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A favor de la titulitis, el enésimo pecado mortal de la clase media y baja española
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Héctor G. Barnés

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A favor de la titulitis, el enésimo pecado mortal de la clase media y baja española

Detrás de la idea de que hay demasiados universitarios en España late la amenaza de retroceder a un pasado en el que tan solo unos pocos podían disfrutar de educación superior

Foto: Mil estudiantes se gradúan en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). (EFE)
Mil estudiantes se gradúan en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). (EFE)

El otro día experimenté una sensación peculiar, de esas para las que aún no existe nombre. Acababa de entrar en casa cuando, de repente, comencé a oír algo que parecía el tic tac de un reloj. Fue una epifanía: acostumbrado a escuchar ese sonido durante mi infancia en las casas de mis padres y mis abuelos, no me había dado cuenta de que en los hogares modernos ya no se oye ese repetitivo sonido, tan molesto como acogedor. Me dio por pensar qué otras cosas habían desaparecido en nuestra persecución del minimalismo decorativo, y recordé los títulos universitarios, esos que la generación de mis padres enmarcaba y colgaba de las paredes de su despacho y que nosotros guardamos en un cajón, cuando no directamente tardamos años en recogerlos de la universidad de turno.

Seamos sinceros. Si fuésemos a casa de un amigo, conocido o ligue de turno y viésemos su licenciatura o grado colgado sobre el cabecero de la cama pensaríamos, simple y llanamente, que es un hortera (y probablemente aplicaríamos el célebre consejo de John Waters). Más allá de cuestiones estéticas, este cambio de mentalidad refleja bien quiénes éramos y quiénes somos, y de qué forma lo que para la generación anterior era un orgullo, para la nuestra ha terminado convirtiéndose casi en motivo de vergüenza. Al fin y al cabo, hemos terminado aceptando inconscientemente que si ese título no nos está sirviendo para mucho, hacer ostentación de ello es como enmarcar el billete falso de 500 euros que nos han colado.

La titulitis es el nuevo "habéis vivido por encima de vuestras posibilidades", transformado en "vais a la universidad por encima de vuestras posibilidades"

Durante los últimos días se ha hablado mucho de "titulitis", ese mal tan español que, en teoría, explica el alto paro juvenil o la sobrecualificación, como si la culpa de que los políticos hinchen su currículo con mentiras la tuviesen el alrededor de millón y medio de españoles que cada año se matriculan en un grado. Porque hay titulitis para ricos y para pobres; la primera está legitimada en función a su rentabilidad y la otra es uno más de los incontables pecados mortales de las clases medias y bajas. Hasta donde yo recuerdo, a nadie se le ha acusado de titulitis por estudiar un posgrado en Harvard —aunque luego se trate de Aravaca—, pero sí por destinar los ahorros familiares a enviar a los hijos a una universidad pública, con lo caras que son las matrículas y lo devaluadas que están las carreras.

Foto: Mirando por el agujero de la URJC. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

Así vista, la titulitis se ha convertido en un equivalente educativo del "habéis vivido por encima de vuestras posibilidades", reconvertido en "habéis ido a la universidad por encima de vuestras posibilidades". Hay un clasismo implícito en dicho discurso, y no son pocas las personas que con dos carreras y tres másteres se quejan de que haya demasiados universitarios en España, una trampa en la que muchos —incluido yo mismo— hemos caído alguna vez. Pero cabe preguntarse si detrás de la cómoda unanimidad que se está erigiendo sobre esta enfermedad supuestamente endémica del sistema educativo español no late la idea de volver a limitar la universidad a unos pocos, los que puedan pagársela.

La España que amaba la educación

Entre los años 70 y el 2000, la población universitaria española se cuadruplicó. Este dato, que tantos sudores fríos ocasiona hoy, era una reacción lógica (y positiva) a un contexto histórico en el que, durante décadas, tan solo un pequeño sector de la población —urbano, masculino y con posibles— pudo cursar una carrera. En la España que salía de la dictadura, la educación se convirtió tanto en la única herramienta que podía facilitar el ascenso social como un respetado motivo de orgullo. Muchos de aquellos que no pudieron estudiar vieron en la posibilidad de que sus hijos lo hiciesen el síntoma más claro de que su esfuerzo no había sido en vano y que gracias a su sacrificio podían garantizar un futuro mejor a sus descendientes. Estos colgaron sus títulos en la pared como un agradecimiento a esos padres, que lo admiraban cuando cada domingo iban a comer con ellos.

Suena demodé, pero como nuestros padres y abuelos, considero que estudiar es una forma loable de crecer, tanto personal como profesionalmente

Hoy se lamenta que esa mentalidad terminase dando lugar al "universitario por defecto", a dar por hecho que todos los jóvenes debían estudiar una carrera y, si no, corrían el riesgo de caer en el estigma del fracaso de la Formación Profesional. Tienen parte de razón —especialmente en el peligroso desprecio a los no universitarios—, pero no podemos olvidar que la posibilidad de que un adolescente de familia pobre pudiese cursar una carrera es una de las grandes victorias españolas de las últimas décadas. Este retroceso consentido por todos puede propiciar que, en cuestión de años, la formación superior tan solo esté al alcance de un pequeño porcentaje de la población, algo que ya se materializa en el aumento del precio de las matrículas universitarias. ¿Misión en marcha?

Es fácil mantener que solo deberían ir a la universidad aquellos que de verdad lo deseen y quienes de verdad están capacitados si obviamos que, como suelen recordar las investigaciones educativas, dichas habilidades en apariencia innatas suelen estar ligadas de manera estrecha con el nivel socioeconómico de los padres. La titulitis puede terminar convirtiéndose en una enfermedad de pobres que los ricos evitan que se propague hasta sus casas utilizando como cortafuegos el argumento del mercado laboral. No es que sobren universitarios, es que sobran pobres en las aulas. Es algo complementario a la burbuja de los másteres: la devaluación de los estudios de grado es paralela al desarrollo de esta industria en la que, para alivio para muchos, el dinero vuelve a marcar la diferencia.

placeholder ¿De qué hablamos cuando decimos que sobran universitarios? (EFE)
¿De qué hablamos cuando decimos que sobran universitarios? (EFE)

Sé que me aferro a una mentalidad de clase media-baja con pretensiones, pero qué quieren que les diga, la idea de considerar la educación como la mejor vía para la prosperidad laboral y el crecimiento personal siempre me resultará simpática. Suena demodé, pero yo también defiendo que la lectura, el aprendizaje, la curiosidad o el esfuerzo son una forma loable de crecer, tanto personal como socialmente. Era la idea en la que creían nuestros padres y abuelos, y que a nosotros nos estalló en la cara, abandonados al cinismo y a un peligroso pragmatismo en el que nos hemos dejado seducir por los cantos de sirena de la marca personal, el 'networking' y la autoexplotación. Lo siento, prefiero padecer titulitis aguda que ser un trepa, un jeta o venderme a mí mismo por un puñado de palmaditas virtuales en la espalda.

El otro día experimenté una sensación peculiar, de esas para las que aún no existe nombre. Acababa de entrar en casa cuando, de repente, comencé a oír algo que parecía el tic tac de un reloj. Fue una epifanía: acostumbrado a escuchar ese sonido durante mi infancia en las casas de mis padres y mis abuelos, no me había dado cuenta de que en los hogares modernos ya no se oye ese repetitivo sonido, tan molesto como acogedor. Me dio por pensar qué otras cosas habían desaparecido en nuestra persecución del minimalismo decorativo, y recordé los títulos universitarios, esos que la generación de mis padres enmarcaba y colgaba de las paredes de su despacho y que nosotros guardamos en un cajón, cuando no directamente tardamos años en recogerlos de la universidad de turno.

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