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La gran historia sobre la Barcelona salvaje que mataron los Juegos Olímpicos
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

La gran historia sobre la Barcelona salvaje que mataron los Juegos Olímpicos

'La ciudad interrumpida' es un recorrido por la Barcelona surgida durante los años de la Transición y los primeros ochenta, cuando la modernidad ya es diferente

Foto: Inauguración de los Juegos de Barcelona 92. (EFE)
Inauguración de los Juegos de Barcelona 92. (EFE)

Mediados de los años setenta. En Barcelona, moría el sueño hippy. Las comunas rurales habían ido fracasando y quienes las formaron volvían a la ciudad. El modelo ya no era la California del sexo libre y la marihuana, sino la Nueva York decadente llena de suciedad y delincuencia. Sonaba poco folk y bastante psicodelia. De hecho, reírse de los hippies se había convertido en uno de los temas principales de la cultura barcelonesa más moderna. En una fotonovela publicada en 1976 en la revista 'Carajillo Vacilón', una pareja progre se pelea: él le dice a ella que es una fascista por llevar sujetador; ella le reprocha que mucho hablar de sexo libre pero que sólo le ha puesto los cuernos dos veces.

En 1984, Quim Monzó se mofa de dos prototípicas hippies pijas que intentan hacer la transición de catalanistas cristianas a modernas sin escrúpulos sexuales. En lugar de ir al bar del Pi, una cueva de progres, lo que se lleva ahora es ir al Metro, una discoteca new wave. Los chicos se afeitan la barba, se cortan el pelo y se lo tiñen con espray verde. Un antiguo seminarista es funcionario de la Generalitat. La cuestión ya no es salvar el mundo, sino hacer un trío con el batería de Derribos Arias.

En un cuento de 1983, Ramón de España cuenta cómo en pocos años un personaje ha pasado de leer a Marx a leer a Raymond Chandler, de la cerveza a los cócteles y de comer frankfurts a la mousse de cabracho. El objetivo en la vida, como dice el titular de la revista de moda del momento, “VO”, es “Ser famoso, ir a fiestas, comprar casas, ser nómada, de Europa a América, en avión en lugar de autobús”. Porque la revolución había fracasado, pero Barcelona era moderna y transgresora. El nuevo poder político que la gobernaba apenas sabía cómo influir en la cultura, aunque aprendería rápido.

Todo esto lo cuenta Julià Guillamon en un libro fantástico, 'La ciudad interrumpida' (Anagrama), un recorrido por la Barcelona surgida durante los años de la Transición y los primeros ochenta y que llega hasta después de las olimpiadas, cuando la modernidad ya es diferente, dominada por el turismo y una cultura mucho más institucionalizada. La versión catalana del libro salió en 2001.

Esta, en castellano, que ha sido ampliada para abarcar hasta nuestros días, sigue siendo un ejemplo de crítica cultural erudita, sentido del humor y perspicacia, aunque a mi modo de ver muestra una tesis incompleta de lo que sucedió en la ciudad de la época, como explico más abajo. Por sus páginas pasan novelas, cómics, cuentos, periódicos, películas y, ya avanzado el relato, aparecen los políticos y los arquitectos, los verdaderos artífices de la Barcelona moderna y quienes, en cierta medida, le quitaron a los escritores el protagonismo a la hora de imaginarla y definirla.

La de la modernización fue una guerra soterrada pero dura, que seguramente tuvo lugar en muchas ciudades del mundo –sin duda, en la Nueva York a la que viajaban los escritores catalanes para impregnarse de modernidad–. Los centros urbanos cochambrosos pero llenos de libertad se limpiaban y gentrificaban; aparecían nuevos barrios, como la Villa Olímpica, sin la gracia de la vieja ciudad palimpsesto; cerraban las tiendas tradicionales –en este libro conviven los bares sofisticados con las pollerías y las vaquerías– y abrían supermercados por todas partes.

La cuestión ya no es salvar el mundo, sino hacer un trío con el batería de Derribos Arias

Cuando el libro apareció por primera vez en 2001, el arquitecto Oriol Bohigas y el político Ferran Mascarell, que tuvieron un impacto tremendo en la configuración del urbanismo y la cultura de Barcelona durante los años del gobierno socialista dePasqual Maragall, consideraban que los escritores que no reconocían las ventajas de la nueva Barcelona eran unos melancólicos, que sus ficciones siempre hacían hincapié en los aspectos negativos de una ciudad moderna y evolucionada: en definitiva, los grandes burócratas ya habían descubierto que su tarea era reconvenir y tratar de controlarlo todo. Al inicio de este proceso, gente como Félix de Azúa y otros antiguos miembros de Bandera Roja y demás grupos revolucionarios decidieron que, ante “el fracaso de las ideas revolucionarias en literatura”, dice Guillamon, lo mejor era recuperar el humor dadaísta y la diversión vanguardista. A principios del siglo XX, la gran burocracia había conseguido poner orden.

Foto: Inauguración de los Juegos de Barcelona 92. (EFE) Opinión

Esa fue la Barcelona de la juventud de mi generación. Un lugar que ya sospechábamos que estaba demasiado diseñado por unas autoridades políticas muy intrusivas, pero que al mismo tiempo vivía con unas expectativas desaforadas. El nacionalismo era molesto pero aún tolerable, y el PSC parecía frenarlo en ciertos sentidos. La ciudad se había sumado, como el resto del país, al entusiasmo despertado por Europa y la inminencia del euro, la economía no paraba de crecer y, a pesar de todas las controversias sobre la destrucción de la vieja ciudad preolímpica, el éxito de los Juegos de 1992 había impregnado de cierto orgullo a las élites, que de alguna manera se transmitía al resto de la sociedad. Diría que entonces, para mi generación, no había nada que añorar: como la transición aún no era completa, todavía quedaba en pie una parte de la vieja Barcelona que se podía disfrutar sin incurrir en ningún riesgo. La sensación de libertad era extraordinaria, al menos para quienes vivíamos en el mainstream.

Todavía quedaba en pie una parte de la vieja Barcelona que se podía disfrutar sin incurrir en ningún riesgo

Guillamon no rehúye hablar del conflicto político entre el nacionalismo catalán y el constitucionalismo. Pero para él el conflicto principal es el de la modernización de la ciudad, y cómo el mundo de la cultura intentó resistirse a ella porque consideraba que le robaba a Barcelona su valor verdadero y espontáneo, al tiempo que unos burócratas progresistas imponían su criterio. Con todo, dejar en un papel secundario los múltiples enfrentamientos culturales entre el mundo nacionalista y el no nacionalista, la extraña relación –o no relación– entre los autores de lengua catalana y los de lengua castellana y las frecuentes ocasiones en que la clase social te colocaba en un lado u otro de esos conflictos, me parece que da un relato parcial y un poco más cómodo de lo que podría haber sido.

A pesar de ello, 'La ciudad interrumpida' es un libro admirable sobre la historia cultural de Barcelona, que permite entender una parte muy importante, aunque no total, de la cultura de la ciudad durante los últimos cuarenta años.

Mediados de los años setenta. En Barcelona, moría el sueño hippy. Las comunas rurales habían ido fracasando y quienes las formaron volvían a la ciudad. El modelo ya no era la California del sexo libre y la marihuana, sino la Nueva York decadente llena de suciedad y delincuencia. Sonaba poco folk y bastante psicodelia. De hecho, reírse de los hippies se había convertido en uno de los temas principales de la cultura barcelonesa más moderna. En una fotonovela publicada en 1976 en la revista 'Carajillo Vacilón', una pareja progre se pelea: él le dice a ella que es una fascista por llevar sujetador; ella le reprocha que mucho hablar de sexo libre pero que sólo le ha puesto los cuernos dos veces.

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