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De pasiones, oraciones, brujas y electroduendes
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Jaime M. de los Santos

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De pasiones, oraciones, brujas y electroduendes

En 'La bola de cristal' estaban Auserón y su mirada canalla, Olvido Gara con sus collares de rótulas y los electroduendes, ese filtro sin filtros del mundanal existir

Foto: Los Electroduendes, verdaderos protagonistas de 'La bola de cristal'. (RTVE)
Los Electroduendes, verdaderos protagonistas de 'La bola de cristal'. (RTVE)

El domingo estuve con Santiago Auserón, en la radio. Atravesó la puerta de fuerte que sigue aislando el estudio y se hizo un silencio de reverencia. Por unas verdades u otras, siempre distintas, todos tornamos de golpe en la Alicia de Carroll -después de ingerir setas- y nos volvimos guisantes abrumados, pequeños; uno de esos momentos en los que alzas la barbilla y aprietas los ojos, en los que optas por escuchar en vez de ponerte a batir -con- la lengua. A mí, Juan Perro me sabe a sábado y magdalenas -sin haberme cruzado aún, por el camino, con Swann-, a modernidad sin artificios. Dormía solo en una habitación con cama de ochenta y colcha de cuadros -mis hermanas lo hacían por parejas- e inauguraba cada fin de semana a la misma hora que un lunes para acodarme a ver lo que había soñado Lolo Rico -aún la pido-. Allí estaban Auserón y su mirada canalla, Olvido Gara con sus collares de rótulas, y los Electroduendes, ese filtro sin filtros del mundanal existir -trajes de psicodelia y pelo cardado, ojos de botón-. Los pienso y siento la misma pena que vive en la nostalgia; porque me veo sentado en el suelo del salón de mis padres con pijama de felpa siempre corto -crecía urgente-, asistiendo a sus cortejos. "Soy un Electroduende/y nadie me comprende", repetían al unísono; y también Ángela y yo. Lo de que nadie te comprenda, cuando eres niño -y no porque el televisor tuviera la pantalla convexa y nos devolviera deformes-, créanme, puede doler fuerte; encontrar espejos donde mirarte, representa un alivio.

placeholder Santiago Auserón. (Sergi Pons)
Santiago Auserón. (Sergi Pons)

Los sábados veíamos La bola de cristal y el domingo íbamos a misa -bastante más repeinados, con calcetines de hilo- y comíamos pollo asado con cerveza. Me cuesta imaginar mayor ejemplo de libertad para una democracia que todavía olía a fresco que esa combinación de planos en casi secuencia: la ofrenda manifiesta a la diversidad y la del pan y el vino, canciones pegadizas con guitarra sobre la salvación y herramientas tangibles para intentar salvarte -con sintetizador-. Mis fines de semana eran -un poco- como Blanco sobre blanco, de Kazimir Malévich; pinceladas horizontales imitando la tierra y huellas verticales prefigurando a Dios -y tú en medio, en el vórtice de unión-; todo blanco, frágil, susceptible de ser imprimado en cualquier momento, de cualquier color. Como de toda obra maestra, de aquel formato excitante, de aquella bola, lo que me queda es la imagen que yo he construido, el recuerdo inflamado de un todo que, sin embargo, se ha convertido en sostén -para mí-. Y he vuelto a La familia Monster -por Yvonne de Carlo-, y a Embrujada -después de verme bailando en Tabata-, infinitas veces; y, resabiado, he comprobado su ingenuidad -hay quien dice que obsoleta-. Yo, me sigo quedando con la verdad inmensa de unos amores que desbordan la conveniencia de lo que llamaban -y algunos llaman- normal, con ese mover la nariz que todo lo puede.

placeholder Fotogramas de 'Embrujada' y de 'La familia Monster'. (RTVE)
Fotogramas de 'Embrujada' y de 'La familia Monster'. (RTVE)

Miro a mis sobrinos -David siempre con el dedo en la nariz- y me gustaría que sintieran lo mismo que yo cuando oigo cantar a Alaska, "te sientas en frente y es como el cine/todo lo controla, es un alucine/es como un ordenador personal"; y eso que ellos sí que invierten minutos en sus pantallas brillantes. Pero -responsabilidad nuestra, de todos los que somos mayores y nos creemos grandes-, no siempre a lo que atienden enseña a vivir. Atravesados por la dulcificación del lenguaje, por una -a veces- impostada corrección, nos hemos abstraído hasta aislarlos del mundo verdadero, pero dejando de levantar los muros que deberían protegerlos de su versión más cruda. Hay quien, hoy, juzgaría la libertad de la bruja Truca -que mantenía un romance con el estilista del jefe de la oposición- pero que no hace nada por frenar el acceso a la pornografía en niños. Y esa es la paradoja, que todas las puertas ahora están abiertas y ninguna es de fuerte; sólo las de la radio -futura-. Y no son las canciones ni sus letras las que sexualizan o confunden -muchas de las escritas durante La Movida ahora alimentarían piras como las del capitán Beatty-, no; la falta está en haber borrado al tiempo que esas otras rayas -las del Canal+- los instrumentos para aprender bien, para saber luchar. Quizá todo sea cuestión de "desenseñar a desaprender cómo se deshacen las cosas". Y apostar por la cultura. Otra vez. Porque enseña, salva, advierte; es siempre una oportunidad. Porque cura, protege, emancipa; es sabia viva. A los que, como a mí, nos dieron cultura -y música de Santiago Auserón-, al menos, nos hicieron libres. O eso intentaron.

placeholder Alaska en 'La bola de cristal'. (RTVE)
Alaska en 'La bola de cristal'. (RTVE)

El domingo estuve con Santiago Auserón, en la radio. Atravesó la puerta de fuerte que sigue aislando el estudio y se hizo un silencio de reverencia. Por unas verdades u otras, siempre distintas, todos tornamos de golpe en la Alicia de Carroll -después de ingerir setas- y nos volvimos guisantes abrumados, pequeños; uno de esos momentos en los que alzas la barbilla y aprietas los ojos, en los que optas por escuchar en vez de ponerte a batir -con- la lengua. A mí, Juan Perro me sabe a sábado y magdalenas -sin haberme cruzado aún, por el camino, con Swann-, a modernidad sin artificios. Dormía solo en una habitación con cama de ochenta y colcha de cuadros -mis hermanas lo hacían por parejas- e inauguraba cada fin de semana a la misma hora que un lunes para acodarme a ver lo que había soñado Lolo Rico -aún la pido-. Allí estaban Auserón y su mirada canalla, Olvido Gara con sus collares de rótulas, y los Electroduendes, ese filtro sin filtros del mundanal existir -trajes de psicodelia y pelo cardado, ojos de botón-. Los pienso y siento la misma pena que vive en la nostalgia; porque me veo sentado en el suelo del salón de mis padres con pijama de felpa siempre corto -crecía urgente-, asistiendo a sus cortejos. "Soy un Electroduende/y nadie me comprende", repetían al unísono; y también Ángela y yo. Lo de que nadie te comprenda, cuando eres niño -y no porque el televisor tuviera la pantalla convexa y nos devolviera deformes-, créanme, puede doler fuerte; encontrar espejos donde mirarte, representa un alivio.

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