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La maldición de un español sin raíces: la lección que me enseñó no tener pueblo
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Héctor G. Barnés

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La maldición de un español sin raíces: la lección que me enseñó no tener pueblo

Estos días, millones de urbanitas volverán a su localidad natal para reunirse con sus familias. Yo no tengo dónde ir, algo que durante la niñez me hizo sentirme un bicho raro

Foto: 'Today is gonna be the day that they're gonna throw it back to you...' (iStock)
'Today is gonna be the day that they're gonna throw it back to you...' (iStock)

Ayer escuché "operación salida" y un turbulento sentimiento se agitó dentro de mí. No, no se trata de la nostalgia por los inacabables veranos en el pueblo, despilfarrando ese tiempo libre que de adulto administro con la precisión de un obsesivo ahorrador. Para mí, esas imágenes de filas de coches dando la espalda al kilómetro cero siempre representaron todo lo contrario. Mientras todos mis amigos se marchaban a sus pueblos, yo, un urbanita sin lugar donde ir cuando sonaba la alarma del colegio cada viernes, se quedaba irremediablemente solo en la ciudad vacía. Con un poco de suerte, quizá podía encontrar a otro niño de esa extraña estirpe y convertirnos en los guardianes de la ciudad dormitorio, los únicos habitantes vivos de un escenario postapocalíptico para niños sin raíces.

Durante la mayor parte de mi infancia, esto hizo que me sintiera un bicho raro. Mi amigo Javi, principal compañero de juegos, me dejaba atrás y partía a su pueblo. El domingo volvía cargado de historias increíbles y vivencias que yo, enclaustrado en Móstoles, no podría vivir nunca. Daba igual que se hubiese roto una pierna y hubiese tenido que volver escayolado —a los diez años no es una tragedia, sino un fascinante milagro— o que se hubiese peleado a puñetazos con un adversario de la pandilla opuesta: la triste realidad era que en los pueblos ocurrían cosas (ocurría la vida) y en la ciudad, no. Poco a poco, en mi cabeza El Pueblo (nunca se dice "me voy a Quintanilla de Onésimo", sino "me voy al Pueblo") comenzaba a adquirir magnitudes legendarias.

"¿De dónde eres?", me preguntaban. "De Móstoles", me veía obligado a responder. "No, ¿de dónde eres de verdad?". Tenían razón. Nadie es de Móstoles

Pero los niños son envidiosos, y mi sensación de haber sido traicionado comenzó a transformarse en un infantil resquemor. De acuerdo, tenía un pequeño pueblo en Canarias por parte de padre, pero por evidentes razones logísticas uno no podía coger el Citroën BX y plantarse al otro lado del mar en tres horas. ¿Por qué ellos tenían un lugar donde ir los fines de semana y yo no? ¿Qué extraña razón hacía que hubiese niños con Pueblo y niños sin Pueblo, y por qué yo estaba entre estos últimos? ¿Qué había hecho mal? Así que, como la zorra en la fábula de las uvas, invertí un pequeño esfuerzo en convencerme de que era mejor así. Yo era el rey del asfalto, allá ellos con sus escaladas a la montaña y sus baños en el río y sus bicicletas y sus partidos de fútbol que duraban de sol a sol y sus esguinces. Jamás me hice uno, un signo (invisible) de lo mucho que me perdí.

Foto: Uno de los hoteles más grandes de Europa. (iStock) Opinión

Lo que entonces no sabía, o mejor dicho, no podría haber articulado con palabras, es que en realidad lo que echaba de menos era ser de algún lugar. "¿De dónde eres?", me preguntaban. "De Móstoles", me veía obligado a responder. "No, ¿de dónde eres de verdad?". Tenían razón. Nadie es de Móstoles, no es posible que uno sea de una ciudad de extrarradio. Ni siquiera era Madrid, que tenía un pase —aunque a veces intentaba matizar que había nacido ahí y no en un hospital de la periferia—, sino un lugar donde todo el mundo está de paso. El verdadero problema era la sensación de que yo no venía de ningún sitio, que no tenía (poseía) un pueblo, que me había materializado repentinamente en mitad de la nada urbana. En definitiva, que una parte de esa identidad que otros sí poseían me había sido arrebatada.

La vida que nunca tendré

Por supuesto, de vez en cuando, a uno los amigos que sí tenían Pueblo le llevaban a otear el horizonte sin edificios del campo. Pero me había acostumbrado tanto a la ciudad (a su ritmo, a su ruido, a sus peligros que hacían que salir solo a la calle fuese mala idea) que no era capaz de entender sus códigos. Todo allí ocurría antes, por eso me parecía particularmente amenazante. Las primeras novias, salir hasta tarde, dormir a la intemperie o romper con la autoridad paterna sin consecuencias era posible allí, donde todo el mundo se conocía y se cuidaba mutuamente. Porque esa era otra: para un niño que cada noche oía cerrar la puerta con dos vueltas de llave, que todo el mundo dejase franca la entrada de casa me parecía una temeridad inaguantable.

Uno es de su Pueblo para siempre, de igual forma que uno nunca termina de ser por completo de su ciudad adoptiva

Los chavales con Pueblo siempre fueron la avanzadilla de mi clase, los que experimentaban en primer lugar placeres, miedos y aventuras para contárnoslo a los que nos quedábamos en el barrio. Por descontado, disfrutaron de un proceso de aprendizaje mucho más completo. Tan solo mucho tiempo después descubrí que muy probablemente había algo de interesada ficción en sus historias, el embellecimiento propio del que tiene 12 años y cualquier acontecimiento adquiere dimensiones épicas… especialmente si tus amigos no están cerca para comprobar si es verdad o no. Yo leía novelitas de Stephen King, pero ellos las protagonizaban. Derry, el pueblo de 'It', existía de verdad en algún olvidado lugar bajo las estrellas de Castilla. Tan solo había que imaginarlo.

Sin embargo, lo que secretamente más envidiaba era el orgullo con el que hablaban de su pueblo cuando les preguntaban en clase. Lugares con nombres sonoros como La Alberca, el Provencio o Madridejos, y en los que vivían aventuras junto a personajes llamados El Rana o El Pelos, 'noms de guerre' que invocaban linajes legendarios que habían pasado de generación en generación. No como el vulgar Héctor, que había robado su nombre de un héroe que alguien se inventó un día. Todos necesitamos un lugar al que pertenecer, y el Pueblo ha sido durante mucho tiempo un rasgo definitorio para millones de españoles. Da igual que les aburra, que ya no les guste o que no piensen volver. Uno es de su Pueblo para siempre, de igual forma que uno no termina de ser por completo de su ciudad adoptiva.

placeholder Niños corren en una calle de Palma. (iStock)
Niños corren en una calle de Palma. (iStock)

Mis reservas terminaron por mutar en una inconfesable superioridad moral que años más tarde me parece particularmente paleta. Yo era el niño al que le gustaban los tebeos, los superhéroes y las series de anime, las novelas de terror y los videojuegos, y de eso no había en los pueblos. Pobrecitos. De lo que no me daba cuenta es que, en realidad, mi carácter, como el de tantos otros de esos niños sin Pueblo, estaba siendo esculpido en esa fortaleza de la soledad urbana. De haber pasado dos meses cada verano en un caserón en mitad del campo, sería un hombre completamente distinto. Mi introversión y amor por la soledad nacieron entre las paredes de mi cuarto. También, la sensación de que no tengo ningún lugar al que escapar.

De dónde venimos, dónde volvemos

¿Es España un país de urbanitas que vuelven ocasionalmente a sus pueblos, o de gente del campo que ha sido forzada a trasladarse a las ciudades para poder trabajar? En otras palabras, cuando alguien coge el coche, ¿va al pueblo o vuelve al pueblo? ¿Cuál es el punto de partida de los millones de españoles que en Semana Santa se trasladan de un punto a otro de la península? ¿Su apartamento en la ciudad o la casa de sus padres en el pueblo? Hace no tanto, el nuestro era un país rural en el que las ciudades emergían como mastodontes yermos donde nadie nacía o moría. Clínicamente, uno podía ser alumbrado o fallecer en la habitación de un hospital en mitad de la capital, pero simbólicamente uno siempre nacía lejos, en otro lugar más amable, y volvía para ser enterrado en el limo de donde emergió.

Tan detestable como mi desprecio me parece la idealización del Pueblo, convertido en producto de consumo por aquellos que nunca tuvimos uno

El devenir de los tiempos ha cambiado el sentido de la travesía, y quizá ya no se venga de los pueblos, sino que se vuelva a ellos. Son, para los urbanitas que se concentran en la metrópolis o las capitales, el síncope en un compás de 4/4 que rompe la monotonía del día a día, un lugar que ya no solo les ayuda a "desconectar" —esa horrible palabra—, sino que les recuerda, cuando el cuadriculado ritmo laboral amenaza con devorar su identidad, que hay un pequeño oasis donde siempre serán ellos mismos, donde siempre habrá alguien que sepa quiénes son. Por eso tantas familias reinvierten sus ahorros en adquirir una casa en el lugar donde nacieron. Es un necesario cierre de sentido, la vieja metáfora del descanso del guerrero; volver al lugar de donde saliste para terminar tus días, pero también para ser alguien de nuevo (a poder ser, con el mote de tu infancia) y no un número más en el listín telefónico.

Durante mucho tiempo, me adherí a la tesis de "pueblo pequeño, infierno grande", y aún hoy sigo creyendo que el refrán mexicano tiene gran parte de verdad. Tan detestable como mi pasado desprecio me parece la falsa idealización del Pueblo, convertido en producto de 'marketing', generalmente por aquellos que nunca tuvimos uno. En realidad, no existe "El Pueblo", sino que hay pueblos, de igual manera que no hay una "Ciudad", sino ciudades, barrios, calles, cada una con sus circunstancias. Ahora, de mayor, y gracias a mi pareja, puedo decir que por fin tengo mi propio Pueblo. Nunca podré recuperar la infancia que perdí, lo sé, pero aprendí una oportuna lección que hoy resulta especialmente valiosa: nuestra altanería hacia los demás es la máscara tras la que ocultamos el miedo a darnos cuenta de que perdimos algo que nunca podremos recuperar.

Ayer escuché "operación salida" y un turbulento sentimiento se agitó dentro de mí. No, no se trata de la nostalgia por los inacabables veranos en el pueblo, despilfarrando ese tiempo libre que de adulto administro con la precisión de un obsesivo ahorrador. Para mí, esas imágenes de filas de coches dando la espalda al kilómetro cero siempre representaron todo lo contrario. Mientras todos mis amigos se marchaban a sus pueblos, yo, un urbanita sin lugar donde ir cuando sonaba la alarma del colegio cada viernes, se quedaba irremediablemente solo en la ciudad vacía. Con un poco de suerte, quizá podía encontrar a otro niño de esa extraña estirpe y convertirnos en los guardianes de la ciudad dormitorio, los únicos habitantes vivos de un escenario postapocalíptico para niños sin raíces.

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