Íncipit
Por
Del amor, Cupido y un marcapasos
Creo en un amor distinto, que va más allá de la carne y que no me atrevo a escribir que es superior pero que, francamente, lo pienso
El martes, a mi madre le pusieron un marcapasos. Una incisión de casi quince centímetros por debajo de la clavícula y un cable con un electrodo que le toca el corazón, que mana de una pila que durará más de diez años y no como las de petaca de mis ejercicios de octavo. Al quite, disimulando, mis cuatro hermanas y yo, sentados frente a uno de esos expendedores de comida retractilada con luces estroboscópicas que acompañan la espera en los hospitales. Cada uno pensando en algo distinto -todos con la normal preocupación-. Yo, intentando adivinar si ahora que lo tiene enchufado a un motor sentirá diferente. ¿Y si el nuevo compás sostenido es incompatible con su sempiterna forma de amar? Me acuerdo de mi padre, obvio. ¿Y si cincuenta y seis años más tarde, bloqueo de rama mediante, se le acaba el amor por él por puro reajuste científico? Pero parece que el amor tiene que ver más con las tripas que con el sístole y el diástole y a mi madre, dice, le dolía más el esófago que el pecho -esto antes de desmayarse-. Cuando te enamoras lo que duelen son los huesos. Y es que de pronto le llega la primavera a tus músculos y te notas hasta cuando respiras -un poco más profundo; un poco más rápido, entrecortado-. Hay desmayos por amor en los libros, mi favorito el de la Lotte de Werther. Y grapas restañando el pecho. Descartada, en principio, la peliaguda desafección materna comienzo a darle vueltas a eso del amor y sus consecuencias -que las causas, como las de la fe y la belleza, son cosa divina- sin percatarme de que han pasado las horas hasta que, de riguroso naranja, se me pone enfrente el cardiólogo prologado por aquello de, “¿familiares de Carmen González?”.
Mi madre se llama Carmen y Marisol, Pepa Flores. Cuando canta -ella- Corazón contento, ya no es la niña de Tómbola, ni, mucho menos, un rayo de luz; ya no mueve con bravura el maxilar inferior. A mí la que me gusta es la versión con Palito Ortega, porque aunque compartan plató y letra, parecen de distintos mundos. ¿No es eso el amor? Para Cupido es más, mucho más, pues como Miguel de Cervantes le atribuye a su boca, “mando, quito, pongo y vedo”. Caravaggio lo retrata desafiante, sensual; con esa pluma que casi podemos tocar rozándole la piel nívea de su muslo sereno; empuñando con determinación las flechas de su triunfo -de madera de ciprés según Virgilio-. A sus pies, desperdigado, todo lo que se arrumba cuando llega el amor: música, trabajo, guerra. Es el mismo niño que utilizó Angélica Liddell -con la A de artista bordada al pecho- como telón en The scarlett letter, interpelando a la caustica necesidad de amor lo mismo que al icono irreverente del niño mostrando explícito su sexualidad entera, a la mirada falaz que sobre él se vierte. Alertada por el advenimiento de los guardianes de la forma sin fondo, de todos esos neo y ultraortodoxos acusadores, volvía Liddell de nuevo sus ojos al arte, a quienes lo han transitado valientes enunciando las preguntas necesarias, a Tiziano, a Michelangelo Merisi da Caravaggio. Fue en 2019. En los Teatros del Canal de Madrid. Un catorce de febrero -lo mismo que hoy-. Yo acababa de volver de Viena, por trabajo. En el Kunsthistorisches me había enfrentado al lienzo, al verdadero, Amor vincit omnia. Ella lo proyectaba sobre otra tela, la que se funde inescrutable con la cuarta pared. Puro teatro.
Quiero declararle mi amor al teatro. Y a la pintura. Y a la música. Y a las letras. Y a las artes del movimiento. Le quiero declarar mi amor a la arquitectura, al cine y a la escultura, a la belleza -que es la madre de Cupido-. El amor al amor puede que sea el peor vicio, la peor adicción. Y la más frustrante. Amar más la idea que del amor nos hemos hecho que al ser amado es peligroso y común. Si encaminamos nuestros pasos, solo, hacia el altar impreciso del amor soñado vencerá la pena y el aburrimiento y la desesperación. Quizá por eso mi amor al arte resulte perfecto, porque tiene un fin superior y abstracto. El resto, en tanto y cuanto extensión de nuestros imperfectos cuerpos, no deja de ser finito e irregular, de estar manoseado -eso sí, menos mal-. También Cupido se enamoró, de Psique. Sin quererlo. E intentó que su amor fuera ciego -como tantos-. Pero ella, mortal e insegura, encendió una lámpara de aceite en mitad de la noche para descubrir que su amante y amado no era otro que el mismo Amor. A Psique -que significa mariposa- la han retratado Antonio Canova y Jacques-Louis David, Francisco de Goya y Louis-Jean-François Lagrenée; éste, recostada sobre un canapé azul y envuelta por una seda dorada, con el pecho erizado al aire. Su piel es tan blanca como la del mármol de los relieves y la sangre sólo parece correr en sus manos -lánguida la derecha-, por su perfil de camafeo. Cupido la abraza, la retiene, se mira como Narciso en sus ojos; “quién lo probó lo sabe”.
Al “amigo” Martín Zapater, Goya en sus cartas le llama “querido”, “mío de mí alma”, “el mayor bien de cuantos llenan mi corazón”. En una de ellas, de hecho, dibuja un corazón que se parece al de mi madre o al de tantas Vírgenes vestideras, con su cava y su aorta bien abiertas, rodeado de un fulgor de enamorado. Habrá quien desde cierta carcundia estrábica piense que si apunto al amor del, por otro lado, viril pintor hacia un hombre sea como consecuencia de mi propia naturaleza. No les faltará razón. Pero, no por el motivo que en su caso pueden argüir, no: simplemente porque mi mirada está desprovista de ciertos matices discriminatorios y porque, tal vez, creo en un amor distinto, que va más allá de la carne y que no me atrevo a escribir que es superior pero que, francamente, lo pienso. Una pulsión que está igualmente -o yo la veo- entre las líneas de Reencuentro y Un alma valerosa -la una consecuencia de la otra-, en la relación de Hans Schwarz y Konradin von Hohenfels. Una ficción verosímil inventada por Fred Uhlman con la Stuttgart del advenimiento de Hitler como fondo; un telón, este, de ignominia y sangre, de dolor. Que no pretendía caer ni alzarse desde el foso como en la Roma clásica, que asfixió a millones de almas -que es en su primera acepción lo que quiere decir Psique-. Que no entendía de amor.
El martes, a mi madre le pusieron un marcapasos. Una incisión de casi quince centímetros por debajo de la clavícula y un cable con un electrodo que le toca el corazón, que mana de una pila que durará más de diez años y no como las de petaca de mis ejercicios de octavo. Al quite, disimulando, mis cuatro hermanas y yo, sentados frente a uno de esos expendedores de comida retractilada con luces estroboscópicas que acompañan la espera en los hospitales. Cada uno pensando en algo distinto -todos con la normal preocupación-. Yo, intentando adivinar si ahora que lo tiene enchufado a un motor sentirá diferente. ¿Y si el nuevo compás sostenido es incompatible con su sempiterna forma de amar? Me acuerdo de mi padre, obvio. ¿Y si cincuenta y seis años más tarde, bloqueo de rama mediante, se le acaba el amor por él por puro reajuste científico? Pero parece que el amor tiene que ver más con las tripas que con el sístole y el diástole y a mi madre, dice, le dolía más el esófago que el pecho -esto antes de desmayarse-. Cuando te enamoras lo que duelen son los huesos. Y es que de pronto le llega la primavera a tus músculos y te notas hasta cuando respiras -un poco más profundo; un poco más rápido, entrecortado-. Hay desmayos por amor en los libros, mi favorito el de la Lotte de Werther. Y grapas restañando el pecho. Descartada, en principio, la peliaguda desafección materna comienzo a darle vueltas a eso del amor y sus consecuencias -que las causas, como las de la fe y la belleza, son cosa divina- sin percatarme de que han pasado las horas hasta que, de riguroso naranja, se me pone enfrente el cardiólogo prologado por aquello de, “¿familiares de Carmen González?”.