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Gabrielle Chanel
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Jaime M. de los Santos

Íncipit

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Gabrielle Chanel

Amó a Sófocles, a Mallarmé, a Rilke y a Apollinaire. Amó el lujo. Amó el poder. Y a los hombres. Pero, por encima de cualquier otra cosa, amó la libertad

Foto: 'Gabrielle Chanel', Cristóbal Tabares, 2020. (Colección particular)
'Gabrielle Chanel', Cristóbal Tabares, 2020. (Colección particular)

Hoy cumple años mi hermana Ángela, de todas, la más pequeña. Ya lo he dicho. Ya lo he escrito. En parte soy quien soy, sea lo que sea tal cosa, por ella. Gracias a ella. Por el tiempo pasado con ella. Y, estoy seguro, habrá quienes no compartan conmigo ese sentimiento, ese conteo de instantes clavados, pero la memoria es así, arbitraria y mágica. Absoluta. Aquellos años fueron definitivos. Definitorios. Era ella la que se enredaba en mi pierna para recorrer el pasillo como un peso inquieto; la que, subida en sus tacones diminutos, adiestraba a sus muñecas con la seguridad de quien se sabe arrullada, guiada. Siempre había una para mí. Uno de esos cuerpos manieristas de interminables piernas y pelo orgulloso, oxigenado; de boca minúscula, apretada. Sin juicios. Sin censura. En medio de una ceremonia silente en la que ella peinaba y yo era feliz. Hacía calor. No sé por qué, pero en casa siempre hacía calor; vivificante, bueno. Los pies desnudos abrazando el suelo, el pecho abierto. De fondo, tan ruidosas o más, Áurea, Mónica y Ana aprendían a ser mayores. Nosotros, a ser libres.

Yo era libre allí encerrado. Lejos de miradas hirientes y lenguas gruesas; la espalda bien recta. Con los calcetines que no necesitábamos hacía vestidos. Envoltorios de punto para mujeres sin sed. Rigurosamente negros. Hábitos para monjas seglares; como los de la corte de Felipe II. Como los de la 'maison' Chanel. Del negro del Goya negro; de sus 'Desastres de la guerra', de su Leocadia Zorrilla. El mismo negro abstracto y bello de la mancha que desborda el cuerpo de Helena Almeida, que lo ocupa todo. Profundo. Eterno. Los que yo cubría, trozos de plástico torneado, resultaban tan inútiles como necesarios. Se alineaban al fondo de un armario de pino, confundidos con perchas, perfectamente ordenados. Con los ojos quietos; en un eterno y falso relevé. Con libros robados a la biblioteca de mi padre, les poníamos coto, fronteras; unas bridas que simulaban interiores cartesianos, muebles nihilistas, rigurosos cercos con letras sobreimpresas. Era su mundo. El nuestro. El de Gabrielle Chanel fue igualmente construido. A base de mentiras francas. De inexactitudes escogidas. De vaguedades. Desde Dauville, desde su enorme intransigencia. Rodeada de libros, “mis mejores amigos”.

placeholder 'Coco Chanel', André Kertész. Años treinta. (Ministère de la Culture de France)
'Coco Chanel', André Kertész. Años treinta. (Ministère de la Culture de France)

Amó a Sófocles, a Mallarmé, a Rilke y a Apollinaire. Amó el lujo. Amó el poder. Y a los hombres. Pero, por encima de cualquier otra cosa, amó la libertad; ese sentimiento único de no ser de nadie y sí para todos. Y quiso ver a la mujer libre. De ataduras. En sus movimientos. Para creer, para querer. Pura y densa modernidad; sistematizada y leve. Andrógina. Acuñó un nuevo modo de hacer que aseguraba un renovado ser. Formas severas con telas blandas; conchas guarnecidas de 'gros grain' donde la falsa femineidad quedaba yerma, allanada. La moda como transformadora del yo, como responsable de una irrealidad necesaria. Y miró al arte. Y fue abstracta, cubista. “Un erizo”, dirán. “Un demonio de lo más interesante”. Incansable, lo abarcará todo; tanto, que hará de su 'atelier' trinchera. Y jugará a la guerra. Y será acusada de traición, de “colaboracionista”. Lo negará. Da igual si estuvo en Madrid como correo alemana. Es 1953 y la Ley de Amnistía francesa le permite regresar. Al 31 de la rue Cambon y al mundo. En su exilio suizo ha sido como ese frasco que Duchamp sellara para enviar a Walter Arensberg. 'Airs de Paris'.

placeholder ‘Marie-Hélène Arnaud, en la maison Chanel'. Foto, Henry Clarke. Publicada en 'Vogue US', en marzo de 1958.
‘Marie-Hélène Arnaud, en la maison Chanel'. Foto, Henry Clarke. Publicada en 'Vogue US', en marzo de 1958.

Tiene la voz hueca, los ojos negros, el talle breve. Viste de 'tweed'. Decenas de hilos de perlas caen sobre su pecho seco. Es 1970. Vive en el Ritz de París con vistas a un 'court' interior; huele a número cinco. Es como si nunca hubiera sonreído. Enjuta, con un sombrero como de sufragista, habla de su vida, de su 'maison', “la única cosa que he fabricado yo sola”. Interpreta un relato que entrevera abadías cistercienses de formas flacas con un padre que no estuvo, iniciales bordadas en sarga y toda la viscosidad de un café donde mercadeó con su carne. Trepa por las escaleras y, como una Hécate moderna, su rostro se multiplica en los espejos que la rodean. Hay majestad en cada uno de sus gestos. Desde arriba, erguida sobre su dureza, retoma su palco y asiste al teatro de la moda. Como siempre. Por última vez. Es un mariscal de campo devenido en leyenda. Una creadora inmensa, total. Pero está sola. Completamente sola. “La muerte es lo único emocionante que me puede pasar ya”, dice. Pero mientras llega, seguirá ahí, en lo alto de esa realidad sublimada, tratando de gobernar sobre todo. Sobre todos.

*Gabrielle Chanel. Manifeste de mode. Palais Galliera. París.

Hasta el 14 de marzo de 2021.

Hoy cumple años mi hermana Ángela, de todas, la más pequeña. Ya lo he dicho. Ya lo he escrito. En parte soy quien soy, sea lo que sea tal cosa, por ella. Gracias a ella. Por el tiempo pasado con ella. Y, estoy seguro, habrá quienes no compartan conmigo ese sentimiento, ese conteo de instantes clavados, pero la memoria es así, arbitraria y mágica. Absoluta. Aquellos años fueron definitivos. Definitorios. Era ella la que se enredaba en mi pierna para recorrer el pasillo como un peso inquieto; la que, subida en sus tacones diminutos, adiestraba a sus muñecas con la seguridad de quien se sabe arrullada, guiada. Siempre había una para mí. Uno de esos cuerpos manieristas de interminables piernas y pelo orgulloso, oxigenado; de boca minúscula, apretada. Sin juicios. Sin censura. En medio de una ceremonia silente en la que ella peinaba y yo era feliz. Hacía calor. No sé por qué, pero en casa siempre hacía calor; vivificante, bueno. Los pies desnudos abrazando el suelo, el pecho abierto. De fondo, tan ruidosas o más, Áurea, Mónica y Ana aprendían a ser mayores. Nosotros, a ser libres.

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