Es noticia
El mejor verano de nuestra vida
  1. Cultura
  2. Íncipit
Jaime M. de los Santos

Íncipit

Por

El mejor verano de nuestra vida

En mis veranos sin pueblo, sin patio, no hubo nunca desayunos interminables con la espalda pegada a un banco salpicado de restos de cal. Lo que sí hubo, puntuales, fueron paseos en barca

Foto: 'Los bañistas', Jean Frédéric Bazille, 1869. Harvard Art Museum.
'Los bañistas', Jean Frédéric Bazille, 1869. Harvard Art Museum.

Cuando era pequeño, mientras veía cómo el frío acababa sepultando todo bajo un horizonte pesado y negro, solo deseaba una cosa, una sola, que llegara el verano. Pasaban los días, dejaban de congelarse, cada madrugada, los cristales del coche de mi padre y, entonces, con el calor a tientas, nada parecía tan importante como tener un pueblo. Uno cualquiera. Uno de esos con sillas de enea apostadas tras el arco de las puertas esperando la noche; en el que pudieran depositarnos a mis hermanas y a mí, como un fardo, al cuidado de una tía abuela de pelo corto que, seguro, haría los mejores buñuelos del mundo en una cocina abierta a un patio. Un patio cuadrado, grande y un poco destartalado, con un membrillero casi tan perfecto como los de Antonio López y un pozo; rodeado de paredes bien encaladas, relucientes, cruzado por varias fajas de caña que dibujarían surcos de sol. Con olor a siesta y anís. Yo nunca sabría dónde sentarme a desayunar y pasearía la vista como solo se hace en los pueblos, satisfecha y medio cansada, entre el improvisado palio y aquel árbol del paraíso. Sentir la luz rayada sobre mis piernas, sobre los dedos de mis pies, dejando líneas quebradas en el mantel de hule, sería más que suficiente para acabar arrumbado bajo ese tenderete, al amparo de un cielo atrapado.

placeholder 'Membrillero', Antonio López, 1992. Fundación Focus-Abengoa.
'Membrillero', Antonio López, 1992. Fundación Focus-Abengoa.

Pero ese pueblo nunca existió como tampoco una hermana de mi abuela que friera rosquillas en una sartén infinita. Lo que quedaba en julio, con las notas amarradas y ningún suspenso, con todo el calor a cuestas, eran días eternos que enfilábamos entre piscinas atestadas y el cemento de un Madrid crepitante siempre dispuesto a derretirse. Había tardes que transcurrían en el salón de mi casa, con las persianas casi bajadas y lecturas frugales, con el pertinaz zumbido, de fondo, de varios ventiladores prorrateados entre mis cuatro hermanas. Faltaba mucho para que yo conociera el Molledo de Delibes, más aún para descubrir Combray de la mano de Swann, y seguía soñando con una de esas arcadias rurales que parecían engullir a cuantos me habían rodeado el resto del año. Súbitamente, mi edificio se llenaba de silencios, de padres que, sin hijos, dejaban de ser padres; de rellanos secos, huecos. Una realidad tan irreal que lo ponía todo en suspenso. En mi caso, la canícula era anestésica. Por eso regresaba al árbol de membrillo, una y otra vez; a las contraventanas que, azules, deberían golpear los antepechos.

placeholder 'La Grenouillère', Claude Monet, 1869. Metropolitan Museum of Art.
'La Grenouillère', Claude Monet, 1869. Metropolitan Museum of Art.

Las de la casa de Aleksy, un cobertizo quejoso en vías de desarrollo, eran verdes, como los ojos de su madre. Una madre “deslumbrantemente blanca” y fea, rodeada de amapolas, de girasoles y granos de maíz, de botes de pintura también verde. Una mujer asediada por la pena, por el dolor y la enfermedad. Sin futuro. Con un hijo todavía más imperfecto, más herrumbroso. En medio de un pueblo francés, de un relato profundo, ancho; de una historia que duele. Una elegía suburbial en la que Tatiana Țîbuleac disecciona sus vidas, las exhibe en toda su vulgaridad y belleza, con todos sus recodos. De todos los pueblos posibles, puede que este sea, hoy, mi favorito; con su mercado enrollado sobre sí mismo y sus puestos de vísceras protegidos por un lienzo, con sus pequeñas casas alineadas y sus caracoles adictos al agua con azúcar. Con su inmenso drama trasplantado. En verano.

En mis veranos sin pueblo, sin patio, no hubo nunca desayunos interminables con la espalda pegada a un banco salpicado de restos de cal. Tampoco jarras de peltre preñadas de leche ni montones de ciruelas relucientes. Lo que sí hubo, puntuales, fueron paseos en barca en la casa de campo, camisetas sin mangas y litros de granizado de limón. En mi geografía anhelada, pasadas las últimas casas, igual de blancas y brillantes, emergía un bosque ligero, parecido al que despunta cuando, por el norte, se acaba Madrid. Como el que guarece a los hercúleos bañistas de Frédéric Bazille. La primera vez que vi ese cuadro me sentí tan profundamente atraído que, lo que conservo de aquellas pueriles ensoñaciones, supongo, está devorado por sus pinceladas breves y sueltas, por el color vibrante y la languidez de sus poderosas anatomías. Hay algo sensual y a la vez flemático en ese instante solaz, casi apolíneo. Una escena clásica rebosante de modernidad, cubierta de indolentes diadúmenos sacados de un bulevar de París, del nuevo París del barón Haussmann. Despojados de sus ropas. Bajo un cielo azul de cadmio.

placeholder 'La Grenouillère', Pierre-Auguste Renoir, 1869. Museo Nacional de Estocolmo.
'La Grenouillère', Pierre-Auguste Renoir, 1869. Museo Nacional de Estocolmo.

Así, “al aire libre (…), a pleno sol”, nace el impresionismo. En verano. Lejos del macadán. En una isla diminuta varada en el Sena. Es 1869. Un madero enmohecido salva la distancia entre la tierra y esa roca minúscula atravesada por un árbol; uno alto y grande, que sirve de tamiz para la densa luz que cae a plomo. La Grenouillère es un hito, un motivo para escapar. Otra pequeña arcadia. Hasta allí se desplazan Monet y Renoir, también Bazille. Tratando de amarrar el futuro retratan esa porción de tierra, de mundo, a base de manchas veloces, de colores planos. El realismo duele y el nuevo arte busca celebrar la vida sencilla de cosas pequeñas. Allí es posible. Cerca del agua.

*‘El camino’. Miguel Delibes. 1950.

‘Por el camino de Swann’. Marcel Proust. 1913.

‘El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes’. Tatiana Țîbuleac. 2016.

Cuando era pequeño, mientras veía cómo el frío acababa sepultando todo bajo un horizonte pesado y negro, solo deseaba una cosa, una sola, que llegara el verano. Pasaban los días, dejaban de congelarse, cada madrugada, los cristales del coche de mi padre y, entonces, con el calor a tientas, nada parecía tan importante como tener un pueblo. Uno cualquiera. Uno de esos con sillas de enea apostadas tras el arco de las puertas esperando la noche; en el que pudieran depositarnos a mis hermanas y a mí, como un fardo, al cuidado de una tía abuela de pelo corto que, seguro, haría los mejores buñuelos del mundo en una cocina abierta a un patio. Un patio cuadrado, grande y un poco destartalado, con un membrillero casi tan perfecto como los de Antonio López y un pozo; rodeado de paredes bien encaladas, relucientes, cruzado por varias fajas de caña que dibujarían surcos de sol. Con olor a siesta y anís. Yo nunca sabría dónde sentarme a desayunar y pasearía la vista como solo se hace en los pueblos, satisfecha y medio cansada, entre el improvisado palio y aquel árbol del paraíso. Sentir la luz rayada sobre mis piernas, sobre los dedos de mis pies, dejando líneas quebradas en el mantel de hule, sería más que suficiente para acabar arrumbado bajo ese tenderete, al amparo de un cielo atrapado.