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De Melusina y otros juegos de agua
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Jaime M. de los Santos

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De Melusina y otros juegos de agua

La mujer líquida, exiliada en parte de la vida pública, espectadora obligada de una realidad que le niegan y objeto a entrever

Foto: Cristo cena en casa de Leví. Giovanni Antonio Guardi. 1750. Copia del original de 1573 de Paolo Veronese
Cristo cena en casa de Leví. Giovanni Antonio Guardi. 1750. Copia del original de 1573 de Paolo Veronese

Me planto ante la tela que Giovanni Antonio Guardi pintó en 1750 copiando a Veronese. Cuelga en la caja de escalera del que fuera primer monasterio premostratense de España, Santa María de Retuerta. Un marco sencillo la embrida sin restar protagonismo a ninguna de las figuras que le atraviesan; todos hombres dispuestos en friso en torno a una mesa infinita presidida por Jesús -nimbado-; hasta el perro en primer plano es macho -ahí está la pincelada locuaz-. Un racimo de hombres desparramado bajo un triple arco triunfal, ante un paisaje urbano ideal, frente a un espectador ahíto de historias. Todos hombres menos la figura infantil que parece huir por la derecha, menos las dos mujeres que, desde arriba, observan en silencio por detrás del balaustre -y que no existen en el lienzo original-; espectadoras lo mismo que las que parecen conversar bajo el vano -paladiano- del palacio que a la izquierda define una de las fugas, como la que se asoma desde el interior de un salón que, quiero creer, estará profusamente ornado. A Jesús nadie le presta atención, si acaso Leví -o Mateo-. El resto habla, come, bebe, sirve, se arremolina entre los fustes de mármol jaspeado. Un joven copero huele lo que podría ser vino para asegurarse de que no está envenenado. Un bufón se defiende de la amenaza de otro sirviente. Y Cristo inmóvil, impertérrito, ensimismado, absorto. Paolo Veronese lo pintó en una trasposición soñada de la Última cena, rodeado de contemporáneos, sobre un pavimento cosmatesco que acelera la sensación de perspectiva, para la basílica de San Zanipolo -sustituyendo al Cenacolo perdido de Tiziano-; Guardi como homenaje vedutista al maestro veneciano.

placeholder Cristo cena en casa de Leví. Giovanni Antonio Guardi. 1750. Detalles
Cristo cena en casa de Leví. Giovanni Antonio Guardi. 1750. Detalles

Pero en la escena falta música -que sí suena en sus Bodas de Caná-. Me pongo los auriculares. Busco en “biblioteca” a Claudio Monteverdi. Suena Cruda Amarilli. Y luego el Lamento de la ninfa. Madrigales que son casi ópera con delicadas voces femeninas. Pero en la pintura no hay prácticamente mujeres, y las que aparecen casi se excusan, o se esconden -abocetadas-. Paso canciones. Llego a la Tocatta de L´Orfeo -entre castrense y festiva-. Ya tengo mi espacio sonoro, mi basso continuo. La escena coge otra dimensión, hasta el cielo acuoso se define. Y, sin darme cuenta, mi cabeza viaja a Venecia, a otra iglesia, a la de San Lorenzo. La última vez también tenía música -Ay, mi pescadito- y mantarrayas y un huevo gigante colgando del cielo como en la Pala de Brera -sacra conversazione pintada por Piero della Francesca-. Fue durante la Bienal de Arquitectura, a dos canales y un par de -vetustos- puentes de la de San Zanipolo. Seres híbridos y gráciles -como si hubieran salido del agua- ocupaban la planta, el altar de piedra gigante les hacía de bambalina calada -el templete que fue custodia es como los del fondo de la tela de Veronese-, las notas reverberaban entre las bóvedas de crucería. Álvaro Urbano y Petrit Halilaj han compuesto la escena, devolviendo al viejo -y desacralizado- templo, vida, luz. Regreso a Valladolid, al peldaño en el que me he instalado y desde el que escruto lo que pasa en el óleo de Guardi. No sé si lo que sujeta el apóstol Pedro es también un pez -ichtus- pero lo que sí que aparecen desperdigados sobre el mantel blanco son bollos de pan, signo inequívoco de la instauración de la eucaristía.

placeholder Lunar ensemble for Uprising Seas. Álvaro Urbano y Petrit Halilaj. TBA21 y Audemars Piguet Contemporary
Lunar ensemble for Uprising Seas. Álvaro Urbano y Petrit Halilaj. TBA21 y Audemars Piguet Contemporary

Pego la cara al lienzo. Quiero observar de cerca a esa mujer que nos mira desde la intimidad de su casa, por detrás del vidrio. No es más que un poco de pintura, unas cuantas pinceladas urgentes, manchas blancas sobre un informe fondo gris. Sólo se le ve de cintura hacia arriba, como a Melusina -mitad mujer mitad serpiente-, emergiendo del antepecho donde, igualmente esbozada, se puede ver la personificación de un río, símbolo clásico casi siempre varón. A Melusina, la inventó Jean d´Arras para emparentar a los Duques de Lusignan con un ser mitológico -Alfonso X, el sabio, lo había hecho con Hércules y los monarcas españoles-. La mujer líquida, exiliada en parte de la vida pública, espectadora obligada de una realidad que le niegan y objeto a entrever. De ella, de ese anfibio soñado, aseguran, descienden los reyes ingleses a través de Jacqueta de Luxemburgo -suegra del shakesperiano Eduardo IV-; a ella le dedicó una melodía Mendelssohn en 1833-Die schöne Melusine-. También la busco pero en Spotify -no está entre mis descargas- y me sorprende su estética pre-impresionista, su fluidez. Remonto -como un esturión- al Lamento de la ninfa de Monteverdi, ahora tiene sentido; y en mi construcción trato de imaginar cómo serán las piernas de Melusina, de la mujer del vano. Seguro que se parecen a las de las Serpientes de agua de Klimt, ingrávidas y sensuales criaturas marinas jalonadas por teselas de oro y con sus miembros aún intactos. Tal vez porque no fueron retratadas en sábado y, según las leyendas artúricas, a Melusina, “la más sabia y culpable” de las hijas del rey de Albión, sólo le crecían escamas una vez por semana.

placeholder Serpientes de agua II. Gustav Klimt. 1904-07
Serpientes de agua II. Gustav Klimt. 1904-07

Me planto ante la tela que Giovanni Antonio Guardi pintó en 1750 copiando a Veronese. Cuelga en la caja de escalera del que fuera primer monasterio premostratense de España, Santa María de Retuerta. Un marco sencillo la embrida sin restar protagonismo a ninguna de las figuras que le atraviesan; todos hombres dispuestos en friso en torno a una mesa infinita presidida por Jesús -nimbado-; hasta el perro en primer plano es macho -ahí está la pincelada locuaz-. Un racimo de hombres desparramado bajo un triple arco triunfal, ante un paisaje urbano ideal, frente a un espectador ahíto de historias. Todos hombres menos la figura infantil que parece huir por la derecha, menos las dos mujeres que, desde arriba, observan en silencio por detrás del balaustre -y que no existen en el lienzo original-; espectadoras lo mismo que las que parecen conversar bajo el vano -paladiano- del palacio que a la izquierda define una de las fugas, como la que se asoma desde el interior de un salón que, quiero creer, estará profusamente ornado. A Jesús nadie le presta atención, si acaso Leví -o Mateo-. El resto habla, come, bebe, sirve, se arremolina entre los fustes de mármol jaspeado. Un joven copero huele lo que podría ser vino para asegurarse de que no está envenenado. Un bufón se defiende de la amenaza de otro sirviente. Y Cristo inmóvil, impertérrito, ensimismado, absorto. Paolo Veronese lo pintó en una trasposición soñada de la Última cena, rodeado de contemporáneos, sobre un pavimento cosmatesco que acelera la sensación de perspectiva, para la basílica de San Zanipolo -sustituyendo al Cenacolo perdido de Tiziano-; Guardi como homenaje vedutista al maestro veneciano.

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