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Todo sobre mi padre (y otras chicas del montón)
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Jaime M. de los Santos

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Todo sobre mi padre (y otras chicas del montón)

De mí esperaba una extensión y se encontró una ínsula, un sorprendente pedazo de carne —su carne— que no jugaba con coches ni hacía cosas 'de chicos'; que decidió perderse en un teatro

Foto: Carme Elías. (EFE/Javier Etxezarreta)
Carme Elías. (EFE/Javier Etxezarreta)

Han pasado solo seis días desde que se celebrara el día del padre y en mi periplo de autor novel he vuelto a caer en la necesidad de hablar casi en exclusiva de mi madre; de las madres. Como si él no existiera. Como si estuviera oculto por una nube baja en forma de omnipresente y profética mujer -a todo se adelanta-. Como si enfrascado en sus lecturas, fuese un libro más; uno de los que no abrimos, de los que ocupan un lugar privilegiado en nuestra estantería pero que permanecen sin leer, casi vírgenes, insondables. A mi padre le han colmatado un silencio elegido y una legión de hembras ruidosas fruto de la casualidad. Mis hermanas lo ocupan todo, llenan cualquier vacío. Cuatro mujeres tan poderosas como su madre. La mía. Su esposa -la de él-. Cuatro hembras decididas a las que se sumó un varón. Yo -y en cuarto lugar-. Una esperanza con cuerpo -al fin- pero sin apenas recorrido. De mí esperaba una extensión y se encontró una ínsula, un sorprendente pedazo de carne -su carne- que no jugaba con coches ni hacía cosas “de chicos”; que decidió perderse en un teatro. Para él lo de los coches sí que era importante; son su vida -o una de ellas-, su pasión. Muy joven -más guapo- abandonó el ejército del aire y se hundió en la grasa densa de mil motores. En tierra. Vehemente. Cuarenta y tres años después, yo, por no tener no tengo ni permiso de conducir. Pero sí mucho teatro -ya lo decía La Lupe-.

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Mi padre

A él no le gusta mucho -el teatro-. Prefiere leer. Todo el día. Casi cualquier cosa -y eso incluye prospectos, instrucciones de toda naturaleza, traseras de frascos y el periódico-. Aunque ya no lo haga -la edad-, siempre lo veré sentado en el suelo del salón, apoyado en un brazo del sofá de terciopelo verde, leyendo. Su hija Áurea pellizcándole la espalda, en cuclillas sobre un cojín. Las gafas de montura de pasta un poco caídas. El ojo izquierdo vago -porque, dice, no consintió en llevar nunca el prescrito parche de celulosa-. Con las uñas un poco negras por más que las cepillara con brío. Atado a un libro o más -tampoco he sucumbido a su gusto por mezclar lecturas-. Lo pienso y se me aparece en ese modo. La memoria es eso, así. Se empeña en algo y no deja que escapes -o no fácilmente-. Incluso cuando amenaza con irse. Eso le han dicho a Carme Elías, que puede empezar a borrarse. Como todos pero más rápido. Aunque parezca imposible. Aunque ella sea eterna -y grande-. Y no es justo -como si algo lo fuera del todo-. Por eso yo no voy a olvidarla; no quiero. Ni a mi padre -como Kafka-.

placeholder ‘All about Eve’. J. L. Mankiewicz. 1950
‘All about Eve’. J. L. Mankiewicz. 1950

Primero Mankiewicz habló de Eve. Luego Pedro Almodóvar sobre su madre; mucho. Yo lo hago de mi padre ahora. Porque sí. Porque tuvo cuatro tías, Pepi, Pili, Conchi y Tere -casi un título para Pedro-, que tuvieron alzhéimer; todas con los mismos ojos sin luz, encogidas sobre sí mismas -al final-. Para no olvidar. Olvidar es fácil. A veces necesario. Poco útil. La memoria es casi siempre un seguro, una construcción monolítica -por mucho que se intente pervertir- en la que se pueden abrir grietas. Y esos canales pueden llenarse de agua -hasta el ahogo-; también de mentiras, de peligrosas versiones cambiantes, cambiadas. Mirar al pasado -en justicia- requiere de cierta distancia. Para saber quiénes somos hay que mirar quienes fuimos; como Petrarca, desde arriba. Aunque duela. Ian Gibson no perdona -me dice mientras bebemos vino de la Ribera en la cervecería alemana de Santa Ana- a quienes prefieren no ver y buscan pretextos -que siguen preceptos-, porque, insiste, matan otra vez; “y con una basta”. A él le duelen los muertos, todos -y a mí-. A algunos, parece, solo los suyos.

placeholder 'La Adoración de los Magos'. El Bosco. 1494. Museo del Prado
'La Adoración de los Magos'. El Bosco. 1494. Museo del Prado

Los Apócrifos' dicen que San José murió con ciento once años. Sin dolencias. Entre la Madre y el Hijo. Pero fue relegado, apocopado. Él también. Como mi padre. Porque ni fue necesario en la -santísima- concepción, ni se podía predicar nada que agrietara la divinidad -muchas veces cuestionada- del Mesías. Así se le va a representar a lo largo del medioevo. Arrinconado, aislado, enjuto, abatido. Incluso en otra tabla, lejos. El Bosco, en su Adoración de los Magos, lo extirpa de la pala central para, de espaldas, ponerle a secar pañales. A escala menor. Bajo un palio herrumbroso. En una ruina gótica. Al mío -de barro cocido de Murcia-, mi padre siempre le dio su sitio. A la derecha del Niño. Con serrín hasta la rodilla. Frente a un río de plata pero lejos de América -del sur-. De allí no venía ningún Mago. De allí lo que llegaban eran toneladas de polvo para hacer leche y un queso amarillo -en lata- que en nada se parecía al oro, “donated by the people of the United States of America”. Durante más de una década. A mi padre se lo daban en vasos de cristal rayado, cada día. Quizá por eso creció poco -menos que su hermana Isabel-, porque la suya tenía más agua que polvo. Ahora, mientras nos volvemos todos polvo, deberíamos hacer un esfuerzo por hacer memoria justa y no ceder, como Gregory Peck en 'Spellbound', a la amnesia -tan peligrosa-. Antes, al menos, de que nos volvamos recuerdo. Eso es seguro.

placeholder Niños españoles bebiendo leche en polvo durante la dictadura.
Niños españoles bebiendo leche en polvo durante la dictadura.

*

Carta al padre. Franz Kafka. 1919. Ed. Debolsillo.

All about Eve. Joseph L. Mankiewicz. 1950.

Todo sobre mi madre. Pedro Almodóvar. 1999.

Spellbound. Alfred Hitchcock. 1945.

Han pasado solo seis días desde que se celebrara el día del padre y en mi periplo de autor novel he vuelto a caer en la necesidad de hablar casi en exclusiva de mi madre; de las madres. Como si él no existiera. Como si estuviera oculto por una nube baja en forma de omnipresente y profética mujer -a todo se adelanta-. Como si enfrascado en sus lecturas, fuese un libro más; uno de los que no abrimos, de los que ocupan un lugar privilegiado en nuestra estantería pero que permanecen sin leer, casi vírgenes, insondables. A mi padre le han colmatado un silencio elegido y una legión de hembras ruidosas fruto de la casualidad. Mis hermanas lo ocupan todo, llenan cualquier vacío. Cuatro mujeres tan poderosas como su madre. La mía. Su esposa -la de él-. Cuatro hembras decididas a las que se sumó un varón. Yo -y en cuarto lugar-. Una esperanza con cuerpo -al fin- pero sin apenas recorrido. De mí esperaba una extensión y se encontró una ínsula, un sorprendente pedazo de carne -su carne- que no jugaba con coches ni hacía cosas “de chicos”; que decidió perderse en un teatro. Para él lo de los coches sí que era importante; son su vida -o una de ellas-, su pasión. Muy joven -más guapo- abandonó el ejército del aire y se hundió en la grasa densa de mil motores. En tierra. Vehemente. Cuarenta y tres años después, yo, por no tener no tengo ni permiso de conducir. Pero sí mucho teatro -ya lo decía La Lupe-.

Padre de familia