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'La voz humana'
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Jaime M. de los Santos

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'La voz humana'

Jean Cocteau escribió este desgarro en 1927 para Edith Piaf, la mujer más pequeña del mundo... y la voz más feroz

Foto: Tilda Swinton, frente a 'Héctor y Andrómaca', de Giorgio de Chirico, en 'La voz humana', de Pedro Almodóvar. (Iglesias Mas)
Tilda Swinton, frente a 'Héctor y Andrómaca', de Giorgio de Chirico, en 'La voz humana', de Pedro Almodóvar. (Iglesias Mas)

Venus no es solo diosa de la belleza, también lo es del amor. Del amor carnal. Del amor tangible. A través de Cupido, su hijo, disfruta de esa promesa urgente, lánguida; de su tentadora fragilidad. Henchida de gozo, de deseo, retoza indolente en su camastro azul, ferozmente iluminada, nívea. Así la retrata Artemisia Gentileschi, en toda su rotunda desnudez, narcótica; una suerte de engaño que vuelve a negar la otra naturaleza del amor, esa que a todos toca, que alguna vez hemos probado. Que duele. Incluso mucho. Tanto como para escapar. Quizá por eso el cuadro cuelgue sobre la cama perfectamente hecha de Tilda Swinton. Como un eco constante. Como una muesca. Como un recuerdo enajenado de lo que ya no será.

Artemisia Gentileschi padeció la violencia de un hombre que no la veía, que abusó de ella porque creía que no era nada; también de una sociedad silente y consentidora. Lo que le pasa al personaje de Cocteau es casi igual de violento, de definitorio. Horada la pantalla y el cuerpo breve de quien habla. De quien escucha. De la que espera una señal para saber, para seguir. Esa mujer rota por la gracia de Venus, de Cupido; por la pertinaz falacia. Que se recorta sobre el cuadro, sobre su pena. Vestida de rojo, de Balenciaga. Que se culpa. Que llega a desaparecer mientras persigue cada cosa que le recuerda a él, como acechando. “Todo ha sido culpa mía”, suspira. Es mejor transigir, someterse. Es mejor consentir; lo que sea para no estar sola. Pero así está ella. Sola y triste. Sola y desesperada. Sola y rota de toda la soledad que está por venir.

placeholder Tilda Swinton en 'La voz humana', de Pedro Almodóvar. Al fondo, 'Venus y Cupido’, de Artemisia Gentileschi. (Iglesias Mas)
Tilda Swinton en 'La voz humana', de Pedro Almodóvar. Al fondo, 'Venus y Cupido’, de Artemisia Gentileschi. (Iglesias Mas)

También Andrómaca se siente sola mientras se aferra a Héctor. Se sabe viuda y grita. Desde su miseria de mujer resignada. Desde los muros verdes del apartamento de Swinton. Pedro Almodóvar ha construido una caja de resonancias donde el vacío de la voz anhelada colisiona con el lienzo de Artemisia, con el de Giorgio de Chirico, casi escenográfico; con la estéril espera, con la fragilidad de un alma sufriente. Pero al otro lado no hay nadie, en la otra orilla apenas si quedan frases huecas, hechas, rebozos inertes que pretenden apagar la culpa. Una voz muda. Y ella ríe, sueña, llora. Y disecciona cada tono, cada quiebro, cada palabra. Y pasea por sus miedos. Por lo que fueron. Y se hunde en la miseria del que no quiere vivir.

En 'La flor de mi secreto' tampoco Leo quiere vivir. Le asfixia el mismo dolor sincero, la misma añoranza siniestra. Pero hay un cuerpo, un culpable; detrás de un cristal empañado y con el agua cayéndole a plomo, al otro lado de la mesa. Marcial. Es el drama verdadero, la tragedia desabrida. Un rostro donde fundir las culpas, hacia donde mirar. Ella escribe, “y cada página me sale más negra”. Pero viste de rojo. Como Swinton. Como Andrómaca. Se oye a Chavela Vargas y a Bola de nieve. La lluvia. En 'La voz humana' queremos oírle a él. Saber de él; sus razones, sus porqués. Pero no le vemos. Como tampoco vemos a Pepe el romano. Y se vuelve universal, colectivo. Y somos ella, más ella que nunca. Porque también hemos peregrinado por nuestro cuarto, de un mensaje a otro, de un mutismo al siguiente, entre recuerdos. Y somos él. Aunque nos cueste verlo.

placeholder Marisa Paredes, como Leo, en 'La flor de mi secreto', de Pedro Almodóvar, 1995. (Jean-Marie Leroy)
Marisa Paredes, como Leo, en 'La flor de mi secreto', de Pedro Almodóvar, 1995. (Jean-Marie Leroy)

Amar representa un riesgo, del que huyes o te expulsan. Una incapacidad transitoria. Los hay plácidos, lo sé, pero menos adictivos. A ese peligro que es amar una esperanza sin cuerpo, se han enfrentado la Magnani e Ingrid Bergman. También Ana Wagener. Desde lo alto de sus latidos abiertos. Abrasada de tanta verdad. Desolada. Con el mirar perdido. A escasos centímetros de su dolor. Descalza. Inmensa. “Uno puede asfixiar a alguien con las palabras”, dice en un grito sordo. Con palabras y silencios. Y se envuelve en ellos, en silencios, mientras asiste desgarrada a su martirio. Enfrentada a sí misma. A lo poco que de sí misma conserva.

placeholder Ana Wagener en 'La voz humana'. Dirección de Israel Elejalde, 2017. Pavón Teatro Kamikaze. (Vanessa Rábade)
Ana Wagener en 'La voz humana'. Dirección de Israel Elejalde, 2017. Pavón Teatro Kamikaze. (Vanessa Rábade)

Jean Cocteau escribió este desgarro en 1927. Para Edith Piaf. La mujer más pequeña del mundo. La voz más feroz. Un autorretrato entrecortado, arrebatado, exangüe. Un relato fibroso, apocalíptico. Una sucesión de atropellos, de renuncias. Un renacer. Y, ¿no se renace en la muerte? Eso creía Edith Piaf, ferviente católica; y tantos otros. La muerte como tránsito necesario, como salvación. Pero Cocteau avisa, “no se suicida uno dos veces”. Y deja colgando de un hilo, “el último que me une a nosotros”, a esa mujer transida de duelo, de añoranza. Una muerta en vida. Una sombra. Una adicta que prefiere creer a ser, porque siendo todo es demasiado horrible, demasiado cruel. Y se equivocan quienes piensan que creer es fácil. A veces, es la única salida.

*'La voz humana'. Guion y dirección: Pedro Almodóvar. Intérprete: Tilda Swinton. Versión libre de la obra de Jean Cocteau. Estreno el 21 de octubre.

'Artemisia'. National Gallery. Londres. Del 3 de octubre al 24 de enero.

Venus no es solo diosa de la belleza, también lo es del amor. Del amor carnal. Del amor tangible. A través de Cupido, su hijo, disfruta de esa promesa urgente, lánguida; de su tentadora fragilidad. Henchida de gozo, de deseo, retoza indolente en su camastro azul, ferozmente iluminada, nívea. Así la retrata Artemisia Gentileschi, en toda su rotunda desnudez, narcótica; una suerte de engaño que vuelve a negar la otra naturaleza del amor, esa que a todos toca, que alguna vez hemos probado. Que duele. Incluso mucho. Tanto como para escapar. Quizá por eso el cuadro cuelgue sobre la cama perfectamente hecha de Tilda Swinton. Como un eco constante. Como una muesca. Como un recuerdo enajenado de lo que ya no será.