Íncipit
Por
De lo público, 'El público' y los públicos
Sin miedo no seríamos nosotros porque seríamos inmensamente mejores. Por eso a los malos les gusta tanto asustar -e incendiar obras de arte-, porque les hace creer que son más fuertes
No he conseguido desprenderme aún de lo que sentí hace unos días en mi butaca de fieltro rojo del Festival de Otoño de Madrid. No lo he hecho y no lo quiero hacer. Lo quiero conservar como un reflejo macabro de todo aquello que a veces pienso y no me atrevo a decir -ni a mí mismo-, de lo que transita denso entre el fango heredado de mi ser. Venir del limo, de dónde aseguró Darwin que procedemos todos, quizá sea en parte el motivo de tanta vileza sostenida, del insoportable pesar que en ocasiones nos violenta como “mal dolor de clavo”. Que esto -y digo “esto” y me refiero al mundo- siga siendo un “valle de lágrimas”, puede que represente el estertor penúltimo de una evolución obligada, de una corriente infinita que nos ha traído hasta aquí. No pretendo ser apocalíptico, ni apostolar -no soy san Juan y no estoy en Patmos-, sólo dejo que mis palabras reflejen lo que viví -esa noche- y vivo, todo lo que sólo la cultura sabe entrever.
Cuando decides enfrentarte a la vida bajo el filtro -esta vez ambarino- de Angélica Liddell, sabes que todo lo que veas te acabará dejando una muesca, que nada está ahí porque sí. Cada palabra, cada quiebro de su voz amarga están hechos para la reflexión cruda, para el análisis primitivo de la verdad; la suya, esa que le trepa hasta la boca y no deja a nadie en su sitio. Y digo “sitio” y me refiero al lugar que ocupamos en una sociedad que, como dejó de creer en lo invisible, busca evidencias -sólo- de todo lo que está mal. Para salvarse. Para, entonando el mea culpa, seguir sin hacer nada. De esto habla El olor a sangre no se me quita de los ojos -si es que hablar fuera lo que hace la creadora, que implora, grita y pelea con lo único que le queda, la beldad-, de la desesperación ante lo que hemos decidido que sea cotidiano, normal. Como el hecho simple de que alguien te entregue las cenizas de tu madre entre risas sin duelo, desacralizando la vida que es también muerte, en uno de esos tanatorios que para Nicanor Parra no son más que “vicios del mundo moderno”.
El mío, mi mayor vicio confeso, el más vivo, es el teatro, “el teatro bajo la arena”, el que describe Lorca como una “tribuna nueva donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas”. “Teatro auténtico, visceral” que dice en El público; rito y mito. Teatro cuajado de imágenes que me conectan con lo místico, con esa religiosidad perdida e invocada -aquí-, con “la verdad de las sepulturas”. Angélica Liddell hace de esa arena albero y se derrama en ella como Juan Belmonte, denodada y fiera, hasta volverse mártir de la belleza; mirando, fija, a los ojos a un toro de lidia que es un tótem en mitad de la escena. Uno zaíno que bien podría ser el mismo que se asoma llorando a El Guernica, el que dio muerte en la plaza a Ignacio Sánchez Mejías. “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace/un andaluz tan claro, tan rico de aventura”, le llora Federico, “y recuerdo una brisa triste por los olivos”. Dolor y muerte. “Dolor y vida” -como canta Bola de nieve-. Así pasan los minutos que parecen segundos y que no se olvidan, a saltos entre este aquí y ahora y un más allá tan abstracto como soñado. Y digo “soñado” y me refiero al deseo que es necesidad, clamor.
En esa caída incesante, en ese embudo -que todos de vez en cuando nos debiéramos colgar de la sesera- que la traga y que poco o nada tiene del de la Ascensión al Empíreo de El Bosco, pudiera parecer que no hay esperanza posible, ni tregua. La hay -y digo que “la hay” porque estoy seguro-. Y dónde ella precisamente la encuentra -dice que sólo- es subida a unas tablas, sobre un escenario, recibiendo el calor que le falta en la vida verdadera. Desde allí arriba se increpa, se lacera, le escupe a la imagen deformada de su espejo todo el drama que le sitia. Y se convierte en pietà - abrazada a un hombre igual de completo que yo-. Y despliega unas alas de carne -lo mismo que Francis Bacon y antes Rembrandt- para, como un ángel -exterminador-, anunciarnos todo su miedo. Y nos reprende, a su público fiel; nos obliga a mirarnos de cerca y tirar del ombligo para ver si encontramos algo que no sea pelusa, tal vez un túnel que transite al corazón. Porque, en definitiva, sin duda, todo lo que le quita el aliento -hasta hacerle balbucear sus deseos- es el amor o, más bien, su ausencia manifiesta.
“Ay, amor, si te llevas mi alma/llévate de mí, también el dolor”, sigue Ignacio Jacinto Villa, Bola de nieve, - “franciscano pasado por el trópico” para Camilo José Cela-; justo lo mismo que parece perseguir Liddell mientras lucha con la nada. Cuando era pequeño, yo también tenía miedo a la nada -por culpa de Michael Ende y su Historia Interminable-; durante años, la oscuridad me asustaba porque me recordaba a ella, a ese vacío que se debe parecer al limbo de Los otros y que acaba surcando Bastián -y digo “durante años” por no reconocer que todavía un poco-. Y dormía con una luz encendida, como Dalida. O abrazado a un muñeco brillante con forma de gusano. Y corría a la cama de mi hermana pequeña para repartir el miedo. Sin miedo no seríamos nosotros porque seríamos inmensamente mejores. Por eso a los malos les gusta tanto asustar -e incendiar obras de arte-, porque les hace creer que son más fuertes. Y lo son, a veces; y peores, siempre, mucho peores. Cuídense de los malos tanto como de los profetas del nada; nada son y en nada les querrán convertir.
No he conseguido desprenderme aún de lo que sentí hace unos días en mi butaca de fieltro rojo del Festival de Otoño de Madrid. No lo he hecho y no lo quiero hacer. Lo quiero conservar como un reflejo macabro de todo aquello que a veces pienso y no me atrevo a decir -ni a mí mismo-, de lo que transita denso entre el fango heredado de mi ser. Venir del limo, de dónde aseguró Darwin que procedemos todos, quizá sea en parte el motivo de tanta vileza sostenida, del insoportable pesar que en ocasiones nos violenta como “mal dolor de clavo”. Que esto -y digo “esto” y me refiero al mundo- siga siendo un “valle de lágrimas”, puede que represente el estertor penúltimo de una evolución obligada, de una corriente infinita que nos ha traído hasta aquí. No pretendo ser apocalíptico, ni apostolar -no soy san Juan y no estoy en Patmos-, sólo dejo que mis palabras reflejen lo que viví -esa noche- y vivo, todo lo que sólo la cultura sabe entrever.