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De la moda en la Casa de Alba y otros secretos confesables
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Jaime M. de los Santos

Íncipit

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De la moda en la Casa de Alba y otros secretos confesables

Siempre he visto en la moda la mejor forma, la más elocuente, de intentar comprender los porqués, algunos, de sociedades pasadas

Foto: Sombrerera y sombreros de copa del XVII Duque de Alba. Fundación Casa de Alba. Foto: Jon Cazenave
Sombrerera y sombreros de copa del XVII Duque de Alba. Fundación Casa de Alba. Foto: Jon Cazenave

Que me gusta la moda es algo que casi todo el que me conoce sabe de largo; desde que era pequeño, cuando me empeñaba en pertrechar vestidos ultra ajustados a las muñecas de mi hermana; casi siempre con unos calcetines de media negra que le robaba a mi padre antes de que le salieran carreras y que se adaptaban a las curvas hipersexualizadas de la legión de Barbies rubias de Ángela -a imagen, infantil y torpe, del little black dress de Chanel que había aparecido por vez primera en la edición americana de Vogue de 1926-. El cajón de la ropa interior de los padres -muchas veces el más alto de la mesilla- merece en sí mismo un Íncipit por ser trasunto en reducido de su verdadero carácter, una especie de especular zoco donde casi de todo cabe y casi siempre desordenado. El del mío, que hubiera preferido que viera carreras pero de coches sentado a su lado, tenía al fondo hasta una muela cuyo origen sigo ignorando -decisión propia-. Con los pañuelos blancos de algodón -esos que venden en cajas de a tres-, amontonados igualmente allí, elaboraba sobretodos de perfil abultado aprovechando el dibujo de la trama, el brillo esmerilado que deja la plancha. A veces, bastantes, escuchaba quejarse a mi padre ante la falta de pareja -de media- y a mi madre -su pareja de verdad- convertirse en colchón tratando de justificar todo.

placeholder Vestidos simultáneos. Sonia Delaunay. 1925. Museo Thyssen Bornemisza
Vestidos simultáneos. Sonia Delaunay. 1925. Museo Thyssen Bornemisza

Nunca fui ni modista ni diseñador ni nada. Pero, lo mismo que Baudelaire, siempre he visto en la moda la mejor forma, la más elocuente, de intentar comprender los porqués, algunos, de sociedades pasadas; “trajes que hacen reír a mucha gente irreflexiva (…) y presentan un encanto de naturaleza doble, artístico e histórico”. Muchos artistas, sobre todo en el fecundo siglo veinte, han experimentado, más allá del lienzo, con telas para hacer verdadero lo que dice El pintor de la vida moderna. Si tuviera que elegir uno me quedaría con dos, Sonia Delaunay y Kazimir Malevich; Orfismo y Suprematismo para llevar encima. Al ritmo que se han ido engrosando los títulos sobre esta disciplina en los fondos de las bibliotecas públicas -cuando llegué a la universidad, en la facultad de historia no había ni un solo libro-, se han sucedido apuestas denodadas por hacer visible el carácter artístico de unas piezas que, por útiles, parecen al margen de la poética; piezas que, aunque no siempre, parten de premisas similares a las del resto de Bellas Artes y en las que, también, cristaliza mucho de lo que sienten quienes han querido llevarlas. Si el textil cuelga plano -y no me refiero sólo al lienzo tensado en un bastidor- no encuentra resistencia intelectual -ahí están los Gobelinos o las obras de Teresa Lanceta- pero si vive y campea en unas clavículas más o menos tersas, si ha sido tricotado por Sonia Rykiel -por ejemplo-, parece abocado al ostracismo del fast-food. Como si en verdad de lo que tuviéramos miedo fuese de la vida.

placeholder Traje de baile. Charles F. Worth. 1897. Colección Francisco Zambrano. Foto: Jon Cazenave
Traje de baile. Charles F. Worth. 1897. Colección Francisco Zambrano. Foto: Jon Cazenave

En el Palacio de Liria vive un Duque, el de Alba, y en un ala del muy reconstruido tras la guerra y regio edificio de Ventura Rodríguez, han levantado parte de su historia familiar por medio, precisamente, de esas prendas que fueron y siguen siendo esenciales para entender su pasado, porque, continúa Baudelaire, “lo que hace feliz es encontrar en todas (…) la moral y la estética de una época”. Aquí, la época es larga y abarca desde la imperial Eugenia de Montijo hasta el vestido de novia de la Duquesa de Huéscar. Casi dos siglos, veinte décadas, varias duquesas y un propósito, mirar la historia con otros ojos, con otras lentes. En la ópera hay hoy quien, todavía, mira la escena a través de unos anteojos -galileanos- que no sólo amplían uno u otro detalle, sino que ayudan a atender -y entender- lo que en silencio alza la voz, las nimiedades que acaban construyendo el todo. De la Emperatriz de los franceses se muestran unos de laca blanca. Y un abanico con las varillas de nácar. Y un traje de baile que Charles F. Worth le diseñó en París. Ella, que fue “adorno del trono” según su marido, al perderlo -pero no la cabeza como María Antonieta- se exiliaría a Inglaterra para, después, sola, vivir en Biarritz y, a veces, en Liria -que fue la casa de su hermana Paca-. Por eso los vestidos y los cuadros; el mejor -en el salón de baile- el de Winterhalter. Acodada y pensativa, viste una de esas prendas de corte infinitas y una estola de armiño. Sobre la testa, una tiara -de las que llaman kokoshnik- y un velo de tul a base de leves pinceladas. Como en un palco ella también, pero bañada por una luz neoclásica.

placeholder -La Emperatriz de los franceses. Franz Xaver Winterhalter. 1862. Fundación Casa de Alba. Velo de novia de la Emperatriz Eugenia de Montijo. 1853. Foto, Jon Cazenave
-La Emperatriz de los franceses. Franz Xaver Winterhalter. 1862. Fundación Casa de Alba. Velo de novia de la Emperatriz Eugenia de Montijo. 1853. Foto, Jon Cazenave

Al fondo a la derecha sigue el despacho del Duque y en las paredes tres pinturas de Zuloaga. Eloy Martínez de la Pera nos abre la puerta que, por detrás de la mesa, lleva al palacio de verdad. De la primera a la última, cada sala -alineadas sin dejar de mirar al parque urbano- es un museo. También de moda -¿o es que el chemise à la reine de plumeti que lleva la XIII Duquesa de Alba, no es el motivo principal del retrato de Goya? O la armadura de Don Fernando con que le pintó Tiziano, ¿no lo es?-. Esto lo cuenta mejor que nadie Eloy mientras obliga a su público a fijarse en las transparencias de la capa -pintada seguro con clara- de María Estuardo. Y es cierto que, como también escribió Baudelaire, “la idea que se hace el hombre de lo bello (…) arruga o estira su vestido (…) e incluso penetra sutilmente los rasgos de su rostro”; no hay más que acercarse al de la Reina de Escocia -que lo fue seis meses también de Francia- para comprobar que los suyos son tan angulosos, tan matemáticos, como los del encaje de la gola o los del terciopelo verde que le sirve de trasera. Rostros, casi todos, idealizados que emergen de montañas de tela que son imprescindibles para abundar en lo que allí se representa; túnicas, chalecos -como el de piel de castor del Cosme I de Medici de Bronzino- y hopalandas que son reflejo especular de un tiempo que no por haber pasado está perdido y que, en esta muestra, lo que se quiere precisamente es atar -igual que un corsé-.

placeholder Cosme I de Medici. Bronzino. Fundación Casa de Alba
Cosme I de Medici. Bronzino. Fundación Casa de Alba

Que me gusta la moda es algo que casi todo el que me conoce sabe de largo; desde que era pequeño, cuando me empeñaba en pertrechar vestidos ultra ajustados a las muñecas de mi hermana; casi siempre con unos calcetines de media negra que le robaba a mi padre antes de que le salieran carreras y que se adaptaban a las curvas hipersexualizadas de la legión de Barbies rubias de Ángela -a imagen, infantil y torpe, del little black dress de Chanel que había aparecido por vez primera en la edición americana de Vogue de 1926-. El cajón de la ropa interior de los padres -muchas veces el más alto de la mesilla- merece en sí mismo un Íncipit por ser trasunto en reducido de su verdadero carácter, una especie de especular zoco donde casi de todo cabe y casi siempre desordenado. El del mío, que hubiera preferido que viera carreras pero de coches sentado a su lado, tenía al fondo hasta una muela cuyo origen sigo ignorando -decisión propia-. Con los pañuelos blancos de algodón -esos que venden en cajas de a tres-, amontonados igualmente allí, elaboraba sobretodos de perfil abultado aprovechando el dibujo de la trama, el brillo esmerilado que deja la plancha. A veces, bastantes, escuchaba quejarse a mi padre ante la falta de pareja -de media- y a mi madre -su pareja de verdad- convertirse en colchón tratando de justificar todo.

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