Íncipit
Por
Piet Mondrian y el 'fundamento' ulterior 'de las cosas'
Llorar de verdad siempre transforma, Piet Mondrian acaba su 'Composición número II'. Y cambia el mundo, o al menos la percepción que sobre él se puede llegar a tener
Esta semana tenía pensado escribir sobre Mondrian, esa especie de Paolo Ucello de las Vanguardias históricas. Me había prometido no citar a ninguna de mis hermanas. Hacer un análisis profundo pero distante. Ortodoxo. Una mirada euclidiana, fija. Imposible. Anoche fui al teatro, a ver un espectáculo sobre la muerte; que “nos ha salido sobre la vida”, en palabras de Rigola. Y he vuelto a cambiar. No soy el mismo que recogía su entrada en taquilla. Ni mejor ni peor. Distinto. El 20 de noviembre de 1913, Kafka escribe en su diario, “he estado en el cine. He llorado”. No hace ni un año que ha concluido la escritura de 'La metamorfosis', faltan cuarenta y dos para que nazca el padre de Alba Pujol. Yo ayer también lloré. Recordando a Gregorio Samsa. Asistiendo a las últimas semanas, a los últimos minutos de la vida de un hombre que no conocí. Que no conozco. Que ahora intuyo. A través de su hija; de sus preguntas, de las de Àlex. Que son de todos. De las respuestas de quien no está. Mientras que Kafka siente cómo le transforma aquel instante, llorar de verdad siempre transforma, Piet Mondrian acaba su 'Composición número II'. Y cambia el mundo; o al menos la percepción que sobre él se puede llegar a tener.
Han pasado solo 12 meses y esa experiencia infinita que es el teatro no le devuelve a la vida, pero nos insufla esperanza
Mientras vivió, Kafka leía sus textos con vehemencia. En público y en privado. Anoche era Alba la que nos leía la carta que le dejó escrita su padre para cuando ella tuviera la misma edad que él. “Hace 30 años, cuando yo tenía el cáncer de pulmón que terminó liquidándome y tú preparabas una obra de teatro sobre la muerte, pintaban bastos”. Le habla de su particular metamorfosis, de lo que añorará sin saberlo. Han pasado solo 12 meses y esa experiencia infinita que es el teatro no le devuelve a la vida, pero nos insufla esperanza. En la propia vida. En el amor. A modo de epílogo se proyecta un poema de Peter Handke. “¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio?”. Podría ser la transcripción de un pensamiento de Mondrian. Le respondo: El universo, dicen, hace 14.000 millones de años. Nuestro tiempo también corre deprisa.
Mondrian pretendía extender el espacio pictórico, desbordar los límites canónicos del cuadro. Buscaba trascender. Y se olvidó de la cuarta pared. La hizo suya. La invadió. Buscaba la belleza, la pura y simple belleza. Pretendía que sus piezas irradiaran a todo el que se asomara a ellas. Lo que importaba era el acto en sí, el ritual mistérico de contemplar una imagen. Una realidad mágica, única, inminente. Transformadora. Puro teatro. A la oscuridad sucesiva que va acorralando a Samsa, en lo más profundo de su habitación, idéntica a la que envuelve a aquella vieja Europa, se le acabará sumando una manzana, un fruto incrustado en su piel. El mismo que mordió Adán; que no es sino miedo, rechazo. Estupidez. "Con el que llegó la muerte". El 28 de julio de 1914, el Imperio Austrohúngaro declara la guerra a Serbia, Mondrian acaba de regresar de París. Está trabajando en tres grandes lienzos con poderosas líneas horizontales, verticales; con apresuradas manchas de color. Estalla la I Guerra Mundial. Las luces se apagan. Se encierra en Domburgo, en las tripas de una casa vacía. Y pinta. Pinta ajeno a la tragedia del mundo. Pinta sin descanso.
Nuestras vidas, que “son los ríos”, según Jorge Manrique, andan diligentes entre lindes, entre líneas más o menos claras. Que nos constriñen. Que nos sirven de asidero. Una suerte de marcos que Mondrian reconoce pero que no le someten, que trata de dominar. Sus pinturas, como la propia existencia moderna, rebosan, se sobreponen a todo límite; pretenden conquistar el tiempo. Como por capilaridad. Sin prisa. A cada color, a cada capa de materia crepitante, dedica todo el tiempo que tiene; hasta alcanzar ese gesto, esa vibración exacta. Cajas de resonancia que fulminan el ahora, el porqué. Que se han vuelto clásicas de pura modernidad. Inmutables. Eternas. Completamente abstractas. La única forma de alcanzar eso que llama “el fundamento de las cosas”. Una verdad ulterior.
Hay una verdad que es mucho más que clara. Irremediable. El viaje seguro a ese país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero. Así han querido Rigola y Alba que se llame esa inmersión en las entrañas de una hija que podría ser yo mismo, mi hermana. Un título que me recuerda a Carroll, a Welles. Una ceremonia secular. Igual que 'voyeurs', asistimos silentes, incluso antes de empezar, al final de una escena. Una “especie de constelación” que podría ser macabra, negra; pero que es luminosa. Un campo de fuerzas donde colisionan emociones, certezas, miedos, anuencias. Que no pretende cicatrizar; sí expandirse. Tocarnos a todos. Desdibujar lo asumido, lo inventado para escapar. Un resorte para crecer. Como un cuadro de Mondrian.
*Mondrian y De Stijl. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Hasta el 1 de marzo.
*'Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero'. Director: Àlex Rigola. Teatro de La Abadía. Hasta el 6 de diciembre.
Esta semana tenía pensado escribir sobre Mondrian, esa especie de Paolo Ucello de las Vanguardias históricas. Me había prometido no citar a ninguna de mis hermanas. Hacer un análisis profundo pero distante. Ortodoxo. Una mirada euclidiana, fija. Imposible. Anoche fui al teatro, a ver un espectáculo sobre la muerte; que “nos ha salido sobre la vida”, en palabras de Rigola. Y he vuelto a cambiar. No soy el mismo que recogía su entrada en taquilla. Ni mejor ni peor. Distinto. El 20 de noviembre de 1913, Kafka escribe en su diario, “he estado en el cine. He llorado”. No hace ni un año que ha concluido la escritura de 'La metamorfosis', faltan cuarenta y dos para que nazca el padre de Alba Pujol. Yo ayer también lloré. Recordando a Gregorio Samsa. Asistiendo a las últimas semanas, a los últimos minutos de la vida de un hombre que no conocí. Que no conozco. Que ahora intuyo. A través de su hija; de sus preguntas, de las de Àlex. Que son de todos. De las respuestas de quien no está. Mientras que Kafka siente cómo le transforma aquel instante, llorar de verdad siempre transforma, Piet Mondrian acaba su 'Composición número II'. Y cambia el mundo; o al menos la percepción que sobre él se puede llegar a tener.