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De cabezas y otros miembros cortados
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De cabezas y otros miembros cortados

Lo mismo que Ramiro II compilaba cabezas, el faraón Merneptah —que fue el que persiguió a Moisés en su paso en el mar Rojo—, penes: hasta 13.000 cortó a todos sus enemigos

Foto: Detalle de La campana de Huesca. José Casado de Alisal. 1880
Detalle de La campana de Huesca. José Casado de Alisal. 1880

Antes de nada, frente a un pequeño encinar y una fuente, La parroquieta, una construcción del XIX adosada a un brazo para escapar del frío gótico de la catedral de piedra. Un templo hoy desacralizado con un -primer- retablo de alabastro -prestado- y lienzos anónimos con santos escapando a su penumbra -la mayoría, ofrendas pías de píos benefactores del Alto Aragón-. Un corredor que soñó con ser claustro se convierte en bisagra y adelanta la claridad medieval de una construcción que por su mesura resulta clásica. Estoy en Huesca, en la catedral de Santa María y, como es miércoles -aún-, entre el claroscuro que boquea un incienso adictivo que se asegura que arda el deán -don Juan Carlos- cada día de misa capitular. Al fondo, en su cabecera, con los perfiles deshechos por la bruma ambarina, el retablo de alabastro de Damián Forment; una sucesión de cuerpos de belleza italiana enmarcados por pináculos, doseletes e interminables guirnaldas caladas -a partir de todas las frutas de un paraíso perdido que acabó siendo de Milton-. En el centro -como un ojo de ballena varada-, campea un óculo a base de putis, una boca sin dientes, un pozo; por detrás, el santa sanctorum, la reserva de especie espiritual. Trepo, llego a ella a través de una escalera enrollada, angosta, y consigo ver todo el templo como un águila, como la que se recorta -justo al lado- aludiendo a San Juan.

placeholder Autorretrato -cabeza- de Damián Forment en el Retablo de la Catedral de Huesca. 1520
Autorretrato -cabeza- de Damián Forment en el Retablo de la Catedral de Huesca. 1520

Que el “fruto prohibido” del paraíso perdido fue una manzana es una ilusión que no se encuentra en la Biblia; una construcción pertinaz -del medioevo- basada en “sus formas de mujer”. En el claustro renacido de San Pedro el viejo, en uno de sus capiteles más antiguos, una mujer quiebra sus formas hasta convertirse en escuadra; el pelo encabritado besando el suelo, los pechos redondos. Danza como las Damas de azul de Creta, como en la capilla egipcia de Nebamun; al son de un harpa. Ocupa el espacio y se muestra. Podría ser Salomé, y las palmas que sirven de escena las paredes del palacio de Maqueronte. De todas las Degollaciones del Bautista, mi favorita está en el Prado, colgada en alto. La pintó Bartholomäus Strobel para un obispo hijo de rey -Segismundo III Vasa-; un friso de mujeres y hombres de gala en plena celebración. Sobre la mesa hay ostras y naranjas, langosta y faisán, higos, guindas y copas finamente labradas. En primer plano otra mesa pero velada, con un melón abierto -y carnal-, uvas negras y manzanas. Salomé ya ha bailado y porta la cabeza de San Juan en bandeja de plata -como hará Luisa Roldán en barro-. Nos mira de soslayo mientras exhibe sus senos sobre un vestido de brocado. Como en el capitel de San Pedro, cuesta encontrar la lección piadosa, el martirio del primo del Dios carnal -a la derecha en claroscuro, con el cuerpo segado y de espaldas-, el hecho trascendente.

placeholder Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes. Bartholomäus Strobel. 1630-33.
Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes. Bartholomäus Strobel. 1630-33.

También en Huesca cortaban cabezas, las de los nobles que disputaron al Rey -Ramiro II-, las de aquellos que osaron enmendarle. Lo mismo que Periandro de Corinto, que la hija de Herodías, el rey monje segó las espigas -o coles o rosas-, que sobresalían más. En su ayuntamiento, en el salón de el Justicia, ocupando el flanco mayor, se guarda el lienzo que Casado de Alisal pintó en recuerdo de ese instante, de esa carnicería. El monarca sofoca a un mastín que es igual que Cerbero; señala la matanza -el camino-. Por detrás suya se amontonan torsos inertes como en El 3 de mayo; le rodean cabezas profusamente estudiadas -del natural- con el gesto del miedo grabado, envueltas en sangre. Al otro lado los nobles. El primero, de amarillo, Ramón Berenguer IV, su yerno, aprieta el puño izquierdo; a su espalda los demás, arremolinados y haciendo gestos -todo un catálogo-. Me lleva Ana Alós al Palacio de los reyes de Aragón, a la misma sala -de la campana, le dicen- y bajo, también yo, la escalera. Sobre mi testa -en su sitio, aún- una bóveda de crucería y, más arriba, un salón de arcos ciegos que fue capilla -de doña Petronila-. En un capitel que conserva el color, un sayón sujeta una espada y a un inocente al que quiere desmembrar. Recuerda las formas de San Gil de Luna, iglesia amarrada a un alto con vistas al río Arba de Biel.

placeholder La campana de Huesca. José Casado de Alisal. 1880.
La campana de Huesca. José Casado de Alisal. 1880.

Lo mismo que Ramiro II compilaba cabezas, el faraón Merneptah -que fue el que persiguió a Moisés en su paso en el Mar Rojo-, penes; hasta trece mil, los que cortó a todos sus enemigos -en el templo de Karnak lo atestiguan varios relieves-. Al de Aragón, lo enterraron en un sarcófago romano -y ahí sigue, en la capilla de san Bartolomé-; una pieza de mármol turco con el retrato del primer finado -con toga- en un clípeo. Dos genios danzantes y alados lo escoltan -también Hipnos y Thánatos-; uno mira al mañana, el otro al ayer -el hoy lo forman los huesos del muerto-. Cómo acabaron los restos del rey en uno de los restos de la antigua Osca demuestra la sensibilidad de un pueblo por un tiempo perdido pero presente, la ciudad clásica, esa que tuvo muralla, templos y un teatro.

placeholder Sarcófago de Ramiro II, el monje.
Sarcófago de Ramiro II, el monje.

En cuanto llegue a Madrid -tren mediante- me hundiré en un teatro, en una de las butacas del María Guerrero; Andrés Lima y Helena Tornero han reconstruido el texto de Milton, ese poema épico que reflexiona sobre la expulsión de Eva y Adán -tras el mordisco a la manzana inventada-, sobre el árbol del saber. Necesito verlo. Solo así me aseguro no perder el tiempo. Ni la cabeza.

Antes de nada, frente a un pequeño encinar y una fuente, La parroquieta, una construcción del XIX adosada a un brazo para escapar del frío gótico de la catedral de piedra. Un templo hoy desacralizado con un -primer- retablo de alabastro -prestado- y lienzos anónimos con santos escapando a su penumbra -la mayoría, ofrendas pías de píos benefactores del Alto Aragón-. Un corredor que soñó con ser claustro se convierte en bisagra y adelanta la claridad medieval de una construcción que por su mesura resulta clásica. Estoy en Huesca, en la catedral de Santa María y, como es miércoles -aún-, entre el claroscuro que boquea un incienso adictivo que se asegura que arda el deán -don Juan Carlos- cada día de misa capitular. Al fondo, en su cabecera, con los perfiles deshechos por la bruma ambarina, el retablo de alabastro de Damián Forment; una sucesión de cuerpos de belleza italiana enmarcados por pináculos, doseletes e interminables guirnaldas caladas -a partir de todas las frutas de un paraíso perdido que acabó siendo de Milton-. En el centro -como un ojo de ballena varada-, campea un óculo a base de putis, una boca sin dientes, un pozo; por detrás, el santa sanctorum, la reserva de especie espiritual. Trepo, llego a ella a través de una escalera enrollada, angosta, y consigo ver todo el templo como un águila, como la que se recorta -justo al lado- aludiendo a San Juan.

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