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La ciudad de los vivos
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Jaime M. de los Santos

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La ciudad de los vivos

Cada 3 de mayo miro a Goya; sus “fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío”. Me hundo en el Prado y vuelvo al horror de la guerra

Foto: 'El 3 de mayo en Madrid'. Francisco de Goya. 1814. Museo del Prado.
'El 3 de mayo en Madrid'. Francisco de Goya. 1814. Museo del Prado.

Es martes, 3 de mayo. Son poco más de las seis de la mañana. Escribo ahora y ustedes leerán después, cuando estas líneas formen parte del cuerpo de un diario -este-; por debajo de un retrato minúsculo -mío- dentro de un círculo -como de medalla pretérita-. El Confidencial, decidieron nombrarlo; al diario -todos gustamos de confidencias. No todos saben guardarlas-. Son importantes los nombres. El mío es Jaime, como el de mi padre. Y Miguel, como el del padre de mi padre. Los nombres compuestos suelen traer problemas. Nunca saben del todo como llamarte. A mí, llevar a mi abuelo de compaña inapelable -y azarosa- me gusta. No lo conocí. Murió justo un año antes de que yo naciera. Era rubio -yo no-. Tenía los ojos claros -yo tampoco-. Era muy alto -yo, eso sí, sobresalgo en mitad de una familia de talla más bien mediana-. Trabajó en Pueblo. Curioso apelativo para un tiempo en el que, quizás, lo que menos interesaba era eso, el pueblo. Bueno, más que al tiempo -al que, como Sabina, solo le pido que “no pase deprisa”-, a quien no le importaban ese “conjunto de personas” -según la RAE- era al que dirigía los destinos, desde el Pardo. Y a sus adláteres castrenses. Nada conservaban, uno y otros, de lo que un día promulgó Rousseau -que el pueblo es soberano y su poder absoluto-; si acaso el evidente desprecio por la mujer -otra vez-. Pero lo bautizaron Pueblo. Quizá para ocultarse. Para ocultarlo. El diario -que fue vespertino- informaba lo mismo que el NO-DO. Mucho y no del todo bien. O, mejor, de forma unívoca -a pesar de los esfuerzos de algunos por disimular fondos poco alineados con el establecido e impuesto credo-; al menos hasta que llegó la Democracia.

placeholder 'Muerte de un miliciano'. Robert Capa. 1936
'Muerte de un miliciano'. Robert Capa. 1936

Cada 3 de mayo miro a Goya; sus “fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío”. Me hundo en el Prado y vuelvo al horror de la guerra. Al sufrimiento anónimo de quienes pelean sin saber bien por qué; detrás de qué; para qué. En mitad del lienzo, un cuerpo acabado estira los miembros hasta formar una cruz. Como el miliciano de Capa. Como toda víctima inmolada. Asumiendo el fin. Frente a él, amalgamados, un pelotón de brazos enhiestos apuntan con la muerte asomando; una maquina adiestrada para el apocalipsis, para la destrucción. De fondo Madrid como esqueleto calcinado que se desangra. Lo mismo que el pueblo que, inerte, forma una pira de carne; a un lado. Iluminado por un farol que nos obliga a mirar la escena. Igual que en un escenario. Es el teatro de la muerte, pero de verdad. Auténtica y cruda. Inmisericorde. Nadie como Goya ha retratado la guerra -o al menos sus desastres-. Nadie así -tal vez por su silencio-. Escenas entreveradas de miedo que es lo que de verdad siente el que se ve arrastrado a un frente. Al que sea. Con la crudeza del terror empastada. Resulta estúpido enviar jóvenes -o menos jóvenes- a un final anunciado, por más que insistan -desde sus bunker, lejos del infierno- que la causa lo merece. No hay causa que valga la pena firmarla con sangre. Ni con lágrimas. Ni con desesperación. Nada es tan valioso como la vida. Nunca.

placeholder Dalida y Luigi Tenco en 1967
Dalida y Luigi Tenco en 1967

Un 3 de mayo acababa con la suya Iolanda Gigliotti, Dalida. Ya lo he contado, aquí mismo, más de una vez, pero es una muerte -la suya- y una vida que me obsesionan. Porque, aunque en todas lo están, en ella parecen olerse, buscarse. Dejando, siempre, profundos surcos en su nívea piel. Hiriéndola hasta el punto de querer cortar el hilo. Ella misma. Invadiendo la prerrogativa a Cronos. Lo hizo en la intimidad de su alcoba, con pastillas; porque “la vida me es insoportable. Pardonnez-moi”. En pleno Montmartre -artística colina-. En su guerra -íntima, cruel-, el tablero es su pecho. Y cada movimiento, cada latido, acaba en jaque. Jaque a Tenco. Jaque a Chanfray. A Morisse. Tres de sus parejas, de sus amantes. Todos suicidas. Como ella. Atravesados por el mismo dolor de alma que tanto cuesta lavar. Suena Dalida, -Ciao, amore, ciao- en la cabeza de Marco Prato -también-; asesino confeso de Luca Varani y suicida -solo- anunciado. Protagonista a su pesar de 'La ciudad de los vivos'. Novela grande y negra. Negra como las 'Pinturas negras' de Goya. Negro oscuro; como el dolor. Un libro que es lupa. Lupa que mira y calcina; suerte de palabras concatenadas por gracia de Nicola Lagioia, sobrevenido periodista por gracia de La Reppublica -diario predilecto en Italia-; que le pidió un relato sobre el sacrificio de un joven, Luca Varani, prostituido y adicto. Tan inocente como toda víctima. Ahí está todo lo que ocurriera en 2016; en la Roma eterna de los cielos pintados, de los torsos de mármol. En la ciudad de la belleza sostenida. Muchas veces sometida a ese mal, “que no descansa”.

placeholder 'Duelo a garrotazos'. Francisco de Goya. 1819. Museo del Prado
'Duelo a garrotazos'. Francisco de Goya. 1819. Museo del Prado

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La ciudad de los vivos. Nicola Lagioia. 2022. Random House.

Es martes, 3 de mayo. Son poco más de las seis de la mañana. Escribo ahora y ustedes leerán después, cuando estas líneas formen parte del cuerpo de un diario -este-; por debajo de un retrato minúsculo -mío- dentro de un círculo -como de medalla pretérita-. El Confidencial, decidieron nombrarlo; al diario -todos gustamos de confidencias. No todos saben guardarlas-. Son importantes los nombres. El mío es Jaime, como el de mi padre. Y Miguel, como el del padre de mi padre. Los nombres compuestos suelen traer problemas. Nunca saben del todo como llamarte. A mí, llevar a mi abuelo de compaña inapelable -y azarosa- me gusta. No lo conocí. Murió justo un año antes de que yo naciera. Era rubio -yo no-. Tenía los ojos claros -yo tampoco-. Era muy alto -yo, eso sí, sobresalgo en mitad de una familia de talla más bien mediana-. Trabajó en Pueblo. Curioso apelativo para un tiempo en el que, quizás, lo que menos interesaba era eso, el pueblo. Bueno, más que al tiempo -al que, como Sabina, solo le pido que “no pase deprisa”-, a quien no le importaban ese “conjunto de personas” -según la RAE- era al que dirigía los destinos, desde el Pardo. Y a sus adláteres castrenses. Nada conservaban, uno y otros, de lo que un día promulgó Rousseau -que el pueblo es soberano y su poder absoluto-; si acaso el evidente desprecio por la mujer -otra vez-. Pero lo bautizaron Pueblo. Quizá para ocultarse. Para ocultarlo. El diario -que fue vespertino- informaba lo mismo que el NO-DO. Mucho y no del todo bien. O, mejor, de forma unívoca -a pesar de los esfuerzos de algunos por disimular fondos poco alineados con el establecido e impuesto credo-; al menos hasta que llegó la Democracia.

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