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De la locura y sus elogios
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De la locura y sus elogios

Siempre me ha interesado la locura, sobre todo el control férreo al que al diferente se le ha sometido a lo largo de la historia; por injusto, desmedido e ineficaz

Foto: 'Casa de locos'. Francisco de Goya. 1812. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
'Casa de locos'. Francisco de Goya. 1812. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Durante el tiempo que anduve escribiendo mi novela -casi quince meses- una de las cosas que más me obsesionaba era la verosimilitud, el parecer auténtico, creíble, de verdad. Asumir como propia la voz de una mujer -esta, Elvira, nacida en plena guerra civil española- me llevó a leer un tiempo largo sólo a escritoras, a fijarme -más aún- en lo que esa “otra mitad del mundo”, que dijo Clara Campoamor, dice; encerrar a José en el manicomio de Ciempozuelos -decisión argumental propia-, a profundizar en un dédalo de jaulas para el control de unos seres apartados por -y de- la sociedad. Siempre me ha interesado la locura, sobre todo el control férreo al que al diferente se le ha sometido a lo largo de la historia; por injusto, desmedido e ineficaz; porque durante un tiempo yo también me sentí diferente. Cuando leí que la reina Juana de Castilla, la loca, la “acosada por bruxas”, le pedía a su hijo, el emperador Carlos, que “sin causa yo no sea maltratada”, sentí el dolor que aquella mujer recluida pudo llegar a sentir. La legítima heredera -por gracia divina- de los reinos de Castilla y Aragón bajo arresto durante casi treinta años, en lo más lúgubre de un palacio frío en Tordesillas, olvidada, depuesta. Y eso es lo que parece que ha hecho siempre el que se cree cuerdo, superior, amputar al distinto para evitar transferencias, cualquier tipo de desorden, extirpar la piedra de la locura como en la tabla de El Bosco. Analizando las dolencias reales de todos esos no tan locos con la mirada -cuasi- benévola de hoy, el reflejo que obtenemos es obsceno por injusto, traumático: la mayoría de ellas, de ellos, lo que tenían era tristeza, inmensa. Como Juana.

placeholder 'La extracción de la piedra de la locura'. El Bosco. 1501-05. Museo del Prado.
'La extracción de la piedra de la locura'. El Bosco. 1501-05. Museo del Prado.

Sé que los había peligrosos y aquejados de profundos males, sé que hubo y habrá dolencias irreversibles poco compatibles con la vida en comunidad, pero nunca fueron los más; y a todos, siempre, se les aplicaron las mismas cadenas, los mismos venenos, la misma soledad obligada. Alda Merini no fue sólo una escritora gigante y una poeta sutil, también, dijeron, estaba loca y pasó más de diez años en el -psiquiátrico- Paolo Pini de Milán. En su Diario de una diversa, desmenuza lo vivido, o más bien sufrido, frente a los desnudos muros de aquel deshumanizando centro, a la vista de enfermeras que la preferían quieta y por tanto drogada, entre más víctimas de un incalificable mundo dispuesto solo a calificar. Incorpora entre sus notas certeras versos de una belleza que conmueve, “para que nuestros verdugos vean que en el manicomio es muy difícil asesinar el espíritu inicial, el de la infancia, que no está ni podrá ser nunca corrompido por nadie”. A pesar de todo. De las camisas de mangas alongadas que le vuelven ovillo. De las gélidas abluciones inesperadas. De los fármacos alienantes y las cinchas que te hacen “vivir la pasión de Cristo”. En su calvario de Valium y Dogmatil, llegará a decir de su hija que es “inferior a mis expectativas”; como una atribulada Medea, como Aurora Rodríguez Carballeira. Carme Portaceli parece haber leído a Merini y a Erasmo de Roterdam -su Elogio de la locura- y, por supuesto, a Almudena Grandes para levantar ese milagro en las tablas que protagoniza Blanca Portillo. Porque eso es su Madre de Frankenstein, un milagro de más de tres horas donde lo que se intenta es entender una España, aquella.

placeholder Blanca Portillo y Pablo Derqui en 'La madre de Frankenstein'. Dirección, Carme Portaceli. 2023. Foto: Geraldine Leloutre.
Blanca Portillo y Pablo Derqui en 'La madre de Frankenstein'. Dirección, Carme Portaceli. 2023. Foto: Geraldine Leloutre.

Aurora Rodríguez Carballeira es tan real como el eugenismo que la invade, tan disparatada como los grabados de Goya; su mirar, obsesivo y taumatúrgico, es lo que le lleva a acabar con la vida de su hija porque, dirá, “era un boceto defectuoso”; igual que el vástago fabricado por Mary Wollstonecraft Shelley en la Villa Diodati, como las niñas chinas a las que no dejan nacer. Emerge en la escena tocando el piano con bravura a la vez que pretende, arengando, alumbrar la necesidad acuciante de cambios, de pasos seguros hacia un mañana mejor, de elevarse. Quizá por eso, desde arriba, como un águila en Patmos, se sienta diosa, verdugo dotado del derecho absoluto de segar el hálito de su imperfecta creación. De eso nos habla Portaceli, de la insaciable -y enloquecida- búsqueda de lo perfecto -como sí existiera-, del choque entre dos mundos adversos, mientras hace que actores y actrices transiten por la caja como en un cuadro del -loco- Nijinski, tan orgánicos como firmes. Déjenme que, de todos, me quede con una, Gabriela Flores; auténtica, creíble, de verdad. Lo hice y lo hago siempre que la veo en teatro, dejar de verla un minuto -o dos-, cerrar los ojos para solo escuchar su voz profunda, bella, matemática. Pitágoras, primero en esa ciencia, creía que los números eran un regalo de los dioses; uno de ellos, Cronos -o Saturno- acabaría devorando a su hijo, él también. Y Goya lo pintó en su Quinta ya sordo, deglutiendo el cuerpo inerte de la que parece más que hijo, hija, con el rostro de una bestia qua nada tiene que perder. Tal vez loco.

placeholder Gabriela Flores en 'La madre de Frankenstein'. Dirección, Carme Portaceli. 2023. Foto, Geraldine Leloutre.
Gabriela Flores en 'La madre de Frankenstein'. Dirección, Carme Portaceli. 2023. Foto, Geraldine Leloutre.

A Annemarie Schwarzenbach la recluyen en White Plains y ella lo que pide son rollos de papel para poder seguir escribiendo. Frances Farmer -“la mejor actriz con la que he trabajado” según Howard Hawks- es diagnosticada de esquizofrenia y apartada del mundo en un sanatorio de Washington. A las dos las aplican electrochoque, que es lo mismo que intentar asesinarlas con paciencia y alevosía, sin prisa. “Proscrita”, Camile Claudel pasará treinta años en el manicomio de Montdevergues; para su suerte es muy mayor y está sumida en el mayor de los silencios cuando, en Roma, se experimenta por vez primera con la electricidad como cura; es 1938, el presidente del Consejo del Reino de Italia es Benito Mussolini -“caridad de los cristianos/inaudito concepto metafórico”, dirá Merini-. Y yo insisto en que todo ha cambiado o al menos en esta porción de tierra que llamamos occidente; pero, también es cierto, que no hace tanto. Acabo con una cinta que me pidió que viera Manolo Borja Villel cuando empecé con mi novela, Titicut Follies de Frederick Wiseman. Hombres desalmados maltratados por otros hombres violentos en una prisión psiquiátrica del estado de Massachussets; imperdonables abusos sobre quienes, antes, habían abusado de terceros; crueldad en el método y el fondo; terror. Una subversión moral en la que todos acaban pasando por malos, los criminales y sus carceleros. Un documental secuestrado judicialmente.

placeholder Frances Farmer durante su arresto en 1943.
Frances Farmer durante su arresto en 1943.

Durante el tiempo que anduve escribiendo mi novela -casi quince meses- una de las cosas que más me obsesionaba era la verosimilitud, el parecer auténtico, creíble, de verdad. Asumir como propia la voz de una mujer -esta, Elvira, nacida en plena guerra civil española- me llevó a leer un tiempo largo sólo a escritoras, a fijarme -más aún- en lo que esa “otra mitad del mundo”, que dijo Clara Campoamor, dice; encerrar a José en el manicomio de Ciempozuelos -decisión argumental propia-, a profundizar en un dédalo de jaulas para el control de unos seres apartados por -y de- la sociedad. Siempre me ha interesado la locura, sobre todo el control férreo al que al diferente se le ha sometido a lo largo de la historia; por injusto, desmedido e ineficaz; porque durante un tiempo yo también me sentí diferente. Cuando leí que la reina Juana de Castilla, la loca, la “acosada por bruxas”, le pedía a su hijo, el emperador Carlos, que “sin causa yo no sea maltratada”, sentí el dolor que aquella mujer recluida pudo llegar a sentir. La legítima heredera -por gracia divina- de los reinos de Castilla y Aragón bajo arresto durante casi treinta años, en lo más lúgubre de un palacio frío en Tordesillas, olvidada, depuesta. Y eso es lo que parece que ha hecho siempre el que se cree cuerdo, superior, amputar al distinto para evitar transferencias, cualquier tipo de desorden, extirpar la piedra de la locura como en la tabla de El Bosco. Analizando las dolencias reales de todos esos no tan locos con la mirada -cuasi- benévola de hoy, el reflejo que obtenemos es obsceno por injusto, traumático: la mayoría de ellas, de ellos, lo que tenían era tristeza, inmensa. Como Juana.

Francisco de Goya