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Donde no llega ni el coronavirus: un viaje en autobús a la Extremadura olvidada
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Alberto Olmos

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Donde no llega ni el coronavirus: un viaje en autobús a la Extremadura olvidada

Misterio y realidad de la España vacía

Foto: Una cigueña, en el cielo de Don Benito, Badajoz. (Reuters)
Una cigueña, en el cielo de Don Benito, Badajoz. (Reuters)

Como Extremadura es una de las regiones más necesitadas de España y cuenta con el peor tren del mundo, me retaron a llegar hasta Don Benito para llevarme su dinero. Obviamente, acepté. Desde hace 20 años, se celebran en esta ciudad y en otras cinco de la región unas charlas con escritores que, como evento literario, solo tienen una cosa que envidiar a las de Madrid: lo caras que les salen. Extremadura, vía Asociación de Escritores Extremeños, practica una generosidad admirable hacia los autores, aunque luego estos autores nunca se acuerden de que existe Extremadura.

El reto era llegar, ya les digo. Desde Madrid a Don Benito, si no tienes coche propio, hay innumerables combinaciones demenciales entre las que elegir, siendo el tren la más decimonónica de todas. Se llegaba antes en tren a París desde Madrid en 1880 que a Don Benito en 2020.

Solo tras recibir la invitación a la charla conocí que había en España una ciudad llamada Don Benito, con sus 37.000 ignorados habitantes. Me sorprendió esta geografía oculta y populosa de nuestro baqueteado país. Luego, mientras llegaba la fecha de ir para allá, fue para allá la policía (según me dirían allí: antidisturbios de Mérida) a meterles sus buenos palos a los agricultores que pedían de comer, en el sentido más exacto de la expresión. Me apeteció entonces más todavía irme a Don Benito, a ver si quedaba algo de la trifulca agraria y podía traerles noticias frescas, amén de amoratadas. Además, allí el coronavirus no parecía una amenaza.

placeholder Centenares de agricultores protestan en Don Benito, Badajoz. (EFE)
Centenares de agricultores protestan en Don Benito, Badajoz. (EFE)

Para llegar a Don Benito, había que tomar primero un autobús a Trujillo, donde se seguiría viaje en taxi. Nada más subir al autobús en la Estación Sur, y salir de Madrid, y embocar la autovía pertinente flanqueada de montañas y árboles y carteles de desvío hacia pueblos con nombres extraordinarios, me poseyó lo que nos define sincera y apolíticamente a todos los españoles de bien. Se lo digo como lo siento: a mí me gusta España. Este irme en bus por los campos míseros y bellos, las ciudades olvidadas y beatas, junto a las gentes en vaivén que regresan a su casa desde el altivo Madrid, me emociona siempre. Todos los que no nacimos en Madrid, sino en sitios que a nadie le importan, volvemos a casa cuando vamos a cualquiera de esos sitios que a nadie le importan. Yo iba hacia Don Benito como quien iba a ver a su madre, aunque fuera la madre de otro.

En el bus, en efecto, iba la España desafecta, gentes sin nada por lo que merezca la pena sacarlas en la televisión. Si algo identifica el clasismo en España, es el odio que siente tanto escritor y tanto señorito por el autobús en sí mismo, como imagen depurada de lo popular detestable.

De camino a Trujillo, hicimos parada larga (o sea, incomprensible) en uno de esos sitios sin la menor importancia: Navalmoral de la Mata, una especie de caricatura toponímica donde les han cabido todos los prefijos y sufijos y complementos del nombre tópico de un pueblo: naval, moral, mata. Solo faltó que hubiera un Navalmoral de la Mata 'de arriba' y otro 'de abajo', y un anuncio de Fairy.

Básculas gigantescas

La estación de autobuses de Navalmoral de la Mata era de las que a uno más le inspiran: quieta y muerta, como si llevara allí mucho tiempo esperando a que se inventara el autobús. Había un árbol con bolsas de plástico zozobrando de sus ramas, una lata de cerveza vacía apoyada en un alféizar y dos básculas grandotas y medicinales enfrente de las dársenas despejadas. Estas básculas, verdaderamente, son la España vacía, el peso mismo de su despoblación. O sea: ¿qué cojones hacen en todas las estaciones de autobús de provincia, desde Zamora a Navalmoral de la Mata, esas básculas gigantescas? ¿A quién pesan, quién se pesa, que pesadilla de básculas frankensteinianas es esta de las estaciones de autobús? ¿Alguien lo sabe? ¿Qué tiene que ver viajar en autobús con conocer el peso exacto de tu cuerpo un instante antes de subirte al colectivo?¿Son para pesar maletas, para pesar, en fin, cuánto vacío dejas en tu pueblo cuando te marchas? Denme una respuesta.

“¿Viene de Madrid?”. “Sí”. “¿Conoce Cáceres?”. “Sí”. “Cuesta 8 euros y tengo seis, ¿me da 1?”. “No”.

Fumando a las puertas de la estación, pasó a mi lado un paisano. “Buenas tardes”, me dijo. Se sentó en un banco y medio minuto después se me acercó de nuevo. “¿Viene de Madrid?”. “Sí”. “¿Conoce Cáceres?”. “Sí”. “Cuesta ocho euros y tengo seis, ¿me da uno?”. “No”. Todos esos a los que di 100 pesetas con 18 años en mis primeros meses en Madrid porque querían llegar a Móstoles aún están en Atocha pidiendo un euro que les falta para llegar a Móstoles. Madrid me hizo así de insensible con los viajeros de farol.

Me subí de nuevo al autobús detrás de una pareja cuya niña de dos años llevaba una pequeña bolsa de patatas fritas en cada mano.

En Trujillo me esperaba el taxista, un señor de unos 70 años al que le quedaban los jerséis sobre las camisas igual que a mi padre. Hay algo en un señor de 70 años del campo con ponerse un jersey sobre la camisa que no encuentras en un señor de Madrid, como que le salen todos los domingos en misa que lleva dentro. Me puse en el asiento del copiloto y enseguida me preguntó: “¿Conoce Don Benito?”. Le dije de qué conocía yo Don Benito y apuntó: “Sí. Nos dieron bien de palos”. Al decirle que yo era de Segovia, se animó. “¡Estuve allí con mi mujer por el día de los enamorados!”. Una pareja de ancianos extremeños yéndose a Segovia —ojo— porque es 14 de febrero. Superen eso en su corazón.

“De izquierdas, aquí somos de izquierdas porque había muchos terratenientes, y eso no se olvida”

Luego me dijo que había llevado en taxi a muchos escritores, muchísimos. Yo iba mirando los carteles de la carretera y vi el desvío hacia Ibahernando. “Un autor muy famoso es de aquí mismo, de Ibahernando: Javier Cercas”, dije. El taxista me contestó hundiendo por completo la literatura española: “Sí, está cerca”. Luego me habló del futuro de la fruta en la región, que era exactamente ninguno. “Lo que hay por aquí es mucho tomate”, añadió, “y hay una estatua muy grande de un tomate”. Nos pusimos a buscar, entre curvas y cruces, el monumento al tomate que parece que han levantado en los alrededores de Don Benito. “No lo veo”, dije, “qué es, ¿rojo?”. “Sí, rojo”.

“¿Aquí la gente es de izquierdas o de derechas?”, le pregunté. Y añadí, para darle toda la confianza confesional necesaria: “En Castilla y León somos muy de derechas”. Noten que me incluí para crear el ambiente de sinceridad más intachable. “De izquierdas, aquí somos de izquierdas porque había muchos terratenientes, y eso no se olvida”.

El hotel estaba justo enfrente de la zona feriada, donde habían protestado los agricultores. “O sea, que fue ahí mismo, delante de mis narices, donde os dieron de palos”. “Ahí mismito fue”.

Vargas Llosa

Un rato después de llegar al hotel, me sacaron para dar mi primera charla, que iba simplemente sobre mí mismo y a la que vinieron muchas más personas de las que hay en Madrid interesadas por alguien como yo. Te hace sentir Vargas Llosa, esta gente estupenda de provincias. Y te pagan como a Vargas Llosa.

“Oye, una pregunta indiscreta, si me permitís...”, les comenté a los organizadores en la cena. “¿No os parece que pagáis mucho a un fulano que viene aquí solo a hablar de sí mismo?”. (La mayoría de escritores no cree que ganar en día y medio lo que mucha gente gana en medio mes trabajando jornadas de ocho horas sea ganar mucho; yo sí lo creo). “Antes de la crisis, pagábamos el doble”, me dijeron. “¿El doble?”. “Sí, está un poco fuera de mercado, pero también es difícil hacer que un escritor venga a Don Benito”. “Yo vendría gratis”, les confesé.

“O sea, que voy a dar una charla a un instituto público vacío, pero lleno de estudiantes de la privada”. “Eso es”.

La segunda charla, a la mañana siguiente, era en un instituto. “Están en huelga, así que no irá nadie”. “Vaya. ¿Y la huelga por qué?”. “Por el 8-M. No van a clase el 6-M”. “Muy lógico”, dije. “Pero estarán los alumnos del Claret. La privada no hace huelga”. “O sea, que voy a dar una charla a un instituto público vacío, pero lleno de estudiantes de la privada”. “Eso es”.

Y eso fue. Los alumnos me preguntaron cuánto ganaba un escritor, con qué libro había ganado yo más dinero, cuánto ganaba un escritor al mes y cuánto dinero daba un libro en general.

Y luego y antes y entre medias, todo fue Extremadura, su despoblación, su millón de habitantes desperdigado sobre un territorio inmenso, Jesús Carrasco y Luis Landero y Dulce Chacón, el olivo de secano y el olivo de regadío, las vistas sobre el Guadiana desde el Quinto Cecilio, cecina y jamón y una torta, vino de la tierra, algunos bares en polígonos industriales. En uno de ellos, estaba puesta la tele en el canal 24 horas coronavirus. ¿Había preocupación? Ninguna. Extremadura es una de las comunidades con menos casos de España. Si a mí me costó llegar desde Madrid, imaginen a un virus.

Como Extremadura es una de las regiones más necesitadas de España y cuenta con el peor tren del mundo, me retaron a llegar hasta Don Benito para llevarme su dinero. Obviamente, acepté. Desde hace 20 años, se celebran en esta ciudad y en otras cinco de la región unas charlas con escritores que, como evento literario, solo tienen una cosa que envidiar a las de Madrid: lo caras que les salen. Extremadura, vía Asociación de Escritores Extremeños, practica una generosidad admirable hacia los autores, aunque luego estos autores nunca se acuerden de que existe Extremadura.

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