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Un cielo en la tierra (o 'in una stanza')
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Jaime M. de los Santos

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Un cielo en la tierra (o 'in una stanza')

Si pudiera elegir, si eso fuera tan fácil, para no dejar de escuchar a la Carrà me pediría la terraza varada en la noche de Jep Gambardella. En la Roma de Paolo Sorrentino

Foto: 'La grande belleza'. Paolo Sorrentino. 2013.
'La grande belleza'. Paolo Sorrentino. 2013.

Estoy volviendo de Mallorca, en avión; con las rodillas en el cuello y un viento impostado justo sobre la frente. Esta vez he viajado con 'La prisionera', el quinto tomo de esa verdad poliédrica que es 'En busca del tiempo perdido'; pero esto yo ya lo he dicho. Lo elegí porque quería volver a Venecia, con Albertina enfundada en sus Delphos a modo de “sultana”. Frente a las adelfas gigantes de la Costa de los pinos. Entre algarrobos. Con el cuerpo sobre la espesa grama. Todas las noches la riegan con fuerza, la grama. Tanto que notas como los pies desnudos se te hunden hasta casi extraviarlos. Y trepa el frío. Y la humedad. Y te sientes bien. Muy bien. Y mojado. Sin luna, mientras todos duermen sus sueños, cada uno el suyo, con una infusión de otras hierbas en una tetera de loza picada, leo. Leo en silencio. Concentrado. A Tatiana Țîbuleac. Y estoy en Chisináu, de su mano, recogiendo botellas, rodeado de miseria, lavándole el pelo, dentro de una bañera, a una madre que no es la mía y que me obliga a hablar ruso. Cada palabra impresa es más poderosa que la anterior. Con cada imperativo estoy más lejos. En un orfanato estepario, haciendo cola para alcanzar un sueño; o un zumo de abedul, que suena igual que “turquesa”. De golpe, no sé en qué momento, recibo una canción. En el móvil. Desde París. 'L´amour comme à 16 ans'. Allí vive también ahora Țîbuleac. Muy cerca de Proust.

placeholder 'El jardín de vidrio'. Tatiana ?îbuleac. Ed. Impedimenta. 2021
'El jardín de vidrio'. Tatiana ?îbuleac. Ed. Impedimenta. 2021

“Nazco de noche”, arranca 'El jardín de vidrio'. “Tengo siete años”, te atrapa. Y ya no te suelta. Las frases, todas cortas, cada recuerdo, funcionan como en una cabeza corriente, la mía; desordenadas. Casi te aplastan. En medio de un patio que es sólo el reflejo de una historia padecida, arañada -con una uña-, abrazada con resignación. En una ciudad congelada, rota. Duele conocer su dolor, el de Lastochka y el de todas las mujeres que la embridan. El de un mundo acostumbrado al drama; sin drama. Lacera saber sus heridas, sus faltas. Vidas en sombra con la luz azul de la nieve entrando por las ventanas, algunas con cortinas. Alumbrando entera la verdad de las cosas. Inmutable. A la canción de París, la del móvil, yo he contestado con otra. De Dalida. 'Il venait d´avoir 18 ans'. Sólo hay dos años de diferencia. Veinticuatro meses que no son nada, que lo son todo. La mía es más triste. También habla de amor. “Un asesino”, le dicen a Lastochka; “no se merece tantas palabras con todo el daño que ha causado el amor”. Pero siempre aparece. En todas las canciones. Hoy Martín Cires cumple dieciocho años, y le cantarán. Acaba de objetar de la infancia, en un segundo. Ha dejado de ser rubio, de golpe. Pero sigue siendo bueno. Mucho. Voy a regalarle esta historia rusa, para que la lea en Mallorca. Y le voy a poner canciones de Raffaella Carrà; aunque no sepa quién era. Aunque también ella fuera rubia. Aunque yo la haya bailado en Chueca, en el coche, en mi casa.

placeholder Trinita dei Monti (1502) -al fondo- y la Barcaccia (1629). Roma.
Trinita dei Monti (1502) -al fondo- y la Barcaccia (1629). Roma.

Si pudiera elegir, si eso fuera tan fácil, para no dejar de escuchar a la Carrà me pediría la terraza varada en la noche de Jep Gambardella. En la Roma de Paolo Sorrentino. Bajo el horizonte no tan negro de un cartel de Martini brillando. Entre esa fauna urbanita que sólo quiere bailar. Rodeado por siete colinas. Con el rumor perenne de las fuentes barrocas. Vuelvo a esa parte de la cinta mil y una veces y sólo quiero estar ahí. Igual de excesivo, de mundano. Un poco más vivo. No sé si allí encaramados, como gatos, incendiados por la música, todos son tan felices. Pero lo parecen. Quizá por la belleza, por la grande bellezza. Quizá porque están un poco más cerca del cielo. Eso en Roma no es difícil. Sin que se haga imprescindible ser un titán; como Anita Ekberg en 'Boccaccio 70'. Yo la prefiero empapada, bajo los hipocampos de la Fontana di Trevi. Rubia, otra más. En 'La dolce vita'. Los cielos de Roma no se parecen a nada, igual que los de Madrid. Son más rosas, más claros. Están precedidos por un festón dentado de pinos piñoneros. De todos, mi favorito es el que se cuela en tromba por Trinità dei Monti y desciende hasta alcanzar la Barcaccia de los Bernini. Escalón a escalón. Bueno, y el que rompe la bóveda de la Chiesa de Sant´Iganzio. Con sus coros celestiales. Con sus santos. En otra escenografía inventada, por Raguzzini. Una especie de cielo en la tierra. O in una stanza, que cantó Mina. Otro más.

placeholder Anita Eckberg en 'La Dolce Vita'. Federico Fellini. 1960.
Anita Eckberg en 'La Dolce Vita'. Federico Fellini. 1960.

'El jardín de vidrio'. Tatiana Țîbuleac. 2021. Editorial Impedimenta.

'La grande bellezza'. Paolo Sorrentino. 2013.

Estoy volviendo de Mallorca, en avión; con las rodillas en el cuello y un viento impostado justo sobre la frente. Esta vez he viajado con 'La prisionera', el quinto tomo de esa verdad poliédrica que es 'En busca del tiempo perdido'; pero esto yo ya lo he dicho. Lo elegí porque quería volver a Venecia, con Albertina enfundada en sus Delphos a modo de “sultana”. Frente a las adelfas gigantes de la Costa de los pinos. Entre algarrobos. Con el cuerpo sobre la espesa grama. Todas las noches la riegan con fuerza, la grama. Tanto que notas como los pies desnudos se te hunden hasta casi extraviarlos. Y trepa el frío. Y la humedad. Y te sientes bien. Muy bien. Y mojado. Sin luna, mientras todos duermen sus sueños, cada uno el suyo, con una infusión de otras hierbas en una tetera de loza picada, leo. Leo en silencio. Concentrado. A Tatiana Țîbuleac. Y estoy en Chisináu, de su mano, recogiendo botellas, rodeado de miseria, lavándole el pelo, dentro de una bañera, a una madre que no es la mía y que me obliga a hablar ruso. Cada palabra impresa es más poderosa que la anterior. Con cada imperativo estoy más lejos. En un orfanato estepario, haciendo cola para alcanzar un sueño; o un zumo de abedul, que suena igual que “turquesa”. De golpe, no sé en qué momento, recibo una canción. En el móvil. Desde París. 'L´amour comme à 16 ans'. Allí vive también ahora Țîbuleac. Muy cerca de Proust.

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