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De Zurbarán, su cordero y los lomos de Agatha Christie
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De Zurbarán, su cordero y los lomos de Agatha Christie

No hay en el Reino Unido ninguna de las telas originales y, sin embargo, quienes miran a la novelista también lo hacen al pintor español

Foto: Agnus Dei. Francisco de Zurbarán. 1635-40. Museo del Prado
Agnus Dei. Francisco de Zurbarán. 1635-40. Museo del Prado

Salgo del Prado de ver a Picasso. Una afirmación que, en sí misma, podría sorprender si -sólo- atendemos al Real Decreto que divide nuestras colecciones de arte entre el edificio Villanueva -y de Moneo- y el de Sabatini -y Jean Nouvel-. Hace tiempo que esas fronteras no tan invisibles se interrumpieron -de forma tímida- con alguna muestra que interpelaba al pasado desde un pasado más reciente -como las de Giacometti o Francis Bacon-, con lienzos incrustados junto -justo- a las que fueron sus musas. En una de las salas de la planta alta, rodeado de flores y frutas, descansa -porque aunque cuelga siempre descansa- el Agnus Dei, de Zurbarán. Es imposible no mirarlo en mitad de su negrura -yo lo hago-; en permanente equilibrio; aquiescente. Bajo esa pelliza rizada parece seguir sintiendo a la espera del juicio, del filo, del final; “de un cuchillo, de un cuchillito”. El blanco -que aquí es ocre con pequeños golpes de luz- forma madejas, remolinos, construye una superficie casi abstracta que emparenta sin ambages con la divinidad; porque Dios es igualmente abstracto, “y refulge en la oscuridad”. La víctima que está a punto de ser inmolada -por todos, para nuestra salvación-, asume su destino ensimismada en su cadalso de piedra gris, patiatada. La losa -lisa y fría-, como de cementerio, parece la misma que sirve de sostén a la alcachofa de Van der Hamen -justo en frente-, al cardo de Sánchez Cotán -a un lado-. Un friso jalonado por más vanidades, por cacharros, por, incluso, un perro.

placeholder Fotograma de Diez negritos -basada en la novela de Agatha Christie-. Craig Viveiros. 2015
Fotograma de Diez negritos -basada en la novela de Agatha Christie-. Craig Viveiros. 2015

Zurbarán pintó hasta seis versiones de este tema; seis retratos -“del natural”, según Palomino- de corderos vivos fuertemente iluminados frente a la adversidad. En los últimos años, realizadores británicos -todos preciosistas- han regresado a los libros de Agatha Christie en busca de más víctimas, de -todavía- más oscuridad. Y en todas las paredes -cambiando el marco- de casi todas las construcciones victorianas, georgianas o del Arts and Crafts que les sirven de tramoya, han colgado el mismo lienzo con el mismo animal patiatado. Un Zurbarán. El más humilde de todos los lienzos de Zurbarán. Un corderito sobre su tajo, aún vivo. Y en la mansión -de la ínsula- en la que van cayendo, uno a uno, los Diez negritos, aparece; y decorando el comedor de Sunny Point -de Inocencia trágica-; y ocultando la caja de caudales de Mark Easterbrook en El misterio de Pale Horse. Todos, metrajes un poco más que largos, subidos de color y con especial interés en el detalle, en el símbolo, en lo que de singular tienen -casi- todas las cosas. No hay en el Reino Unido ninguna de las telas originales y, sin embargo, quienes miran a la novelista también lo hacen al pintor español, a esa naturaleza -no- muerta para indicar la consecución de un homicidio -aunque, en sí, lo de este cordero sea un magnicidio-.

placeholder Los libros de Agatha Christie -todavía- en casa de mi hermana Ana.
Los libros de Agatha Christie -todavía- en casa de mi hermana Ana.

En casa de mis padres, en el dormitorio de mi hermana mayor, en una librería de pino melis -chapada- que ocupaba toda la pared del fondo, se sucedían implacables, uno detrás del otro, los títulos de Agatha Christie en una colección de tapas blandas e ilustraciones severas. Recuerdo sus lomos con faltas de negro en las letras capitales, los collages que pretendían adelantar la trama. Allí puestos, algunos craquelados, eran como una advertencia pertinaz de todo lo malo que puede hacer un hombre, la crónica anunciada de nuestros peores vicios. Esto lo supe con el tiempo -y que nueve de cada diez asesinos son hombres-, pero siempre que podía, pegaba la nariz a esos tomos sobados con manchas de sangre pintada. Me fascinaba aquel universo de bibliotecas y perlas ensangrentadas -como en una canción de Alaska-, las montañas de cáscaras de pipa que Ana arrumbaba sobre la mesa del salón. Supongo que, después, la lengua le picaría de tanta sal, pero el movimiento instintivo -cómo de hámster-, cadencioso, en mitad de un silencio solo roto por el crujir del fruto -seco-, me dejaba pegado a la escena. Lo mismo me ocurre, ahora, con los episodios de Poirot, que no puedo dejar de verlos.

placeholder San Bartolomé. El Greco. 1611-14. Acordeonista. Pablo Picasso. 1911
San Bartolomé. El Greco. 1611-14. Acordeonista. Pablo Picasso. 1911

Lo que veía en mi casa es parte de quien soy hoy. También lo que me hacían ver mis padres -que nos despertaban si, desde el coche, se veía algún castillo, alguna iglesia por detrás del arcén que, mis hermanas y yo, no nos podíamos perder-. Y vuelvo al Prado cada poco porque ellos me llevaron antes; esta última vez para ver a Picasso -que lo dirigió en el 37- frente a -de nuevo- los rostros aspirados de El Greco -“cuya estructura”, escribió, “era cubista”-. El cubismo analítico es, un poco, como mirar a un espejo roto -que es, también, un título de Christie- y, en el Museo del Prado, un registro musical. Sobre fondo blanco, brillante, lo que se ha desplegado es un cuarteto de intérpretes con, en ristre, sus símbolos parlantes -clarinete, mandolina, acordeón y guitarra española- en sacra conversazione con los Apóstoles del cordero -de simplicidad compositiva y marcada espiritualidad-. Me he sentado para mirarlos; me hubiera gustado hacerlo en el suelo. He buscado en mi teléfono la última composición que escribió Beethoven; una “canción de profundo agradecimiento” cuando estaba a punto de morir. La música, igual que los santos, como intermediación necesaria para alcanzar el cielo. El mío, el que quiero, el que anhelo, se parece al de La bacanal de los andrios; intensamente azul y con música de fondo, en permanente ofrenda a Venus -diosa de la belleza; y del amor; y del amor a la belleza-.

placeholder La bacanal de los andrios. Tiziano. 1523-26. Museo del Prado
La bacanal de los andrios. Tiziano. 1523-26. Museo del Prado

Salgo del Prado de ver a Picasso. Una afirmación que, en sí misma, podría sorprender si -sólo- atendemos al Real Decreto que divide nuestras colecciones de arte entre el edificio Villanueva -y de Moneo- y el de Sabatini -y Jean Nouvel-. Hace tiempo que esas fronteras no tan invisibles se interrumpieron -de forma tímida- con alguna muestra que interpelaba al pasado desde un pasado más reciente -como las de Giacometti o Francis Bacon-, con lienzos incrustados junto -justo- a las que fueron sus musas. En una de las salas de la planta alta, rodeado de flores y frutas, descansa -porque aunque cuelga siempre descansa- el Agnus Dei, de Zurbarán. Es imposible no mirarlo en mitad de su negrura -yo lo hago-; en permanente equilibrio; aquiescente. Bajo esa pelliza rizada parece seguir sintiendo a la espera del juicio, del filo, del final; “de un cuchillo, de un cuchillito”. El blanco -que aquí es ocre con pequeños golpes de luz- forma madejas, remolinos, construye una superficie casi abstracta que emparenta sin ambages con la divinidad; porque Dios es igualmente abstracto, “y refulge en la oscuridad”. La víctima que está a punto de ser inmolada -por todos, para nuestra salvación-, asume su destino ensimismada en su cadalso de piedra gris, patiatada. La losa -lisa y fría-, como de cementerio, parece la misma que sirve de sostén a la alcachofa de Van der Hamen -justo en frente-, al cardo de Sánchez Cotán -a un lado-. Un friso jalonado por más vanidades, por cacharros, por, incluso, un perro.

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