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Al encuentro de Claudio López de Lamadrid
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Alberto Olmos

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Al encuentro de Claudio López de Lamadrid

Nuestro colaborador recuerda a su editor, fallecido ayer a los 59 años tras sufrir un infarto cerebral en las oficinas de Random House, sello que dirigía desde el año 2000

Foto: Claudio López Lamadrid
Claudio López Lamadrid

Ir al encuentro de Claudio López de Lamadrid era tan imponente como su propio nombre, que comienza con esa calidad imperial, concede en el López un poquito de vulgaridad y descoloca al cabo tras superar la preposición nobiliaria y romper en un topónimo invertido por el artículo inesperado. Recuerdo la vanidad que le vencía a uno al ver que el contrato de su libro en Literatura Mondadori o Literatura Random House se cerraba y visaba con esa sucesión silábica prodigiosa: Claudio López de Lamadrid, el editor.

Era, para todos, Claudio. Para los que publicaba y para los que querían ser publicados, para los otros editores y para los periodistas y los críticos. Representaba, sí, el poder editorial en su más perfecta definición. ¿Cómo acercarse siquiera a él?

Mi primera cita con Claudio López de Lamadrid debía de haber sucedido en Nueva York, donde yo paraba por primera vez y él coincidía, pues Nueva York o Buenos Aires o México DF eran sitios donde siempre se podía contar con él, reo perpetuo del largo vuelo y de las grandes citas y decisiones del negocio editorial. No lo vi en Nueva York. No vino.

Este no venir se convirtió a mis ojos en un rasgo de su personalidad, y quedar con él tenía siempre algo chispeante, como de oportunidad o bendición. Me había contratado un libro y luego citado en Nueva York (todo sonaba excesivamente grandioso), para al cabo dejarme plantado y no darle la menor importancia. Nunca más sucedió que no viniera, pero yo vivía en la intranquilidad de que otra vez no viniera, como si ausentarse fuera lo propio de quien tiene el poder y la rúbrica, una suerte de reivindicación reincidente.

Le pregunté con mi primer libro que cuánto se suponía que tenía que vender, y él me dijo: "Tú no te tienes que preocupar por eso"

Me gustaba Claudio porque lo tenía todo para caerme mal. Tenía, va dicho, el poder, esa capacidad de convertirte en un escritor más respetado de lo que nunca habías sido; tenía el abolengo, una gran calle en Madrid que no era al pintor (Antonio López), sino a un antepasado de Claudio; y tenía las maneras, la soltura, el código, un hotel donde alojarse que era de sus amigos, esas cosas del cajón más alto del país. Y, sin embargo, Claudio te caía cada vez mejor.

Con cada nuevo encuentro, te caía todavía mejor.

Le pregunté con mi primer libro que cuánto se suponía que tenía que vender, y él me dijo: “Tú no te tienes que preocupar por eso”. Afirmaba en mi segundo manuscrito que en el mundo editorial las malas noticias se dan por escrito y las buenas por teléfono, y él me llamó por teléfono para darme la buena noticia. Mi tercer libro era de cuentos, y no fue un problema que fueran cuentos. Seguramente era el editor que daba los adelantos más insensatos por los libros más imprudentes a los autores menos recomendables. Atender a lo que publicaba suponía desmontar una a una todas las piezas del cliché que dice que las editoriales pequeñas son las que publican la literatura más arriesgada. Siempre que quedaba con él en una librería, compraba dos o tres libros de editoriales pequeñas.

Poco antes de aparecer un nuevo libro tuyo, te citaba para comer. Conversar con él era complicadísimo, se iba, te ignoraba, volvía, te enseñaba algo en el ipad. ¿Dónde coño estás, Claudio? Era encantadoramente extraño, al menos conmigo, no sabía de qué estaba hablando: quiero decir que, después de un rato, yo mismo no sabía de qué estaba hablando yo. Había, sí, algo infantil en todo aquello, algo como que él era el único que no se lo tomaba en serio, mientras los demás (sus autores) le mareábamos con las ventas, las malas críticas, no me nominan a este premio, mi libro no está ya en las mesas de novedades. ¿Y eso te parece importante?, parecía decir él. No es importante.

Su catálogo era el de un editor que busca sobre todo el triunfo del estilo; molar, como se decía en los 90

Claudio López de Lamadrid le dio a la literatura glamour: no hay otra palabra. Su catálogo era el de un editor que busca sobre todo el triunfo del estilo; molar, como se decía en los 90. Era un snobismo simpático, un gracioso atildamiento.

Esta simpatía es la que me sugiere cierto recuerdo de otro encuentro con él. Yo andaba por Barcelona para presentar un libro y él me citó para desayunar a la mañana siguiente, en el hotel. Esperé y no venía. A lo mejor habían pasado ya veinte minutos de la hora acordada. Salí a la puerta del hotel y lo vi bajar por la calle, pausadamente, como si respirara su propio paseo delicioso. Se detuvo frente a mí y, sin más, me dijo: “¿A que pensabas que no iba a venir?”

Siempre que recuerdo estas palabras, me sonrío. ¿A que pensabas que no iba a venir?

Sólo ahora, con total seguridad, sé que no va a venir más.

Ir al encuentro de Claudio López de Lamadrid era tan imponente como su propio nombre, que comienza con esa calidad imperial, concede en el López un poquito de vulgaridad y descoloca al cabo tras superar la preposición nobiliaria y romper en un topónimo invertido por el artículo inesperado. Recuerdo la vanidad que le vencía a uno al ver que el contrato de su libro en Literatura Mondadori o Literatura Random House se cerraba y visaba con esa sucesión silábica prodigiosa: Claudio López de Lamadrid, el editor.

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