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De hitos, mitos y otras bellezas levantadas
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Jaime M. de los Santos

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De hitos, mitos y otras bellezas levantadas

Si París, Luis XIV —'le roi que danse'— lo cubrió de representaciones idealizadas y ecuestres de su persona —centauros absolutistas como el Gattamelata—, ¿por qué no hacer lo mismo en nuestros barrios, frente a nuestras fachadas?

Foto: En el Palais Royal de París.
En el Palais Royal de París.

Siempre que voy a París, atravieso el Palais Royal para tomar un café en Kitsuné. Me gusta sentirme Audrey Hepburn en Charada -por más que mi discurso no sea tan escurridizo como el de la cinta ni mis prendas tan cuidadas-. Con sol, recojo mi bebida en cartón y me siento en uno de los bancos que miran al court -bajo palio vegetal-. En cada balcón de forja repintada se arremolinan sillas estrechas que buscan la luz junto a mesas que casi siempre sostienen libros; palcos para una cotidianeidad tranquila lo mismo que en un panal de cristal. Desde mi asiento, a punto de perder la piel de las yemas por el calor del café, miro hacia arriba y me topo con una mujer que, estoy seguro, es de allí. Agarra una taza inmensa; lleva gafas negras, jersey negro, un moño confeccionado con prisa, impecable; un gato negro arquea la espalda a sus pies -ahora soy James Stewart y el gato como los que erige Javier Calleja-. Por debajo, corren los vidrios de Les parfums de Rosine, recreación necesaria de un tiempo con aroma a Poiret -el mejor, La rose de Rosine, el mismo que se pone Aída Gómez siempre que baila-. El tiempo no se frena pero cambia, mejora allí dentro; yo, no voy en su busca -no soy de Combray-. Vuelvo a tierra y veo, entre más rosas, a Apolo tratando de contener la furia de la cabra Amaltea -que amamantó a su padre-, pedazos de cuerpos sobre pedestales marcando hitos. Esta ínsula en mitad de París es altar a la belleza, al arte; patio de armas para La Comédie-Française, jardín de esculturas -en su parte más noble, anfiteatro para los fustes de Daniel Buren, improvisados restos de un pasado añorado-.

placeholder Les Deux Plateaux. Daniel Buren. Palais Royal. 1985-86.
Les Deux Plateaux. Daniel Buren. Palais Royal. 1985-86.

A Audrey Hepburn en Charada -y casi siempre- la vistió Givenchy. Eran amigos -y mucho más-. Tengo una foto en la que pasean del brazo -impecables, guapos- frente a los bouquinistes de la rive gauche del Sena. También ellos son patrimonio -los bouquinistes-; conforman un friso ilustrado que adapta su perfil al río, a las letras impresas en millones de páginas. Esa concha de historias -y pintura plástica- bien podría pasar por otra escultura más -oferente, cambiante, abrasada; custodiada por gentes tranquilas que leen, que montan toldos de lona siempre que llueve-. En su Manoir du Jonchet -en Versailles-, Givenchy reservó un espacio para dar sepultura a sus perros. Y pidió a Giacometti que les erigiera un retrato en bronce. Y colocó cada busto sobre el frío mármol, a la vista del Pájaro de François Lalanne. Amaba la escultura porque también él era escultor -por más que se hubiera formado entre gobelines-, porque entendía sus piezas como esculturas de tela. Creo que ya lo he contado pero, cuando murió, nos dejó a Eloy y a mí un traje de luces que a él le legó Balenciaga; una torera de bulto redondo en oro y grana que inspiró al maestro de Getaria; una armadura, una muralla. No entiendo cómo se puede cargar con una segunda piel tan pesada -todos, como podemos, lo hacemos-, tan grave, tan luminosa; no he sido capaz de llevarla, el torero de Alma ausente -ese que murió “para siempre/como todos los muertos de la Tierra”-, debió tener menos talla.

placeholder Torera legada por Cristóbal Balenciaga a Hubert de Givenchy.
Torera legada por Cristóbal Balenciaga a Hubert de Givenchy.

En Breakfast at Tiffany´s, Hepburn viste un dos piezas del color de los capotes -y un tocado en forma de peineta- mientras José da Silva Pereira -José Luis de Villalonga- sostiene un par de banderillas sin poder dejar de mirarla -ni yo-. No es la misma que canta Moon River en la escalera de incendios, está más excitada, grácil -cosas del caparazón y de Henry Mancini-. En Nueva York, la sucesión incesante de escaleras colgadas me recuerda a Holly Golightly y a Piranesi; hay calles que parecen dejar a la vista sus tripas para erigirse en esculturas parlantes -y andantes-. Cada rascacielos es en si una de ellas, otro fuste -pero infinito- como los del bosque taqueado de Buren. Todas las calles de todas las ciudades deberían ser así, estar llenas de cuerpos de animales como los del jardin de Givenchy, de Venus de Botero -con su minúsculo espejo- como la de Madrid, de tótems coloristas como el que ha levantado en Málaga, Javier Calleja -sucesión de testas de infantes que miran a Oriente frente a la catedral, “un sueño”-. Si París, Luis XIV -le roi que danse- lo cubrió de representaciones idealizadas y ecuestres de su persona -centauros absolutistas como el Gattamelata-, ¿por qué no hacer lo mismo en nuestros barrios, frente a nuestras fachadas? En Nijmegen lo han entendido y le han pedido a Fernando Sánchez Castillo que modele un caballo -el de Julius Civilis- emanando del suelo, y otro patas arriba sosteniendo un árbol; para confeccionar miradas nuevas, nuevos mitos, escenografías vivas donde vivir mejor.

placeholder Escultura de Javier Calleja de la exposición 'Mr Günter. The cat show' en la Fundación Unicaja de Málaga.
Escultura de Javier Calleja de la exposición 'Mr Günter. The cat show' en la Fundación Unicaja de Málaga.

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