El erizo y el zorro
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¿Acabaremos llevando siempre una mascarilla encima?
Las reglas aprobadas, matizadas, eliminadas, reimpuestas e incumplidas de los últimos dos años nos han dejado perplejos al ser conscientes de su enorme arbitrariedad
Los humanos estamos acostumbrados a comportarnos según unas reglas. De hecho, seguramente, sin ellas no podríamos vivir. Pero, en general, las reglas cambian poco, y solo lo hacen después de largas discusiones públicas. Los cambios, además, casi nunca son radicales. Los dos últimos años han sido extraños por muchos motivos, pero cada vez estoy más convencido de que uno de los principales es que las normas han cambiado mucho, de manera contradictoria y sin apenas aviso previo. Y, así como necesitamos reglas, tiendo a pensar que las nuevas las llevamos mal.
Porque hay muchas normas antiguas con las que convivimos sin pensar. Algunas son arbitrarias —¿por qué una velocidad máxima en las autopistas de 120 kilómetros por hora y no de 110 o 130?—, pero las damos por sentadas, casi como si se trataran de un fenómeno natural. Otras fueron radicales en su momento, pero eran previsibles, como la prohibición de fumar en los establecimientos públicos. Algunas ni siquiera están escritas, pero la tradición hace que las sigamos, como la costumbre de ceder el paso en una puerta o de dar la mano o besarse al encontrarnos (que dependiendo del lugar se dé un beso, dos o tres, es señal de que también las tradiciones están basadas en el azar). Durante mucho tiempo, asumimos con naturalidad que debíamos llevar corbata en los entornos formales; ahora hemos asumido con la misma normalidad que no hace falta.
La imposición de reglas no parecía destinada a reducir riesgos, sino a simular que las autoridades sabían lo que hacían
Pero las reglas aprobadas, matizadas, eliminadas, reimpuestas e incumplidas de los últimos dos años nos han dejado perplejos porque, al ver cómo se creaban, hemos sido conscientes de la enorme arbitrariedad que conllevan. Pasamos la fase de las normas relacionadas con el distanciamiento social y la limpieza de las manos, luego la de la limitación de los desplazamientos; en algún momento, las normas se destinaron de manera obsesiva a regular los espacios —absurdamente, sabríamos después, tanto los abiertos como los cerrados—. La imposición de reglas no parecía destinada a reducir riesgos y aumentar la eficiencia de la actividad permitida, sino a simular que las autoridades sabían lo que estaban haciendo: si sacamos muchas normas, se entenderá que está todo controlado, parecían creer. Así que regularon hasta lo más mínimo. Como dijo Isidoro Tapia en una columna publicada en este periódico al principio de la pandemia, la fórmula adoptada por el Gobierno español fue “Orwell para los paseos, Nostradamus para los test”. “Prolija hasta el absurdo en los detalles nimios. Y, en cambio, en lo verdaderamente importante, un vacío absoluto”.
El placer de poner normas
El Gobierno estaba razonablemente alarmado, y de ahí la promulgación de normas nuevas, pero es posible que hubiera algo más. Si uno ansía el poder tanto como debe hacerlo cualquiera que llegue al Gobierno, tiene que ser en parte por el placer que le provoca establecer normas propias. Pero no se trata solo del poder gubernamental. Como explica Eloy Fernández Porta en su libro 'Las aventuras de Genitalia y Normativa', “¿y si el acto verdaderamente gozoso no fuese transgredir una norma sino erigirla?”. Nos gusta decirnos a nosotros mismos —quienes no nos dedicamos a poner reglas— que lo realmente creativo es ignorar las normas, o tomárselas en serio para transgredirlas y así demostrar su obsolescencia. Sin embargo, dice Porta, “¿y si resultara que tú, que dices preferir las excepciones, solo hablas de ellas porque te permiten imaginar las reglas?”. ¿Y si somos una especie que no solo reconoce que necesita reglas para vivir, sino que alcanza el placer supremo cuando tiene el poder necesario para imponerlas?
El goce máximo es imponer las reglas y al mismo tiempo saltárselas, como demostró la generación actual de dirigentes conservadores británicos
Puede que exista un placer aún mayor, que vemos con frecuencia y con algo de espanto: el goce máximo de imponer las reglas y al mismo tiempo saltárselas. Hace unos días, en una columna del 'Financial Times', el periodista Simon Kuper mostraba cómo la generación actual de dirigentes conservadores británicos encarna a la perfección esta actitud. El Gobierno británico impuso normas de confinamiento que impedían celebrar fiestas, pero sus miembros las organizaban y asistían a ellas; su asesor Dominic Cummings hizo un viaje familiar cuando estaba prohibido; en un caso que parece una parodia, cuando las restricciones sobre la distancia social eran máximas, el ministro de Sanidad fue fotografiado besando a una de sus asesoras, con la que no convivía (estaba casado con otra mujer). Quizá más por descuido que por arrogancia, en España la ministra de Sanidad anunció que se volvía a instituir la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores sin llevarla puesta en un interior. Tal vez todos hayamos pensado en algún momento que las reglas no iban con nosotros y que alguna circunstancia especial y única nos permitía saltárnoslas. No sé si es cierto, pero tengo la sensación de que esa noción ha sido más común entre la gente que está acostumbrada a mandar o que pertenece a alguna élite.
Quizás acabemos llevando siempre una mascarilla encima, o sigamos poniendo señales que nos indiquen la distancia de separación
Con el tiempo, los humanos nos acostumbramos a reglas que en otro momento habríamos considerado insoportables (es probable que la indumentaria femenina fuera, durante siglos, el ejemplo más crudo). No sé si será el caso de las normas establecidas durante la pandemia, aunque por supuesto ya hay quien expresa —algunos políticos y aspirantes a convertirse en los nuevos árbitros morales de la sociedad— el enorme placer que le provocaría hacerlas permanentes. Quizás acabemos llevando siempre una mascarilla encima, o sigamos poniendo señales en el suelo que nos indiquen la distancia de separación que debemos mantener en los establecimientos públicos.
Porque con las normas sucede algo parecido a lo que decía el chiste soviético sobre el trabajo: “Vosotros simulad que sabéis para qué sirven las normas que imponéis y nosotros simularemos cumplirlas”. Forma parte de la compleja relación que tenemos con las reglas, y con el placer que a veces da cumplirlas y a veces incumplirlas. Pero ese es un placer incomparable, por supuesto, con el de imponerlas.
Los humanos estamos acostumbrados a comportarnos según unas reglas. De hecho, seguramente, sin ellas no podríamos vivir. Pero, en general, las reglas cambian poco, y solo lo hacen después de largas discusiones públicas. Los cambios, además, casi nunca son radicales. Los dos últimos años han sido extraños por muchos motivos, pero cada vez estoy más convencido de que uno de los principales es que las normas han cambiado mucho, de manera contradictoria y sin apenas aviso previo. Y, así como necesitamos reglas, tiendo a pensar que las nuevas las llevamos mal.
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