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De mi Navidad y su música de fondo
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De mi Navidad y su música de fondo

No dejen de celebrar, no dejen de ser felices. Asómense a la ventana y miren a los peces cómo beben y beben

Foto: Belén del Príncipe. Palacio Real de Madrid. Foto, Patrimonio Nacional.
Belén del Príncipe. Palacio Real de Madrid. Foto, Patrimonio Nacional.

Los conciertos por Navidad son una de esas tradiciones que me resisto a perder. Cada año, esté donde esté, busco el que incluya el Hallelujah de Händel, siempre, y me siento a disfrutarlo igual que cuando era pequeño, sin dejar de mover las pies. El sábado, en el Auditorio Nacional -que es un poco como esos interiores medievales soñados el siglo veinte-, daba comienzo a mis celebraciones de mano de David Afkham -al frente de la Orquesta y Coro Nacionales de España- y con bastante menos frío que otros años, sin castañas asadas. El repertorio, Mesías mediante, contaba con algunas de las piezas más exuberantes de eso que llaman Clásica y que, sin duda, es alimento principal -los cursis dirían que para el alma y yo, quizá más cursi aún, que para las vísceras que es lo que a mí no se me deja de mover cuando la escucho-. Tras Bach y su Jauchzet, frohlocket, acudían, casi en tromba, Poulenc y el Gloria in excelsis Deo -que son las palabras que dice san Lucas que los ángeles dijeron para anunciar a Jesús- y Mendelssohn con su Canto de alabanza -número diez-. También Humperdink con la obertura de Hänsel y Gretel que no es tan navideña pero tiene jengibre como las galletas de Bélgica -allí, en su Grand-Place plantan una conífera de Lieja que compite con los pináculos de la Maison du Roi; yo, aquí, un árbol más modesto que también tiene luces, todas blancas, bolas y una estrella al cierre-. Me encanta esa ópera “de hadas” -que le llamaba su autor-. La vi en el Teatro Real hace años; la bruja era José Manuel Zapata, la “casita” un lineal de supermercado diseño de Barbara de Limburg -que nació en Bruselas-.

placeholder Hänsel y Gretel. Engelbert Humperdink. 1892. Dirección, Laurent Pelly. Teatro Real. Foto, Javier del Real
Hänsel y Gretel. Engelbert Humperdink. 1892. Dirección, Laurent Pelly. Teatro Real. Foto, Javier del Real

El solo de violín de la ópera Thäis fue lo que más emocionó a Marta Moriarty -que llevaba el cuello de la camisa cuajado de cristales que se reflejaban en su cara hasta hacerle parecer un hada, ella también-; a Mónica Montoya y a mí un poco todo. Marta es una de las más grandes galeristas de Europa pero no deja de mirar a África. Mónica conoce a Rubens y el arte antiguo como si ella fuera Helena Fourment, o Isabella Brant. Los tres vivimos la Navidad con fruición, felices. Desayunamos juntos siempre que podemos -yo, café americano y una tostada de pan blanco con mantequilla-, en Plenti. Recuperar la vida de barrio con ellas ha sido un regalo, una vuelta al portal siete del Gran Hábitat donde pasé mi infancia sentado en unas escaleras de acera con restos de pipas y entre un par de generaciones que volvían a casa en Nochebuena a cenar bajo espumillón. Mi padre lo ponía como linde en la bandeja de los dulces; lo quitaba de la trasera del pino que iluminaba el salón. Allí, desfilaban en orden mantecados, frutas con escarcha y unos roscos de vino que a mí siempre me han sabido a anís. A escondidas, siempre descalzo, rebañaba los restos de la copa que mi padre había hecho bailar en su mano; restos de anís del mono que bebía para no olvidar que es de ahí de donde viene el hombre -y la mujer- por más que lo que se celebre es que “nos ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador”. También me llenaba con peladillas los bolsillos del pijama que, enmadejado y dormido en el sofá, acababan como una masa informe y rosa que se parecía a lo que debió haber antes del Big Bang, hace ya veinte mil millones de años.

placeholder Anís del mono. Ramón Casas. 1898. Museu Nacional d´Art de Catalunya.
Anís del mono. Ramón Casas. 1898. Museu Nacional d´Art de Catalunya.

Ramón Casas le pintó a Vicente Bosch varios carteles para su anís. Mi favorito es uno con el fondo azul y una mujer que me recuerda a mi abuela que era guapa tipo La Faraona -Cómo me las maravillaría yo-, con un mantón de Manila y un mono de la mano que dicen que puede ser mona -o más bien ella-. A mi abuela nunca le dio por sacar melodías de las botellas de cristal estriado de Badalona; lo más que llegaba a hacer, inconsciente, era tamborilear con sus uñas perfectamente arregladas algo que podría pasar por percusión. Yo tampoco hago música -y me gustaría, pero como Tom Hiddleston en Only lovers left alive-, pero la pongo. Y la escucho; en San Jerónimo el Real, hace unos días, los Responsorios de Navidad de José de Nebra por La Grande Chapelle. Que tu parroquia fuera en su tiempo Capilla Real, tras el incendio que asoló el antiguo Alcázar de los Austrias -precisamente un veinticuatro de diciembre y hay quien dice que de forma intencionada-, hizo que, entre sus muros, bajo sus bóvedas de crucería gótica, se escucharan obras únicas, compuestas especialmente para allí; una, esta, creada para los maitines de la Nochebuena de 1752. Asistieron, entonces, Fernando VI y Bárbara de Braganza, desde su tribuna alfombrada, cuando a los pies del templo no había más que huertas en pendiente -faltaban unos años para que su hermano Carlos, ya III, que no gustaba de músicas, mandara construir el Gabinete de Ciencias Naturales que nunca fue-.

placeholder ---Belén del Príncipe. Detalle con grupo de músicos. Palacio Real de Madrid. Foto, Patrimonio Nacional.---
---Belén del Príncipe. Detalle con grupo de músicos. Palacio Real de Madrid. Foto, Patrimonio Nacional.---

Como parte de la educación del Príncipe de Asturias, Carlos III construyó un Belén con piezas que había traído de Nápoles. Y lo instaló en el palacio nuevo -de Juvarra- también como recuerdo de su paso por Caserta. Figuras de estopa, barro y madera con vestidos de seda de San Leucio y nimbos de plata en escenarios prolijos con ecos de las ruinas de Herculano. Durante décadas, la Puerta de Alcalá que le encarga a Sabatini ha pasado por pesebre improvisado para quienes vivimos con fe la Navidad. Acodado en el coche familiar, yo miraba las bombillas enredadas en los plátanos de sombra y la imagen de María encinta buscando posada, los diseños geométricos hilvanados de fachada en fachada y los armeros recostados sobre el vano central del que fue primer gran arco de triunfo de la época moderna, que en mi imaginación excitada pasaban por ángeles turiferarios. Así eran mis fiestas. Así son. Pero ahora invertidos los papeles; celebrando con mis sobrinos, asando capones yo y poniendo anís -estrellado- al fondo de una olla para hacer vino caliente -con clavo, canela y nuez moscada-. Y es que la Navidad en mi caso, en mi casa, también huele; a cera de vela y naranja, a caldo de gallina y jamón. Y suena; a Tchaikovsky y La niña de los peines, a Brenda Lee. No dejen de celebrar, no dejen de ser felices. Asómense a la ventana y miren a los peces cómo beben y beben. Pónganse guapos y dediquen más de un rato a poner lazos a sus paquetes. Escriban cartas a Sus Majestades de Oriente y prométanse las ganas de mejorar. Al final, de eso va todo: de ser cada día más buenos, de intentarlo como poco. Y de música, siempre música -que amansa a las fieras-.

placeholder Árbol de Navidad
Árbol de Navidad

Los conciertos por Navidad son una de esas tradiciones que me resisto a perder. Cada año, esté donde esté, busco el que incluya el Hallelujah de Händel, siempre, y me siento a disfrutarlo igual que cuando era pequeño, sin dejar de mover las pies. El sábado, en el Auditorio Nacional -que es un poco como esos interiores medievales soñados el siglo veinte-, daba comienzo a mis celebraciones de mano de David Afkham -al frente de la Orquesta y Coro Nacionales de España- y con bastante menos frío que otros años, sin castañas asadas. El repertorio, Mesías mediante, contaba con algunas de las piezas más exuberantes de eso que llaman Clásica y que, sin duda, es alimento principal -los cursis dirían que para el alma y yo, quizá más cursi aún, que para las vísceras que es lo que a mí no se me deja de mover cuando la escucho-. Tras Bach y su Jauchzet, frohlocket, acudían, casi en tromba, Poulenc y el Gloria in excelsis Deo -que son las palabras que dice san Lucas que los ángeles dijeron para anunciar a Jesús- y Mendelssohn con su Canto de alabanza -número diez-. También Humperdink con la obertura de Hänsel y Gretel que no es tan navideña pero tiene jengibre como las galletas de Bélgica -allí, en su Grand-Place plantan una conífera de Lieja que compite con los pináculos de la Maison du Roi; yo, aquí, un árbol más modesto que también tiene luces, todas blancas, bolas y una estrella al cierre-. Me encanta esa ópera “de hadas” -que le llamaba su autor-. La vi en el Teatro Real hace años; la bruja era José Manuel Zapata, la “casita” un lineal de supermercado diseño de Barbara de Limburg -que nació en Bruselas-.

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