Es noticia
¿Da una vida para tener dos vidas?
  1. Cultura
  2. Íncipit
Jaime M. de los Santos

Íncipit

Por

¿Da una vida para tener dos vidas?

Hay vidas que dan para tener eso, dos vidas. Como la de Proserpina. Como la de Jorge Arizmendi. Y hay teatro que es sobre todo teatro. Eso hace Alfredo Sanzol. Teatro

Foto: Francesco Carril, en 'El bar que se tragó a todos los españoles'. (Luz Soria)
Francesco Carril, en 'El bar que se tragó a todos los españoles'. (Luz Soria)

Que “el amor es un gran lazo”, lo decía Djavan. Bueno, lo cantaba. En portugués. Fraseado. Junto a una guitarra. Lento. “Una trampa que te aísla”. El domingo, en uno de esos garajes a dos aguas transformados en espacios para la creación, en Carabanchel, viendo lo que Lucía Díaz-Tejeiro ha hecho con el mito de Proserpina, recordé sus palabras. También pensé en Boltanski; pero esa es otra historia. Lo que allí ocurre es teatro sin texto. Solo presencia. Y música; una cadencia seca, insistente. Que marca el tiempo, su paso. Proserpina yace en el Hades, rodeada de naturaleza muerta “siempre viva”. Devorando una granada. Iluminada como en el camino a la muerte, por una luz fija, blanca; como en 'La ascensión al Empíreo' de El Bosco. Nos increpa con su cuerpo desnudo. Pero consiente. Ha sido apartada de la tierra; y aun así consiente. Ante Plutón, ante Ceres. Por amor. Es víctima de un plan prefijado, de una verdad contada a medias. Por Ovidio. De vuelta a casa, iba pensando en Rubens, en Zeus, en Bernardí Roig y sus 'Metamorfosis', en los porqués del teatro, del arte. Otra vez. En Gina Pane. Cuando se laceraba, cuando usaba su piel como soporte artístico, su lenguaje era teatral, coreográfico, pero nunca escénico; un ritual iniciático, increpante, experiencial, sagrado. Lo representado no se arraiga en el mundo tangible de las cosas, tiene el suyo. Ese que le da cuerpo y sentido. Que no responde a verdades unívocas. El teatro para ser, para estar, necesita ser pensado. De su misma concepción deviene su naturaleza. Y aunque Bernini pensó en teatro mientras creaba su Rapto, 'vero contrapposto', no fue teatro lo que hizo. Era carne. Y vida. Otra vida.

placeholder 'Akrasia', Lucía Díaz-Tejeiro. (David Obach)
'Akrasia', Lucía Díaz-Tejeiro. (David Obach)

Hay vidas que dan para tener eso, dos vidas. Como la de Proserpina. Como la de Jorge Arizmendi. Y hay teatro que es sobre todo teatro. Eso hace Alfredo Sanzol. Teatro. Con palabras y emociones. Con recuerdos. De su infancia. De la de todos. Escribo a Francesco Carril (me gusta como habla, como se mueve), y le pido que me cuente qué siente ahí arriba, sobre las tablas, en medio de esa historia inmensa y simple. Me llama. “He vuelto a conectar con el niño que fui, ese al que había silenciado”. Siento envidia. A ese niño nunca deberíamos renunciar. El mío fue feliz. Le pido que me hable del suyo. “Sentía fascinación por lo ritual”. Yo también. Quizás por eso él, yo no, ha dedicado su vida al teatro. Porque el teatro es rito; permanente, mudable, cierto. Porque requiere de fe, de valor. Porque es infinito, necesario. Como la belleza; bajo cualquiera de sus formas. Dedicar la vida a algo que no sea la vida me resulta inquietante y maravilloso. Arizmendi, un poco el padre de Sanzol, un poco el propio Carril, un poco todos los que en algún momento hemos huido de lo impuesto (casi siempre desde arriba), transita hacia un escenario ignoto, nuevo, inspirador. La libertad; que es vida. Impensable en 1963. Hoy, muchas veces pienso que en peligro. Quiere dejar de ser cura, vivir sin la premisa de una sola certeza. Y encuentra el amor. De todas las certezas la menos cierta.

placeholder 'El rapto de Proserpina', Gian Lorenzo Bernini, 1622. (Museo Borghese)
'El rapto de Proserpina', Gian Lorenzo Bernini, 1622. (Museo Borghese)

En 'El verdugo', Luis García Berlanga protesta. Desde el arte. Y refleja la misma España, la de 1963. Sus tensiones. Hay una escena que resulta especialmente plástica, teatral. Ese hangar blanco, yermo, de proporciones colosales y perspectiva forzada. Con una minúscula puerta al fondo. Como en un lienzo de Giorgio de Chirico. Con aire de iglesia. Dos pequeños grupos, en plano-secuencia, arrastran, cada uno, a un hombre; lo mismo que hormigas. Uno es el que va a morir. El otro, el que tiene que matar. A los dos les imponen su destino; como a Proserpina. El infierno. Berlanga y Sanzol utilizan la risa como bálsamo y despliegan un friso de tipos comunes que simplemente sobreviven aclimatados en la adversidad. Que arguyen razones huecas para explicar su entorno. Que aceptan silentes su sino. Solo algunas bocas parecen proféticas. Muy pocas voces exigen el cambio. Y el mundo sigue igual. Con pequeñas gestas. Con contribuciones anónimas. Esperando un indulto. Una dispensa. En constante estado de sitio. En el caso de Sanzol desde un bar. Ese que, dice, se tragó a todos los españoles. Ágora inherente a nuestro ser. Escenario vivo de una parte de nuestra historia. Soporte natural para todo el que haya soñado alguna vez ser Max Estrella. O Jorge Arizmendi.

placeholder 'El verdugo', Luis García Berlanga, 1963.
'El verdugo', Luis García Berlanga, 1963.

*'Akrasia, libre interpretación del rapto de Proserpina'. Lucía Díaz-Tejeiro y Carmen Quismondo. TeatroLAB Madrid.

'El bar que se tragó a todos los españoles'. Dramaturgia y dirección: Alfredo Sanzol. Teatro Valle-Inclán. Hasta el 4 de abril.

'El verdugo', 1963, Luis García Berlanga.

Que “el amor es un gran lazo”, lo decía Djavan. Bueno, lo cantaba. En portugués. Fraseado. Junto a una guitarra. Lento. “Una trampa que te aísla”. El domingo, en uno de esos garajes a dos aguas transformados en espacios para la creación, en Carabanchel, viendo lo que Lucía Díaz-Tejeiro ha hecho con el mito de Proserpina, recordé sus palabras. También pensé en Boltanski; pero esa es otra historia. Lo que allí ocurre es teatro sin texto. Solo presencia. Y música; una cadencia seca, insistente. Que marca el tiempo, su paso. Proserpina yace en el Hades, rodeada de naturaleza muerta “siempre viva”. Devorando una granada. Iluminada como en el camino a la muerte, por una luz fija, blanca; como en 'La ascensión al Empíreo' de El Bosco. Nos increpa con su cuerpo desnudo. Pero consiente. Ha sido apartada de la tierra; y aun así consiente. Ante Plutón, ante Ceres. Por amor. Es víctima de un plan prefijado, de una verdad contada a medias. Por Ovidio. De vuelta a casa, iba pensando en Rubens, en Zeus, en Bernardí Roig y sus 'Metamorfosis', en los porqués del teatro, del arte. Otra vez. En Gina Pane. Cuando se laceraba, cuando usaba su piel como soporte artístico, su lenguaje era teatral, coreográfico, pero nunca escénico; un ritual iniciático, increpante, experiencial, sagrado. Lo representado no se arraiga en el mundo tangible de las cosas, tiene el suyo. Ese que le da cuerpo y sentido. Que no responde a verdades unívocas. El teatro para ser, para estar, necesita ser pensado. De su misma concepción deviene su naturaleza. Y aunque Bernini pensó en teatro mientras creaba su Rapto, 'vero contrapposto', no fue teatro lo que hizo. Era carne. Y vida. Otra vida.