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De Babel y otros intentos de parecerse a Dios
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Jaime M. de los Santos

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De Babel y otros intentos de parecerse a Dios

No sorprende ver al Dios del Génesis contraviniendo la fuerza de una lengua común, el poder que representa la comunicación sin bridas

Foto: La torre de Babel. Peter Brueghel, el viejo. 1563. Kunsthistorisches Museum
La torre de Babel. Peter Brueghel, el viejo. 1563. Kunsthistorisches Museum

Hay dos Babeles en Peter Brueghel -el viejo-, la de Viena y la de Roterdam. Dos torres que tocan “los cielos”. Dos zigurats de piedra y ladrillo que giran sobre su eje y andan buscando “la fama”. Cuando Yahvé compruebe lo sofisticado del monumento y por ende de Su creación -que, “nada de cuanto se proponga le será imposible”-, bajará a la tierra dispuesto a confundirnos a través del lenguaje, “de modo que no entienda cada cual el de su prójimo”. No sorprende ver al Dios del Génesis contraviniendo la fuerza de una lengua común, el poder que representa la comunicación sin bridas; es el mismo que unos pocos versículos antes nos dio la libertad pero no el conocimiento, el que se levanta por la soberbia de unos hombres que lo que hacen es erigir un ídolo, un primer vellocino de oro. En ambas tablas -de roble-, igual que el árbol del bien y el mal, la torre se yergue sobre las cabezas de quienes rinden pleitesía al rey Nemrod -“quien incitó tal afrenta y menosprecio hacia Dios”-, por encima de una ciudad -flamenca- cuajada de iglesias, a partir de siete plantas como en el Coliseo de Roma. El número siete como epílogo, como frontera, como fin de una obra perfecta; el día en que “terminó Dios lo que había hecho y descansó”.

placeholder Detalle de La torre de Babel. Peter Brueghel, el viejo. 1563. Kunsthistorisches Museum
Detalle de La torre de Babel. Peter Brueghel, el viejo. 1563. Kunsthistorisches Museum

Montones de trabajadores se afanan en sus grúas portando lajas, devastando piedras. Carretas tiradas por mulas cargan con leña. Entre contrafuertes, cubiertas con paja, a partir del tercer piso, hay quienes incluso han levantado moradas para evitar el viaje de vuelta, al suelo. Por delante de una de ellas cimbrea un cabo del que cuelga ropa blanca. Un grupo de mujeres tocadas se amontonan por detrás de un arco en penumbra. El preciosismo de Brueghel es infinito, su capacidad de traducir la atmósfera, única: La densidad de la urbe se convierte en oxígeno al traspasar el horizonte -casi plano-. Las nubes se espesan. El agua, en calma, dibuja meandros. A la torre se le ve incluso el alma, cuerpos cavernosos de adobe atravesados por escaleras, porciones de roca. Es la obra de un artista inmenso del que apenas han sobrevivido cuarenta piezas, una ofrenda al verismo pintada el mismo año en el que acaba, en Trento, el Concilio de la Contrarreforma papal. Allí se fijan los principios de un nuevo arte, la conveniencia de que el creyente fije lugares ciertos que podrán “ser la Jerusalén celestial”, “personas que conoces como si fueran las que participaron en la Pasión”. Eso recomienda Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, “como si tuvieras a nuestro Señor sufriendo ante tus propios ojos”. Así lo pintará en otra obra Brueghel, durante una de Sus caídas, Camino al Calvario.

placeholder Camino al Calvario. Peter Brueghel, el viejo. 1564. Kunsthistorisches Museum
Camino al Calvario. Peter Brueghel, el viejo. 1564. Kunsthistorisches Museum

Cualquier católico podría imaginar, ya, esa mole de piedra helicoidal cimentada en su entorno, ver a Jesús subiendo al Gólgota entre sus vecinos, asistir a la predicación de Juan Bautista como en un vulgar día de fiesta; a partir de un lenguaje naturalista, una cotidianeidad inequívoca, un nivel de detalle que lo que intenta es restarle abstracción al propio mensaje divino -tanto que a veces cuesta encontrar a Dios o a Su hijo-. Un siglo más tarde surgirán doctos detractores de este torrente absoluto de verdad; uno de ellos Bellori, pero en su caso para atacar a Caravaggio al que, asegura, le falta “invenzione, decoro e disegno” por desdeñar el ideal mundo de las ideas. A mí, lo confieso, me obsesionan sus telas: Los chorros de sangre viva que manan del gaznate de Holofernes, los tendones en tensión del caballo que consigue tirar a Saulo, la belleza narcótica de sus Bacos lascivos. Y esto porque tal vez hoy, nuestro hoy, el mío, anda empeñado en diseccionar todo, en desmembrar todo -cada gesto, cada músculo, cada acción-, en someter a escrutinio cada verdad. Bueno, en eso y en volver a una Babel inventada -cuando no es necesaria-.

placeholder El molino y la cruz. Lech Majewski. 2011
El molino y la cruz. Lech Majewski. 2011

En 2011, Lech Majewski, en Sundance, presentaba al mundo su particular mirada sobre un instante de la Pasión. Lo hacía como lo hiciera Brueghel, asumiendo su retórica, colándose en la procesión de cuerpos que circulan por la escena, dándole aliento a la Virgen y a las otras Marías -con sus tocas de algodón caladas-, al marcial Longinos. Dejando que gire la rueda sujeta al poste, que el aire revuelva las aspas del molino en solemne equilibrio. Su Molino y la cruz es el Camino al Calvario -de Viena-, desde dentro, con el mismo cielo denso, otoñal -que es el del Regreso de la manada, esa pléyade de reses mansas-; la misma tierra, el mismo aire, los mismos cuervos acechando un cadáver -al fondo- que debe ser el de Gestas. Majewski, igual que Dalí, ya había transitado por el Ángelus de Millet, ya se había vuelto, él mismo, pintura, ya nos había hecho partícipes de esa otra verdad, la del cuadro; una poética a la que atiende cualquiera, un lenguaje -casi- universal. El ARTE -en mayúsculas- es ese idioma, nada más. Por cada una de sus caras. Desde todos los ángulos. En todas las lenguas del mundo -incluso de fuego como en Pentecostés-. La única certeza unívoca. La verdad.

placeholder Regreso de la manada. Peter Brueghel, el viejo. 1565. Kunsthistorisches Museum
Regreso de la manada. Peter Brueghel, el viejo. 1565. Kunsthistorisches Museum

Hay dos Babeles en Peter Brueghel -el viejo-, la de Viena y la de Roterdam. Dos torres que tocan “los cielos”. Dos zigurats de piedra y ladrillo que giran sobre su eje y andan buscando “la fama”. Cuando Yahvé compruebe lo sofisticado del monumento y por ende de Su creación -que, “nada de cuanto se proponga le será imposible”-, bajará a la tierra dispuesto a confundirnos a través del lenguaje, “de modo que no entienda cada cual el de su prójimo”. No sorprende ver al Dios del Génesis contraviniendo la fuerza de una lengua común, el poder que representa la comunicación sin bridas; es el mismo que unos pocos versículos antes nos dio la libertad pero no el conocimiento, el que se levanta por la soberbia de unos hombres que lo que hacen es erigir un ídolo, un primer vellocino de oro. En ambas tablas -de roble-, igual que el árbol del bien y el mal, la torre se yergue sobre las cabezas de quienes rinden pleitesía al rey Nemrod -“quien incitó tal afrenta y menosprecio hacia Dios”-, por encima de una ciudad -flamenca- cuajada de iglesias, a partir de siete plantas como en el Coliseo de Roma. El número siete como epílogo, como frontera, como fin de una obra perfecta; el día en que “terminó Dios lo que había hecho y descansó”.

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