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El Estado soy yo
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Jaime M. de los Santos

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El Estado soy yo

El 14 de mayo de 1643, en Saint-Germain-en-Laye, Luis XIV se convertía en rey de Francia

Foto: 'Grande Galerie' (de los espejos), 1684. Palacio de Versalles.
'Grande Galerie' (de los espejos), 1684. Palacio de Versalles.

El Estado, dicen, no es otra cosa que un fenómeno político que surgió en Europa tras el hundimiento del feudalismo y que, sustentado en ideas como la de territorialidad, soberanía o institucionalización, transformó al individuo en ciudadano. Para Vladimir Ilyich Lenin, “una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra”; para Maquiavelo, un cambio de paradigma, precisamente conquistado “mediante el favor del pueblo”. El 14 de mayo de 1643, en Saint-Germain-en-Laye, Luis XIV se convertía en rey de Francia. Su padre, el justo, se aseguraba la sucesión en aquel Delfín que cambiaría, para siempre, la historia de su país y del mundo. “Le Roi es mort, vive le Roi” era el prólogo para ese tiempo nuevo, el íncipit de un reinado cuyo elocuente epigrama sería “el Estado soy yo”.

Constatación de su yo público, de esa virtud que manaba del cielo, la idea de conjugar Estado con gobierno personal, representaba un ejercicio de narcisismo pragmático que acabaría depauperando las estructuras administrativas a la vez que las hacía más y más prolijas. El poder, medio y fin de la acción política, era detentado, ahora, por un solo hombre, en cuya construcción se hacían necesarias todas las artes, todos los resortes de un sistema que, por estar a punto de la quiebra, encontraría en ese demiurgo la oportunidad de salvarse. Y es justo ahí donde reside el éxito de aquella fábrica, en la fuerza centrípeta de un rey que, al tiempo que consolidaba su 'maiestas', fortalecía la de toda una nación; que, ajeno a las leyes fundamentales del reino, de las que el Parlamento era custodio, brillaría como el más excelso 'danseur' en mitad de un escenario erigido para su gloria.

placeholder 'Luis XIV', Hyacinthe Rigaud, 1701. Museo del Prado.
'Luis XIV', Hyacinthe Rigaud, 1701. Museo del Prado.

“Danzar es sentir, sentir es sufrir, sufrir es amar. Usted ama, sufre y siente. Usted danza”. Así expresaba Isadora Duncan lo que el arte del movimiento provocaba en su frágil anatomía, lo que era capaz de suscitar en todo aquel que tuviera la necesidad de ser, el deseo de vivir. Luis XIV bailó metamorfoseado en Apolo, en Ciro, en Roger; suplantando al sol. Brilló como fuerza cardinal en ese teatro de los prodigios que fue Versalles. Y, amó, sintió y sufrió. Amó denodadamente el lujo, la belleza, el poder. Sintió miedo. Sintió dolor. Y sufrió, según sus detractores, “el insaciable apetito de su ambición”.

Pero no solo ambicionaba convertirse en “amo de Europa”, buscaba trascender, reinar más allá de la muerte. “Me voy, pero, después de mí, permanecerá el Estado”. Y, el Estado, era él. Consciente del valor taumatúrgico de la imagen, de su imagen, se hizo componer una; grandiosa, elocuente, plagada de signos que enfatizaban su posición. La de sol invicto, la de un novísimo Carlo Magno asistido por Marte. Su retrato, como el de un santo, era llevado en procesión, y, nunca, desde la caída del Imperio Romano, se levantaron tantos arcos de triunfo, tantas figuras ecuestres, se compusieron tantas 'laudatios'. Todo, dentro de un minucioso programa diseñado al efecto de hacer de su reinado “espejo de fama”.

placeholder 'Tratado de los Pirineos', Jacques Lamousnier, 1660. Musée de Tessé.
'Tratado de los Pirineos', Jacques Lamousnier, 1660. Musée de Tessé.

La 'grande galerie' será el epílogo de aquel relato, de aquella “ininterrumpida serie de maravillas” que, según Racine, fue el mandato de “Ludovico Magno”. Para volverlo inalcanzable, infinito, se cubrieron las paredes con inmensos espejos donde el rey, como un moderno Narciso, se multiplicaba confundido entre sus gestas, asistido por todo un enjambre de Gracias, Musas y deidades clásicas que descendían para legitimarlo. Pintadas por Le Brun, aún retuercen sus densas anatomías en unas escenas que presentan al monarca como salvador de Francia, como solícito servidor de la fe, como el único y magnánimo garante de la ansiada paz. Dispuestas entre fértiles guirnaldas, sostenidas por ciclópeas figuras, venían a culminar la ceremonia de exaltación de quien quería creerse representante de Dios en la tierra; de quien necesitaba que su público le percibiera como tal. “Un gobernante sagrado en un mundo cada vez más secular”.

De ahí la necesidad de una escenografía que confirmara su filiación divina, la urgencia por preservar aquel rito de unción que, en Reims, durante su coronación, lo señaló como elegido. Ya no valía con ser eterno, había que parecerlo. Y, en esa fulgurante arca de la alianza que fue Versalles, hicieron converger lo sacro con lo profano, lo real y lo ilusorio; la música de los violines de Jean-Baptiste Lully con el rumor de agua de las fuentes. Óperas, ballets, oraciones e interminables timbas. “Distracciones para dormir al pueblo”, que escribió La Bruyère. También la moda contribuyó a ese fatuo estado espectáculo. Trasunto de la superlativa esencia de aquel nuevo estar, pero, sobre todo, del tan ansiado parecer, sumergió a cada uno de los allí presentes en un ostentoso credo que, a la vez que los cosificaba, los convertía en imitables, en “espejos de vanidad”.

placeholder 'Enseigne de Gersaint', Antoine Watteau, 1721. Schloss Charlottenburg.
'Enseigne de Gersaint', Antoine Watteau, 1721. Schloss Charlottenburg.

Felipe IV nunca quiso ser el sol. Parapetado en el negro, pretendía superponerse a él; un color “decente y religioso” que tiñe los jubones y las calzas de quienes, en el margen hispano de la Isla de los Faisanes, asisten a la entrega, al rey sol, de la que será su esposa, María Teresa de Austria, hija del rey planeta. Otra española, otra descendiente del más antiguo y austero de los linajes reinantes, consorte de Francia. Del otro lado, todo el recién creado aparato de una corte incipiente, “vanguardia de la elegancia”, y de un, todavía, joven tirano, ansioso por alcanzar esa fama trascendente.

“Es a mí a quien deben mis cortesanos su existencia”. Cuando Luis XV se dirige, en esos términos, a los miembros del Parlamento francés, aún resuena en el imaginario colectivo la denodada e hiperbólica personificación de prerrogativas que, en la figura de su bisabuelo, se concatenaron a lo largo de su 'siècle'. Quedaban parte de sus triunfos, de toda la belleza conquistada a lo largo de más de siete décadas de reinado, pero prácticamente nada de aquel furor absolutista, ni, mucho menos, de la muda aquiescencia que lo sostuvo en el tiempo. Como en el lienzo de Watteau, a Luis XIV lo habían sepultado en el fondo de una caja y, junto a él, todo el cesarismo que, hoy, algunos, amparados en la urgencia colectiva, quisieran reeditar. Pero, como también escribió Maquiavelo “como estas ofensas podrán repetirse (…), acudieron a hacerse leyes (…), naciendo el conocimiento de la justicia (…) para que, en la elección de jefe, no se escogiera al más fuerte, sino al más sensato y justo”.

El Estado, dicen, no es otra cosa que un fenómeno político que surgió en Europa tras el hundimiento del feudalismo y que, sustentado en ideas como la de territorialidad, soberanía o institucionalización, transformó al individuo en ciudadano. Para Vladimir Ilyich Lenin, “una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra”; para Maquiavelo, un cambio de paradigma, precisamente conquistado “mediante el favor del pueblo”. El 14 de mayo de 1643, en Saint-Germain-en-Laye, Luis XIV se convertía en rey de Francia. Su padre, el justo, se aseguraba la sucesión en aquel Delfín que cambiaría, para siempre, la historia de su país y del mundo. “Le Roi es mort, vive le Roi” era el prólogo para ese tiempo nuevo, el íncipit de un reinado cuyo elocuente epigrama sería “el Estado soy yo”.