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De la calidad en el arte
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Jaime M. de los Santos

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De la calidad en el arte

A nadie parece preocuparle el mañana —y mucho menos el ayer—, y los que piensan en cómo les tratará la historia lo hacen imitando a Suetonio, pero sin leerlo, sin saber quién es

Foto: 'Santa Inés'. Francisco de Zurbarán. 1625.
'Santa Inés'. Francisco de Zurbarán. 1625.

Renombran en Lleida un Zurbarán y yo leo ¿Qué es la calidad en el arte?, de Alejandro Vergara -jefe de conservación de pintura flamenca del Museo del Prado-. Y no porque dude de la genialidad del genio barroco, no, sólo porque a veces necesito que me recuerden el valor de lo inmutable, de aquello que se creó para trascender más allá de su autoría. Lo que también consigue esta lectura es que mire a la santa con ojos bisoños, con la intuición intacta de la primera vez. Sin halo ni nimbo y abrazada a un cordero -como María Josefa en Bernarda Alba-, emerge de la negrura gracias a un foco, fuente de luz invisible, que la baña por la izquierda, que realza sus delicadas manos de púber y el amarillo de una manga de tela inflamada. Sobre el hombro, lánguida y seca, descansa una palma como si fuera siempre Domingo de Ramos, incrustándose en el vacío de ese tiempo que no pasa, que le allana, que le sirve de impreciso fin. Lleva los cabellos -también negros- cosidos por perlas que nacen en un joyel. La boca apretada. Los ojos fijos. Sabemos que es Inés de Roma porque hubo quien leyó un día las Actas de los mártires, La Leyenda Dorada de Jacopo della Voragine. Sabemos que es santa por el cordero y la palma, símbolos mudos -aunque les digan parlantes- de una construcción que hemos llamado cultura -por eso una pipa no es siempre “une pipe”, ni un museo un “Département des Aigles”-.

placeholder 'Ceci n´est une pipe'. René Magritte. 1928
'Ceci n´est une pipe'. René Magritte. 1928

Fue extirpada del catálogo razonado para ilustrar la portada del de falsas atribuciones. Eso le bajó el precio, le restó fama, pero dejó intacta su calidad. Hay reajustes que actúan como sordina, que silencian pero sin borrar - para eso hacen falta otras armas-. Que su padre, don Luis de Zurbarán, fuera comerciante textil y mercero, podría explicar la verosimilitud en las sedas, los colores brillantes, cada uno de los detalles del vestido, ese puño abotonado que asoma ajustando la muñeca femenil. Pero el aire que mueve el manto, que lo hace casi crujir, es producto de un espíritu inquieto además de abstracto; una cresta que se retuerce sin mediar anatomía y que se tiñe de lapislázuli como si fuera un cielo, del que emerge humana la joven que, dicen, fue obligada a convertirse en cosa, en mercancía, en meretriz -por orden de Diocleciano-. Solo un “genio” hace eso, envolver el cuerpo con una masa pesada que sin embargo flota, que la vuelve escultura a su pesar -otra vez-. La duda aparece cuando se piensa en los ojos del que mira, en los de los que miraron, en el poder taumatúrgico de la autoridad de un nombre que todo lo transforma. El mismo lienzo, con sus pinceladas intactas -misma forma, mismas marcas-, descabalgado del Parnaso por parecer, dijeron, de un maestro ignoto -pero genial-; hoy de vuelta, transformado en cumbre, por recuperar la fama, por pertenecer a esa nómina de obras bendecidas por la aquiescencia de la popularidad.

placeholder Fuente de la Fama. Pedro de Ribera y Juan Bautista. 1731
Fuente de la Fama. Pedro de Ribera y Juan Bautista. 1731

Dice Cesare Ripa, en su Novissima Iconologia, que la Fama siempre toca la trompeta -también que es una “llaga”-. Y así la talló Juan Bautista para culminar la fuente que dibujó Pedro de Ribera para la Plazuela de Antón Martín, cuando Felipe V quiso que Madrid se pareciera a París, por encima de un chapitel imbricado precedido por niños de piedra blanca y cuatro delfines que escupen furibundos agua. Allí sigue, coronando, pero en una plaza distinta, por detrás del museo que fuera hospicio y que hoy alberga otra Fama, la que pintó Francisco de Goya y sobrevuela en la Alegoría de la Villa de Madrid. Muchos buscan la fama -que decía Lydia Grant que “cuesta”-, pero hoy es efímera, fatua. A nadie parece preocuparle el mañana -y mucho menos el ayer-, y los que piensan en cómo les tratará la historia -que siempre, según Ripa, además de trompeta porta un libro- lo hacen imitando a Suetonio pero sin leerlo, sin saber quién es, llevados por la autocomplacencia del freudiano “ello”; pensando sólo en cómo les recordarán, no en el porqué; muy lejos, tristemente, de esa calidad que se les presupone y a la que se deberían ofrecer, la que de verdad asegura un lugar en la memoria. Precisamente por eso es por lo que la Inés del -hoy- Zurbarán siempre será, siempre estará; aunque la vuelvan a dejar sin “padre”; más allá del mercadeo y de esa fama apagada. Por su inmensa calidad. Por su aura.

placeholder 'Alegoría de la Villa de Madrid'. Francisco de Goya. 1809.
'Alegoría de la Villa de Madrid'. Francisco de Goya. 1809.

A la vez que a Vergara leo a Maggie O´Farrell, El Retrato de casada -lo he leído todo de ella-. En las últimas páginas, casi como un ruego, la autora nos pide a quienes hemos llegado hasta ahí que, de aparecer en algún rincón el óleo con la efigie de Lucrezia de Medici, ese que encargó a Bastianino, Alfonso II d´Este, nos pongamos en contacto con su necesidad de ver, con su urgencia por saber. Quizá esté por debajo de otra cara, al fondo de más pinceladas, oculto por la pátina del tiempo -que casi siempre amarillea-. O, simplemente, en una habitación privada, en un pasillo sin luz -como estaban El vino de la fiesta de San Martín de Brueghel, o el casi seguro Ecce homo de Caravaggio-, o sobre una cartela en la que reza “Joven florentina. Maestro anónimo”, como Inés. De la pequeña Duquesa, de la Lucrezia -que también era pintora- de O´Farrell se conserva alguna imagen, la mejor la de Bronzino -en los Uffizi-. El pintor manierista la hizo eterna igual que a su hermana Isabella, sobre un fondo pardo, con la raya en el medio al final de una frente ancha, blanca, mirándonos queda. Allí sigue -y seguirá-, mientras haya quien la mire -o quien la lea-. O, tal vez, arrinconada si se devalúa su fama. Pero entre esas cosas que merece la pena ver, por las que merece la pena creer.

placeholder 'Retrato de Lucrezia de Medici'. Bronzino. 1560.
'Retrato de Lucrezia de Medici'. Bronzino. 1560.

Renombran en Lleida un Zurbarán y yo leo ¿Qué es la calidad en el arte?, de Alejandro Vergara -jefe de conservación de pintura flamenca del Museo del Prado-. Y no porque dude de la genialidad del genio barroco, no, sólo porque a veces necesito que me recuerden el valor de lo inmutable, de aquello que se creó para trascender más allá de su autoría. Lo que también consigue esta lectura es que mire a la santa con ojos bisoños, con la intuición intacta de la primera vez. Sin halo ni nimbo y abrazada a un cordero -como María Josefa en Bernarda Alba-, emerge de la negrura gracias a un foco, fuente de luz invisible, que la baña por la izquierda, que realza sus delicadas manos de púber y el amarillo de una manga de tela inflamada. Sobre el hombro, lánguida y seca, descansa una palma como si fuera siempre Domingo de Ramos, incrustándose en el vacío de ese tiempo que no pasa, que le allana, que le sirve de impreciso fin. Lleva los cabellos -también negros- cosidos por perlas que nacen en un joyel. La boca apretada. Los ojos fijos. Sabemos que es Inés de Roma porque hubo quien leyó un día las Actas de los mártires, La Leyenda Dorada de Jacopo della Voragine. Sabemos que es santa por el cordero y la palma, símbolos mudos -aunque les digan parlantes- de una construcción que hemos llamado cultura -por eso una pipa no es siempre “une pipe”, ni un museo un “Département des Aigles”-.