualquier rincón de la ciudad. ¿Lo detestaría, como esos mismos que frecuentan esos restaurantes aunque no se les caiga el término “gentrificación” de la boca –a veces para marcar una diferencia entre lo aceptable y lo inaceptable un tanto arbitraria–, o simplemente le parecería un signo de vitalidad en el barrio? ¿Lo preferiría ahora o hace tres décadas, cuando casi renegaba de él?

placeholder Escuelas Pías, ruina con restaurante en la terraza (hasta que lo cerraron) y actual plaza de Arturo Barea. (CC/Tamorlan)
Escuelas Pías, ruina con restaurante en la terraza (hasta que lo cerraron) y actual plaza de Arturo Barea. (CC/Tamorlan)

La paradoja de Lavapiés, pero también de otros barrios, es que cuanto más se reivindican, más se devalúan. Cuanto más se habla de su autenticidad, más se convierte esta en un mito. Cuantos más artículos –como este– se le dedican, más atención comercial recaban. Cuanto más se apela a las raíces, más lejos nos encontramos de ellas. Cuanto más reales intentamos que sean, más se acercan a ser un simulacro. Porque deja de convertirse en un lugar para vivir, en el que la historia tan solo puede escribirse a posteriori (como hizo Barea), para ser un escaparate para turistas, sí, pero también para treintañeros concienciados con sus excusas preparadas a cuestas.

Está claro que no falta mucho para que me marche de aquí, buscando más metros cuadrados, ahorrar algo de dinero a fin de mes o recortar la hora que tardo en llegar al trabajo. ¿Próximas paradas? Quizá Carabanchel, Cuatro Caminos, Orcasitas o Móstoles, lugares dispuestos a experimentar un 'revival' de autenticidad. Los siguientes nombres en el reguero de cadáveres que dejamos a nuestra espalda mientras discutimos y escribimos sobre ello.

tyriUna breve consulta en Google Maps me permite descubrir que vivo exactamente a 130 metros –dos minutos a pie– de la casa en la que nació mi abuelo, en la calle Tribulete (sí, Lavapiés). Esto, durante mucho tiempo, ha sido un motivo de orgullo personal. Como bien saben los que me conocen, suelo presumir de ello cuando paseo por delante con algún conocido, aun a riesgo de repetirme, algo que me ocurre a menudo. Ha sido, al mismo tiempo, una forma de justificar mi presencia en un piso casi fuera de mis posibilidades (aunque aún pague mucho menos que los precios que han comenzado a inflarse desde el aterrizaje de AirBnb en el barrio).

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