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Una cena con Susi Sánchez y luz de velas bajas
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Jaime M. de los Santos

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Una cena con Susi Sánchez y luz de velas bajas

La quiero; a ella. Mucho. Tanto que, siempre que estamos juntos, la siento como si fuese familia. La familia se elige, también; hasta casi llenar un tráiler -¿por qué no?

Foto: 'Susi Sánchez'. Cristóbal Tabares. 2022
'Susi Sánchez'. Cristóbal Tabares. 2022

Hace poco cenaba con Susi Sánchez. Lo justo, cosas de la dieta -y el verano-. Con luz de velas bajas. En una trattoria con vistas a la iglesia remozada de San Jerónimo el Real -que tiene un párroco que defiende casi tanto la cultura como a sus ovejas-. La quiero; a ella. Mucho. Tanto que, siempre que estamos juntos, la siento como si fuese familia. La familia se elige, también; hasta casi llenar un tráiler -¿por qué no?-. Hablamos lo que podemos. Sobre todo. También sobre amor -que es todo, dicen-. Y sobre mi Elvira, la de mi novela -que dice Luisa Fernanda Rudi que “es sobre todo un libro; porque no es ni novela, ni ensayo”-. Cada vez que me sentaba a escribir la historia de todas esas mujeres que padecieron la cruenta guerra y la inmensa, fría y afilada posguerra, veía a Susi; serena. Y no porque sea víctima -o no más que el resto de mujeres que nacieron antes que la democracia-, porque en su piel caben todas las pieles, todas las miradas. Y todos los surcos. Esos que deja la vida hasta -casi- transformarnos. Surcos que son cicatrices, siempre; porque cierran heridas de toda naturaleza. Las heridas son los ríos, podría haber dicho Jorge Manrique, “que van a dar a la mar”. Flujos de historias que dibujan los rostros que defendemos para siempre, cuando llega la madurez.

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Una cena con Susi Sánchez y luz de velas bajas

El de Susi es concreto, vertiginoso, luminoso, estricto, inteligente, bueno. Por sus pliegues han transitado todos los deseos, todos los placeres, todas las batallas. Solo una actriz como ella es capaz de arrancarte del ensimismamiento de la posmodernidad complaciente, de tu butaca de planitud controlada. Porque vibra; y hace vibrar. Con esa voz gruesa como de Erda -de Wagner- y ese mirar denso, claro. Con esos movimientos concisos, exactos. Como si sus músculos, sus tendones y sus huesos, atendieran a una partitura escrita para piano; anterior al vicio del ruido moderno -como los tanatorios lo eran para Nicanor Parra-. Ha sido Rosita y María Vasílievna; Gabriela -con lluvia- y la reina Margarita -sin rey-. Podría ser lo que fuera. Lo que quisiera. Aquello en lo que de verdad crea. Porque milita poderosa en lo real del gesto, de la palabra y la forma; de los silencios enlazados; de la belleza. También en la defensa de quien es. Hasta convertirse en santo y seña, en tótem. Si a las mujeres el mundo les cuesta más -digan lo que digan-, a las que aman a otras mujeres muchísimo más. Y, “nada tiene de especial”, ya saben, “dos mujeres que se dan la mano”. Ojalá y fueran más las que lo hicieran, hasta alzar “una muralla que vaya desde la playa hasta el monte (…), más allá del horizonte”.

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'Los electroduendes', verdaderos protagonistas de 'La bola de cristal'

Estoy cantarín. No lo puedo evitar. Como esos personajes pintados que atraviesan mi infancia a la vez que decorados psicodélicos. Siempre “cantilando” y con los ojos muy por encima de sus posibilidades, abiertos como melones pintados por Sánchez Cotán. No sé cuánto recuerdo de aquellos días y si hay mucho reconstruido, soñado, pero tres imágenes se recortan nítidas en mi despoblado ceño. Unos ángeles paganos estridentemente excéntricos -redimidos por Lolo Rico-, un oso no muy suave y amarillo del tamaño de mi torso pueril y unas manos, las de mi madre, perfectamente arregladas. Con las uñas largas y rojas -rojo esmalte con aroma alcohólico- y un topacio naranja y facetado besándole el nudillo anular. Manos de mujer que claro que tienen “de especial”. Necesarias en mi concepción, en mi alumbramiento -casi diez meses después-; en mi edípico yo. El recuerdo de Susi, el más viejo -me lo manda concentrado en un audio que parece un parlamento de Valle Inclán-, también tiene muñecos. Y reyes -magos-. Y otra madre, la suya. Quien secuestró al amigo -único- de trapo de su hija para hacerle volver nuevo, aseado; en manos de Baltasar. Un seis de enero. Como si volviera de un grand tour “a la manera de oriente” y no de la Italia de Goethe. Y no de un “sanatorio para juguetes” de Palma.

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Con Txema Martín en el Festival 'ARN Culture'. santa Cruz de Tenerife

Txema Martín, que no sé si jugaba con osos, vive con su madre. En Málaga -que comparte agua y brisa con Palma-. Cuando regrese a su casa, de dos plantas, le estarán esperando montones de libros. En cajas de cartón reciclado con su nombre sobreimpreso. No se resiste a encargarlos al tiempo que escucha a otros que también leen; impaciente. El último, 'Un caballero en Moscú', de Amor Towles. Mientras comía tomate con sal. Conmigo. En Tenerife -que no es Rusia-. Mirando a otro mar con nombre de océano y un poco más frío. A Txema -y a Susi. Y también a mi-, donde le gusta fondear es entre palabras; concatenadas y bien escritas. “Que cuenten cosas”, dice -y ríe fuerte-. Por eso no solo lee. También escribe. Y diseña ferias con casetas para obras, para pensamientos, para encrucijadas -las del saber-. Por la igualdad. Eso sigue persiguiendo Susi; “por el cielo de oriente” de Palma y en la platea de cualquier teatro, desde las tablas; en los pechos de quienes, generosos, miran la escena en busca de porqués. La “libélula vaga”, justa y frágil de la libertad. Tan preciosa. Tan preciada. Tan débil. Tan deseada. Tan única. Tan necesaria.

Hace poco cenaba con Susi Sánchez. Lo justo, cosas de la dieta -y el verano-. Con luz de velas bajas. En una trattoria con vistas a la iglesia remozada de San Jerónimo el Real -que tiene un párroco que defiende casi tanto la cultura como a sus ovejas-. La quiero; a ella. Mucho. Tanto que, siempre que estamos juntos, la siento como si fuese familia. La familia se elige, también; hasta casi llenar un tráiler -¿por qué no?-. Hablamos lo que podemos. Sobre todo. También sobre amor -que es todo, dicen-. Y sobre mi Elvira, la de mi novela -que dice Luisa Fernanda Rudi que “es sobre todo un libro; porque no es ni novela, ni ensayo”-. Cada vez que me sentaba a escribir la historia de todas esas mujeres que padecieron la cruenta guerra y la inmensa, fría y afilada posguerra, veía a Susi; serena. Y no porque sea víctima -o no más que el resto de mujeres que nacieron antes que la democracia-, porque en su piel caben todas las pieles, todas las miradas. Y todos los surcos. Esos que deja la vida hasta -casi- transformarnos. Surcos que son cicatrices, siempre; porque cierran heridas de toda naturaleza. Las heridas son los ríos, podría haber dicho Jorge Manrique, “que van a dar a la mar”. Flujos de historias que dibujan los rostros que defendemos para siempre, cuando llega la madurez.

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