Es noticia
Madrid no duerme porque nunca se acaba
  1. Cultura
  2. Íncipit
Jaime M. de los Santos

Íncipit

Por

Madrid no duerme porque nunca se acaba

Cuando Madrid sufre, lloran sus calles; pero esta ciudad brava, eterna, no se agota

Foto: 'La Pradera de San Isidro', Francisco de Goya.
'La Pradera de San Isidro', Francisco de Goya.

Soy de Madrid y la ciudad de mi infancia nada tiene que ver con mi necesidad de hoy, con el Madrid que, preso, he dejado de ver y al que, como santo Tomás, necesito meterle los dedos. No es incredulidad, no, es nostalgia; inmensa y cruda nostalgia. Aquel primer Madrid, el del niño, mezcla recuerdos de manos apretadas, las de mi madre y mis cuatro hermanas, con olor a frío y sabor a castaña; interminables fachadas, casi siempre cuajadas de tiestos, con calles llenas, inusitadamente amplias. Esa ciudad, tan solo sentida, se fue transformando, con el tiempo, en escenografía de mis días, en una suerte de telón de fondo que, a fuerza de caminarla, se convirtió en eco, en un pertinaz y quedo 'basso continuo'.

Hay ciudades ideales y ciudades sensatas. Las hay monumentales, abiertas, cerradas. Hay ciudades viejas, bellas, intactas. Ciudades muertas. Hay ciudades amantes y amadas. Ciudades verdes, negras, rojas, blancas; que truenan, que hablan. Y, luego, está la propia, la de siempre, la innata. Quizás sea esta la menos clasificable, la más abstracta. Pensar en tu ciudad es casi un ejercicio dadaísta, un trabajo de introspección que requiere de cierta distancia. Eso hará Petrarca cuando, en 1336, suba al Mont Ventoux, enfrentarse a ella con un nuevo ojo, desde arriba, abarcando el infinito, asumiendo el mirar de Dios; un mirar que es moderno, y que, está convencido, “para alcanzarlo, tienes que desear”.

Por eso, aquí, quiero proclamar mi amor por Madrid, con la distancia impuesta pero el deseo intacto

El deseo, que, según Freud, no era otra cosa sino amor por uno mismo, “narcisismo primordial”, puede ser trágico, doliente. La distancia del objeto deseado, que no tiene porqué ser oscuro, dibuja la experiencia, el particular modo de asimilar el trance. Es por eso por lo que, al abrigo obligado de nuestros techos, el deseo no solo crece, te invade. Amamos la idea de amar mucho más que aquello que decimos amar o, al menos, empleamos mucho más tiempo en pensar que amamos que en el hecho cierto de amar. Por eso, aquí, quiero proclamar mi amor por Madrid, con la distancia impuesta pero el deseo intacto.

placeholder 'Vista de la calle de Alcalá', Antonio Joli (1750-54).
'Vista de la calle de Alcalá', Antonio Joli (1750-54).

Madrid está construido sobre la línea del horizonte; una línea sutil, que se quiebra levemente mientras se adapta al vaivén del tiempo, que, en verano, se vuelve rosa, brillante. Un hito en mitad de la nada que, precisamente por no ser nada, podía volverse todo, Babel, Amauroto, la Jerusalén celestial; que, sin embargo, sigue soñando con ser Macondo. Una ciudad de aguas, pero casi sin río; de inviernos yermos, roncos y largos. De capillas, de tabernas. Es 1561 y, parapetado tras el negro de su sayo, Felipe II, el prudente, necesita de un escenario para su majestad, de una capital para su imperio. Huye de otros pasados, de otras presencias. Quiere inaugurar su mundo. Ahí está Madrid.

Es, justo entonces, que empieza la farsa, el teatro capitalino, la historia hiperbólica de palacios y plazuelas, de favores, de repicar de campanas. La que retrata Joli, una historia apasionada, imperfecta; que se irá conjugando hasta alcanzar su hoy, una plenitud apenas ensayada que tanto debe al ayer. Eso es Madrid, una suma de tiempos, de verdades a medias, la más perfecta de las ciudades inacabadas. Su perpetuo transitar la vuelve breve y, sin embargo, es difícil de olvidar. “Capital del mundo”, la proclamó Ernest Hemingway. Pura heterodoxia.

La luz de Madrid te puede dejar ciego. Es límpida, poderosa. Se cuela por entre los plátanos de sombra, a través de las casas. Es democrática; a todos toca, a todos seca, a todos ilumina. Una luz que, cuando el sol se apaga, dice Luis Bello, se vuelve “cárdena, trágica, violenta”. Luz constante, plena. La que pinta Velázquez en sus retratos ecuestres, densa; a la que se rinde Goya cuando, “tan madrileña”, disecciona el perfil de la ciudad que se erige sobre el promontorio, mientras, solemne, choca con los parasoles de las manolas de “la pradera”. Hay en esa pintura una especie de felicidad ordenada, de procesión laica donde todos ríen, bailan, celebran. Puro placer. Eso es Madrid. Esa es, también, su luz.

placeholder 'Gran Vía', Antonio López (1974-81)
'Gran Vía', Antonio López (1974-81)

Madrid no duerme porque nunca se acaba. Sus gentes, “naturales y extranjeros / hijos de igual cariño” (esto lo escribió Calderón), la rondan sin descanso. El dédalo de caminos que la hilvanan se vuelve menos claro cuanto más cerca estás de su núcleo. Calles más angostas, menos claras; adoquines viejos, toldos que sirven de palio, mostradores de cinc, vermut. Y todo eso, que podría pasar por vetusto, en Madrid es poesía, el contraste necesario para su modernidad. Porque Madrid es moderna, vibrante, libre; efecto de caprichos, de sueños, de gustos superpuestos. Con torres, más de cuatro, que ansían tocar el cielo, que se yerguen ufanas mientras sombrean esa horizontalidad tan de pueblo; con espacio para cualquier credo, para toda esperanza.

Cuando no hay nadie, las líneas blancas pintadas sobre el asfalto, metáfora del vivir ordenado, parecen muescas, pedazos de nada

Cuando Madrid sufre, lloran sus calles. Ahora, que están solas, como en los lienzos de Antonio López, golpeadas, el silencio las envuelve. Cuando no hay nadie, los trabajos en piedra, las gráciles y elegantes portadas, las iglesias, solo son carcasas, retazos de un mundo estéril. Cuando no hay nadie, las líneas blancas pintadas sobre el asfalto, metáfora del vivir ordenado, parecen muescas, pedazos de nada. Cuando no hay nadie, todo es gris. Pero esta ciudad brava, eterna, no se agota. La generación de hoy, suma de los que vivieron la guerra, especialmente dura en Madrid, y los que nacimos del optimismo democrático, tenemos la obligación de seguir construyéndola, la oportunidad de contribuir a su grandeza.

En Madrid crepitan todas las ciudades de la tierra. Las ideales y las sensatas. Las monumentales, las abiertas, las cerradas. Las verdes, las negras, las rojas, las blancas. Todas sus vidas parecen haber sido colocadas en un proscenio, dispuestas a ser devoradas por cuantos se acercan a ella. Puro teatro. En Madrid cabe de todo; barberos, Movida, zarzuela, cemento, barroco, gatos, vientos, “poetas y colgados”, beatas. Las bombillas de verbena siguen brillando, los viejos nuevos neones, también. La verdad de las cosas sencillas. La única verdad.

Soy de Madrid y la ciudad de mi infancia nada tiene que ver con mi necesidad de hoy, con el Madrid que, preso, he dejado de ver y al que, como santo Tomás, necesito meterle los dedos. No es incredulidad, no, es nostalgia; inmensa y cruda nostalgia. Aquel primer Madrid, el del niño, mezcla recuerdos de manos apretadas, las de mi madre y mis cuatro hermanas, con olor a frío y sabor a castaña; interminables fachadas, casi siempre cuajadas de tiestos, con calles llenas, inusitadamente amplias. Esa ciudad, tan solo sentida, se fue transformando, con el tiempo, en escenografía de mis días, en una suerte de telón de fondo que, a fuerza de caminarla, se convirtió en eco, en un pertinaz y quedo 'basso continuo'.

Madrid