Íncipit
Por
De ventanas, mirones y cuerpos olvidados
No quiero que a las mujeres se les mire como si fueran cosas. Y me da igual si en Ámsterdam es legal, no quiero participar del penúltimo estertor de una esclavitud que hay quien pasa por buena
Ámsterdam conserva una isla toda de hierba entre la densidad de sus calles repletas, un prado circundado por fachadas de ladrillo con ventanas inmensas que se miran y dejan ver. Una plaza fuerte para el espíritu. Una cuña verde salpicada de bulbos en flor y mirones. Un paraíso en la tierra. Se accede por pasadizos disimulados, a través de sendos arcos una vez que has superado el ruido de los neones de todo bazar. A las cinco de la tarde –“a las cinco en punto de la tarde”– recupera el silencio para el que fue diseñada, la paz quieta de un reducto para la contemplación; cuando el poco sol que queda sólo proyecta sombras igual que púas –por entre los gabletes dibujados–. En el Begijnhof de Ámsterdam vivió muchos años la tía de mi amiga Victoria –y antes mujeres laicas de intensa fe–. Me invitaban y yo lo que quería es que cerraran las puertas, que el silencio ganara espacio y sentarme en uno de los bancos de piedra abandonados por el jardín. Con la noche azul fuerte, el cinturón de casas se torna en colmena de bombillas que dejan al aire cualquier secreto. Las que eran espejos a fuerza de luz, pasan a convertirse en indiscretas pantallas atravesadas por mástiles craquelados, respaldadas por visillos recogidos como en una escena. Si hay estrellas porque lo que no hay son nubes del mar del norte, se ven crepitando en el cielo –nada las contamina–, pero también los ajuares que guardan las que siguen morando ese huerto –“conclusus”–. Prima el respeto. Sobre todo hacia ellas. Y lo que ocurre en ese teatro de la vida que se sigue pareciendo a lo que pintó Vermeer, no se revela.
En Ámsterdam hay otra isla toda roja que no he visitado jamás –ni lo haré–. Un dédalo de callejas más o menos grandes con vitrinas que muestran vidas. Escaparates para un mundo que no quiero porque no quiero que a las mujeres se les mire como si fueran cosas. Y me da igual si allí es legal, no quiero participar del penúltimo estertor de una esclavitud que hay quien pasa por buena. Estas ventanas no tienen ni visillos ni filtros ni defensa -ni Koldos arrumbados en la puerta-. Todo queda al aire. Y lo que me asusta, lo que de verdad quiero contarles, a ustedes, es lo que no se ve, lo que sienten esas mujeres mientras hordas de machos insatisfechos las miran lúbricos cómo nunca se atreverían a hacerlo en otros lugares –porque no les dejan–, cuando turistas bienpensantes pasean de la mano –si es que no les cuelgan de los dedos bolsas rellenas de recuerdos– sin caer en la cuenta de que del otro lado, solo protegidas por un cristal, se muestran personas igual que ellos, que fueron niñas que no soñaban con ser devoradas. A las que lo hacen por que sí, nada les digo. Para las que se ofrecen obligadas porque lo necesitan, quiero un salvoconducto, una salida. ¿Qué somos si no las rescatamos, si sólo nos paramos a mirar? Aquellas que sienten que las extorsionan, agreden, violentan y amenazan necesitan de nuestros ojos y nuestras manos, de leyes poderosas. En todos hay un mirón, un devorador de secretos que busca rendijas donde meter los dedos. Ingres pintaba sus Baños como a través de una cerradura –que es por donde “entra la noche” para Caballero Bonald–, Toulouse-Lautrec reinó entre mujeres casi siempre infelices. Hoy, voyeurs de la cultura, las miramos, todos, lo mismo que James Stewart, pertrechados de cámaras compactas e indiscretas; obviando que fueron víctimas de la misma indiferencia, del mismo mal.
A veces las ventanas parecen bocas sin dientes dispuestas a deglutir todo lo que alcanzan a ver; cuando se erigen en vanos negros tras de los que, mistéricos, se desplazan figuras entre oscuridad. Muchas veces no son nada. Otras, todo. Hace unos días vi Watcher; y a Maika Monroe observada por una impertérrita presencia desde el otro lado de la calle. Nadie la cree cuando el miedo le trepa y denuncia, nadie confía en su vulnerabilidad. Desde su casa, se enfrenta a una ventana que le devuelve el reflejo de sí misma mezclado con el del hombre que no deja de mirar, que le acosa; presencia terrible que ya no busca orificios en un muro como el perturbado Norman Bates. De todas las escenas la más terrorífica es la del vagón de metro, iluminado plano y casi vacío –solos ella y su agresor–; con un despliegue de reflejos que van de los vanos que jalonan el vagón a los ojos asustados de la víctima. Una tensión que se hace irrespirable precisamente por la soledad de esa mujer que sube las escaleras sin aliento y desesperada. El cine, que todo lo puede, es capaz de arrollarnos con verosímiles extensiones de nuestro mundo que por estar justo ahí, acomodados, ya ni miramos. Condensadas en esa gran mirilla, a oscuras, adoptan una épica monumental que debería mover conciencias, llevar a la acción. Busquen, si no me creen, Vivir su vida de Jean-Luc Godard, abrupta y sincera. No se conformen con ver sin mirar –o al revés–. A nadie le gusta que le olviden. No piensen que se puede ser feliz bajo una luz roja. Ni en la sombra.
Ámsterdam conserva una isla toda de hierba entre la densidad de sus calles repletas, un prado circundado por fachadas de ladrillo con ventanas inmensas que se miran y dejan ver. Una plaza fuerte para el espíritu. Una cuña verde salpicada de bulbos en flor y mirones. Un paraíso en la tierra. Se accede por pasadizos disimulados, a través de sendos arcos una vez que has superado el ruido de los neones de todo bazar. A las cinco de la tarde –“a las cinco en punto de la tarde”– recupera el silencio para el que fue diseñada, la paz quieta de un reducto para la contemplación; cuando el poco sol que queda sólo proyecta sombras igual que púas –por entre los gabletes dibujados–. En el Begijnhof de Ámsterdam vivió muchos años la tía de mi amiga Victoria –y antes mujeres laicas de intensa fe–. Me invitaban y yo lo que quería es que cerraran las puertas, que el silencio ganara espacio y sentarme en uno de los bancos de piedra abandonados por el jardín. Con la noche azul fuerte, el cinturón de casas se torna en colmena de bombillas que dejan al aire cualquier secreto. Las que eran espejos a fuerza de luz, pasan a convertirse en indiscretas pantallas atravesadas por mástiles craquelados, respaldadas por visillos recogidos como en una escena. Si hay estrellas porque lo que no hay son nubes del mar del norte, se ven crepitando en el cielo –nada las contamina–, pero también los ajuares que guardan las que siguen morando ese huerto –“conclusus”–. Prima el respeto. Sobre todo hacia ellas. Y lo que ocurre en ese teatro de la vida que se sigue pareciendo a lo que pintó Vermeer, no se revela.