Íncipit
Por
De Hilary Mantel y los dolores -suyos y de mi madre-
La existencia de la escritora fue pertinaz extensión del dolor. Un dolor nebuloso porque tardaron siglos en darle causa, inhabilitante porque atravesaba su existencia y le hacía sentir diferente
No me pregunten por qué, no se lo pregunten ustedes mismos. Hay cosas que pasan y mi tío Miguel dice que hay personas que no es que hagan que ocurran sino que se fijan más y las detectan, zahorís de lo que no es ordinario. El caso es que mientras el hermano mayor de mi padre arrancaba enero encamado en La Paz -que además del sempiterno deseo de año nuevo es un hospital de Madrid-, yo me enfrentaba al primer libro del veinticuatro -y a algún que otro temor- con música culta de hilo y litros de café americano. Trescientas páginas de papel ecológico y un título,
Escribir sobre uno mismo es mirar a un espejo que no siempre devuelve la imagen soñada, un reflejo de esos que dice Max Estrella que “dan el esperpento”. Si Narciso, reflejado, murió por sus ojos, a su pesar, a Hillary Mantel lo que le quebró la vida fue la enfermedad -en definitiva como a todos pero a ella de forma sostenida, como un Do-. Desde el inicio lo avanza, que su existencia o una gran parte de ella fue pertinaz extensión del dolor. Un dolor nebuloso porque tardaron siglos en darle causa, inhabilitante porque atravesaba su existencia y le hacía sentir diferente. A mi madre tampoco la creían cuando el dolor de estómago le llegaba al cuello, porque era más fácil pensar que estaba histérica o deprimida que asumir que no sabían qué le pasaba; más inmediato recetarle ansiolíticos que tratar de asumir que además de una mujer cansada era una mujer enferma -eran otros tiempos-. La recuerdo cosiendo de día y hecha un ovillo en el sofá por la noche, encurtida -lo supo tarde- en lacerante bilis naranja; cenando tortillas con nada y dejándose kilos y ganas en cada puntada. Vuelvo al ahora, aquí, quien le canta a la Virgen por Pergolesi es Jörg Waschinski. Llamo a mi tío -que está sentado en un sillón de polipiel en una de las salas del hospital que comparte nombre con lo que han esperado las mises del mundo para el mundo casi desde que este existe-. ¿Cómo estás? “Bien”, me dice hilvanado a una bombona que le insufla oxígeno y fuelle; agotado, aburrido, enfadado, con miedo, pienso yo. Ninguno de los tres ha interpretado nunca a Molière pero sí que han imaginado que ese “mal dolor de clavos” acabaría en réquiem. Ninguno suele vestir de amarillo pero sí que se han sentido
Rothko se suicidó deprimido. El epicentro de su dolor estaba en el alma. Desde los años cincuenta pinta, con esponjas, grandes extensiones cromáticas frente a las que dice, “callar es bastante acertado”. Algunas amarillas y naranjas; y amarillas y rojas; y amarillas y negras. Lienzos infinitos que “viven, que respiran”, que son precisamente partes de su alma desbordadas. En París han reunido gran parte de su producción, bajo el palio de hormigón y cristal que diseñara Frank Gehry. Caminar por sus salas es como hacerlo por una iglesia, solo que ahora las superficie pintadas en vez de ser teselas filtrando la luz -que es Dios según San Juan- son telas flotando a tu encuentro, ventanas a otro lugar. Mantel habla de las de su casa y de las cortinas que colgó su madre y que llegaban al suelo como en un teatro. La mía, las confeccionaba pegada a mi cama, en una Singer industrial color verde que al llegar el viernes pasaba por secreter. Allí estudiaba cuando era fiesta y soñaba con ser actor -quizá por eso-, sin el traqueteo ya de la aguja incesante, apoyada mi espalda en el rayador de gotelé que eran las paredes de todas las casas. Mis hermanas dormían por parejas, yo con la máquina. Su presencia era tan cotidiana como la del canario encerrado en su jaula al que mi padre quiso llamar Rasputín -que colgaba de un mástil con forma de interrogante al final del salón-. Una y otro se mezclaban con los gritos de una familia densa y ruidosa y con la música que ponía Ana en el tocadiscos; música española que aún miraba a la Movida -aunque fuese de soslayo-.
Como ven, o mejor dicho, como están comprobando al leerme, yo también quiero ser Hillary Mantel. Y me vuelvo un poco ella. Por un momento. Sin su pericia, sin su sensibilidad, sin sus ganas. Describiendo por fascículos mi vida como si a alguien pudiera importarle. A mí la de ella sí que me importa. Mucho. Porque ahora entiendo más sus novelas. Porque siento que la conozco mejor. Cuando admiras a alguien, por lo que sea, disfrutas transitando su cara b, lo que a veces cuesta explicitar y que nos construye más que nada. -y eso que el envés de No es pecado empezaba con A quién le importa en cursiva-. Ahora comprendo su
No me pregunten por qué, no se lo pregunten ustedes mismos. Hay cosas que pasan y mi tío Miguel dice que hay personas que no es que hagan que ocurran sino que se fijan más y las detectan, zahorís de lo que no es ordinario. El caso es que mientras el hermano mayor de mi padre arrancaba enero encamado en La Paz -que además del sempiterno deseo de año nuevo es un hospital de Madrid-, yo me enfrentaba al primer libro del veinticuatro -y a algún que otro temor- con música culta de hilo y litros de café americano. Trescientas páginas de papel ecológico y un título,