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Del fuego de Savonarola al arte degenerado de los nazis
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Jaime M. de los Santos

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Del fuego de Savonarola al arte degenerado de los nazis

Los autócratas, los déspotas, los tiranos, los paladines de la moral asfixiante siempre se verán tentados de mutilar el arte de su generación

Foto: 'La calumnia', de Sandro Botticelli. 1494. Galería de los Uffizi, Florencia.
'La calumnia', de Sandro Botticelli. 1494. Galería de los Uffizi, Florencia.

Antes de que la humanidad se desvele, de que el hombre (y la mujer) hallen en la escritura la fórmula más elocuente de transformarse en eternidad, mucho antes, la expresión artística, la búsqueda de belleza, era, en sí, pura verdad. Las rugosas paredes de las cuevas transformadas en toda una suerte de ingenuos relieves donde aplicar pigmentos, soporte privilegiado de una incipiente y mistérica genealogía creativa; la línea, que busca ser sombra, ondulándose hasta generar figuras que pasan por ciertas; el color, plano y poderoso, torpe reflejo de un mundo que esos mismos hombres (y mujeres) necesitan perpetuar. La cultura como respuesta, como sostén de un tiempo que se acaba de alumbrar.

“La poesía” y, por ende, toda manifestación cultural, “es tan fundamental como lo es respirar”, advierte Ionesco. ¿Por qué, si no, hacer mangos de hacha con forma de bestia? ¿Por qué grabar rostros sobre el frío hueso? Porque “respirar es vivir”, continúa el padre del absurdo, y vivir, no me cabe duda, crear. Es tan propio al ser humano, tan unívoco, que lo define; tan intrínseco a la vida, que habrá quienes, incluso, la entreguen en plena pasión creativa.

Es una religión. Con sus mártires y martirios. Con sus verdades infinitas y sus dosis de abstracción. Con sus santos, santas y próceres. Con sus plegarias. Requiere de entrega, constricción, ascetismo y ceremonia. La inmediatez del auto de fe que todo credo reclama se multiplica, en su caso, al salir del teatro, de la sala, al dejar sobre la mesa el libro de poemas, de cartas; encuentra su eco en la soledad de tu casa, en el fondo de tu alma. Cuando te asomas al espejo y recuerdas una nota, un acorde, una pincelada, revive. Como el amor, palabra de Sabina, “cuando no muere, mata”.

La luz de Florencia

Narciso murió por los ojos, a fuerza de belleza, al enfrentarse a su imagen, a la que, de sí mismo, le ofrecía el agua clara y que, sin embargo, él aún no conocía. Un cuerpo que existe en el momento que se detiene a mirarlo, cuando es percibido, cuando es pensado. Es Alberti quien asegura que, por eso, fue el primer pintor, el primero en “abrazar con arte la superficie de una fuente”. Es 1450 y el renacer de la antigüedad ha transformado la pequeña Florencia en destello del mundo sensible. Una luz que lo inunda todo y un nuevo ojo que mide, que ordena, que regula.

Será ese mismo ojo el que, con el tiempo, muy poco, se vea sometido a la más estricta represión. En 1482, Girolamo Savonarola recala en el convento florentino de San Marcos, el de los límpidos frescos de Fra Angélico. El hereje, el confuso, el loco, el reformador, como se le conocerá, desde la autoridad que le insufla el púlpito, arengará contra la música, contra el teatro, contra el exceso de la carne. Su verbo fluido, su firmeza, le reportan inmediato influjo. Cada vez son más los que lo siguen, los que secundan su puritano mirar, los que se entregan al pertinaz duelo iconoclasta. Botticelli, que ha retratado a Venus en toda su desnudez, padece la furia censora y transmuta su arte. Del evocador erotismo de la hija de Urano, encarnación de la belleza ideal, a la crudeza formal de 'La Calumnia'. Del sensual simulacro, a la más moralizante maniera. Entre medias, los sermones castrantes del monje, su intimidatorio proceder.

placeholder Ejecución de Savonarola en la Piazza della Signoria.
Ejecución de Savonarola en la Piazza della Signoria.

Años de visiones apocalípticas, de ortodoxia y oscuridad, convergieron en una gran pira frente al Palazzo della Signoria, una ignominiosa hoguera de las vanidades. El celebrado fuego consumió textos latinos, obras de Petrarca y Bocaccio, algunas de las mitologías del propio Botticelli; vestidos, espejos, afeites y todo lo que contraviniera a la recién instaurada dictadura teocrática, al ímpetu reformador. Hasta el propio Miguel Ángel sentirá el fragor predicante, y su Cruz del Santo Sprito, casi núbil, “parece celebrar la trágica denuncia que Savonarola hace de la vanidad humana”.

No fue el primero, el dominico, en destruir todo aquello que consideraba fatuo y pecaminoso (“cuando prevalece la barbarie”, dice Nuccio Ordine, “el fanatismo se ensaña (…) con las obras de arte”); serán muchos los que traten de sepultar una época haciendo desaparecer su expresión artística, como si, devorando el fruto espiritual de una comunidad, condenaran al olvido su existir. Desde los que rascaron con saña los rasgos de la reina-faraón Hatshepsut de las lajas calizas de Deir el-Bahari, a quienes, por orden especial del Führer, quemarán las casas de Tolstoi y Tchaikovski.

placeholder Exposición de arte degenerado en 1937.
Exposición de arte degenerado en 1937.

Los nazis se relacionaron con el arte de forma dispar; mientras saqueaban occidente para reunir bajo el Reich la mayor colección de piezas artísticas, mientras elaboraban su propio arte ideal, con Leni Riefenstahl como nuevo Apeles, condenaron la vanguardia, toda creación contemporánea que se alejara de la tradición pictórica germana. El 19 de julio de 1937, en Múnich, en medio de sarcásticas soflamas, de injuriosas afirmaciones, se inauguraba la exposición 'Arte degenerado'. Allí podían verse, mal colgados, trabajos de Mondrian, Kandinski y Klee; de Otto Dix, Marc Chagall o Emile Nolde. Pretendían que pasara por arte residual, obra de locos, e intercalaron lienzos como 'Las tres bañistas' de Kirchner o 'La partida' de Beckmann, con fotografías de enfermos mentales, con, en palabras del curador de la muestra, productos “del descaro, la incompetencia y la degeneración” más absolutas.

placeholder 'Tres bañistas'. Ernst Ludwig Kirchner, 1913.
'Tres bañistas'. Ernst Ludwig Kirchner, 1913.

Pero será el 20 de marzo de 1939, en Berlín, cuando las “purificadoras” llamas vuelvan a reducir a cenizas toda la experiencia cultural de un tiempo. Aquello que no consiguieron vender, lo que se escapó de la avaricia cómplice de coleccionistas y marchantes, acabó convertido en leña, en combustible para el definitivo exorcismo. Igual que los soldados del emperador durante el 'sacco' de Roma, igual que los enfervorecidos criminales de la yihad mutilando la bella Palmira, los esbirros de Goebbels condenaron el trabajo de genios como Freud o Kokoschka, que se vieron obligados a esconderse, a exiliarse, incluso, como en el caso de Stefan Zweig, a terminar quitándose la vida.

Los autócratas, los déspotas, los tiranos, los paladines de la moral asfixiante, siempre se verán tentados de mutilar el arte de su generación, ese sobre el que se han construido muchas de las libertades que ellos pretenden aniquilar. Intentarán deshacerse de todo mirar libre, de toda disidencia espiritual para, en su fragor incendiario, robarle al pueblo el corazón. Pero la cultura siempre estará ahí; porque nos es propia, porque, como dijo Lorca, es luz, “una luz perenne contra la oscuridad”. Y también contra el encierro.

Antes de que la humanidad se desvele, de que el hombre (y la mujer) hallen en la escritura la fórmula más elocuente de transformarse en eternidad, mucho antes, la expresión artística, la búsqueda de belleza, era, en sí, pura verdad. Las rugosas paredes de las cuevas transformadas en toda una suerte de ingenuos relieves donde aplicar pigmentos, soporte privilegiado de una incipiente y mistérica genealogía creativa; la línea, que busca ser sombra, ondulándose hasta generar figuras que pasan por ciertas; el color, plano y poderoso, torpe reflejo de un mundo que esos mismos hombres (y mujeres) necesitan perpetuar. La cultura como respuesta, como sostén de un tiempo que se acaba de alumbrar.

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