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La pandemia de las buenas intenciones: ignorantes y curillas quieren reeducarnos
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Alberto Olmos

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La pandemia de las buenas intenciones: ignorantes y curillas quieren reeducarnos

La total incomprensión del hecho creativo lleva a una mayoría alucinada a pedir a los artistas obras acorde a su simpleza moral

Foto: Hattie McDaniel y Vivien Leigh, en una escena de 'Lo que el viento se llevó'.
Hattie McDaniel y Vivien Leigh, en una escena de 'Lo que el viento se llevó'.

Uno de los beneficios de carecer de cultura es que puedes opinar con más autoridad que nadie sobre qué es y qué debe ser la cultura, inmejorablemente mientras tiras alguna estatua o saboteas algún estreno cinematográfico o quemas dos o tres libros perniciosos. Recordemos que cuando se empezaron a pintar cuadros poco fieles a la realidad, lienzos enfermizos o en los cuales no se distinguía nada de nada, la gente y algunos doctos también protestaron. Ahora esos cuadros ocupan un espacio principal en la historia de la pintura. Sin embargo, me temo que la reeducación artística a que obligan hoy los ignorantes y los curillas va camino de salirles bien. Me temo de hecho que nos dirigimos hacia una triste división de la cultura: por un lado, su epidermis oficial, conformada por obras banales y premiadas y aburridísimas y, por otro, su tubería profunda, donde estará el arte que nos da placer y conocimiento.

Esto de que la gente que no ha creado nada, salvo selfis y pancartas, venga a decirnos cómo se hace arte es realmente extraordinario. Como no saben lo que es escribir una novela, saben cómo la tendrían que escribir los demás, que es de una manera en que pueda circular por las librerías sin dar ningún disgusto, es decir, sin contener una sola verdad. Vale lo mismo para el cine o la música; para todo, en fin.

Foto: Escena de 'Lo que el viento se llevó' Opinión
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De este modo, usted debe hacer películas pensando en la variedad dichosa de la vida humana sobre la tierra, poner un personaje de raza negra, un gay, un transexual, una pareja de lesbianas y, en fin, algún enano quizá. ¿Qué historia puede contarse con semejante elenco obligatorio, sobre todo si se tiene en cuenta que los antedichos no pueden encarnar nunca a asesinos, corruptos, violadores o estafadores? No se le ocurra hacer una película donde un enano viola niñas, porque alguna asociación de enanos se sentirá ofendida, y seguramente alguna niña. En general, puede hacer películas sobre violaciones si deja claro que violar es malo, el violador es malo y la violada es la víctima. Como esto es una obviedad, la violación no tendrá el menor interés cinematográfico, pues nadie quiere ver una película que simplemente alecciona contra la violación: la gente quiere ver una película que le remueva, le haga dudar, le cambia acaso su visión del mundo o se la amplíe hacia una ilustrada complejidad. De esta forma, un cine que prohíba tratar libremente el tema de la violación al objeto de preservar a la sociedad de este tipo de agresiones, conseguirá, irónicamente, que la violación deje de existir en el cine y, por tanto, se vuelva tabú en la realidad. Y así todo.

Disculpas

Después de la muerte de George Floyd a manos de un policía, varios creadores han pedido disculpas por no incluir en sus películas o series televisivas personajes de raza negra, HBO ha asumido que Lo que el viento se llevó es racista y todo el mundo está reescribiendo sus proyectos audiovisuales para que Netflix, HBO o Movistar se los acepten a base de poner muchos negros de protagonistas. Hasta la Academia que da los Oscar ha anunciado que valorará positivamente la diversidad racial en las películas que opten a sus premios. Al final los anuncios de Benetton eran la proporción áurea del buen cine, queridos amigos.

Que esto sea un disparate y nos podamos reír de ello no hace mella en la progresión devastadora de las buenas intenciones como auténtica pandemia del arte. Estas termitas morales, herederas del 'Índice medieval de libros prohibidos', del código Hays y de toda política cultural de cualquier régimen autoritario, serán más difíciles de exterminar, simplemente porque no vienen impuestas por el poder —que siempre acaba cayendo—, sino por la superioridad moral, que es, por lo que se ve, indeleble.

La progresión devastadora de las buenas intenciones es la auténtica pandemia del arte

Sin embargo, el arte no tiene nada que ver con las buenas intenciones ni con la superioridad moral, sino con algo más pequeño y, acaso, más resistente: el ego. Un artista, ya sea Orson Welles, ya Michel Houellebecq, no hace la obra que quieren ver sus contemporáneos, sino muy exactamente la obra que ellos mismos quieren ver. El matiz aquí, fundamental, es que un artista de verdad tampoco sabe a ciencia cierta qué quiere crear, solo se deja caer por el abismo de la vocación para sorprenderse a sí mismo. Para esa caída es fundamental la libertad absoluta, que es la que te permite explorar y arriesgar. Es lo que se conoce como obsesiones, marcas de autor, temas recurrentes o mundo propio. Proponer a un creador que su mundo propio es como el de todos los gilipollas que le rodean resulta tan antinatural como ordenar a los setos que crezcan en forma de caniche. Pero esa es la propuesta de esta nueva ola de corrección política: que todos los setos crezcan obligatoriamente con forma de caniche. Qué monos son los caniches.

Tomemos el ejemplo de la directora de cine Chloé Zhao. No solo es mujer, sino que además, siendo estadounidense, su origen racial es asiático. De este modo, lo que esperarían de ella los chiripitifláuticos del arte es una película sobre mujeres chinas en Estados Unidos y sus dificultades para salir adelante. Pues bien, Chloé Zhao dirigió en 2017 una estupenda película titulada 'The Rider', sobre un jinete de rodeos que casi pierde la vida en una competición y que arrastra desde el accidente graves daños cerebrales. No hay asunto más masculino ni más norteamericano que el rodeo, como puede verse en la película, siendo su misma directora la que eligió el tema y la que se rompió la cara para rodarla con escasos medios debido a la falta de financiación. Si hubiera hecho la película que los simples esperaban de ella, a lo mejor habría contado con 20 millones de dólares y ahora tendría cuatro óscares en casa. Pero entonces Chloé Zhao no sería Chloé Zhao, sino otra empleada del mes más.

Lo que debemos aprender de Chloé Zhao es que la pulsión artística no resulta predecible, porque si fuera predecible no sería artística, sino trabajo de oficina. Uno hace las películas y las novelas y las canciones que cierto azar un tanto demoníaco le encarga, motivo por el cual hay tantos directores (Cassavetes, Allen, Almodóvar) que escriben y dirigen películas protagonizadas por mujeres, simplemente porque es lo que les interesa o apetece o motiva, y no porque quieran ayudar al balance 50/50 en la cantidad de protagonistas de ambos sexos que hay en el celuloide. De hecho, si uno elige que su película la protagonice una mujer, una persona de raza negra o un transexual a fin de contribuir a esos balances, lo más normal es que haga una película malísima, porque no habrá otra cosa detrás de ella que buenas intenciones —o el cálculo más miserable, en realidad—. “Con las buenas intenciones solo se hace mala literatura”, asentó hace tiempo André Gide.

Pero los creadores, según parece, al menos en todos los productos comerciales, están más que dispuestos a plegarse a las demandas morales de una autoridad abstracta que se autodefine como El Bien, lo que redundará en que sus creaciones sean todas muy similares, muy pobres y nada impactantes, una especie de publicidad de una gran ONG cuya misión es salvarnos de nosotros mismos. Ya era el arte el que nos salvaba de nosotros mismos retratando en tantas ocasiones nuestros rincones oscuros, explicándonos por nuestros terrores o bajezas, todo lo cual, desterrado de películas y novelas y canciones, no redundará en hacernos mejores, sino en hacernos tontos a la par que hipócritas.

Uno de los beneficios de carecer de cultura es que puedes opinar con más autoridad que nadie sobre qué es y qué debe ser la cultura, inmejorablemente mientras tiras alguna estatua o saboteas algún estreno cinematográfico o quemas dos o tres libros perniciosos. Recordemos que cuando se empezaron a pintar cuadros poco fieles a la realidad, lienzos enfermizos o en los cuales no se distinguía nada de nada, la gente y algunos doctos también protestaron. Ahora esos cuadros ocupan un espacio principal en la historia de la pintura. Sin embargo, me temo que la reeducación artística a que obligan hoy los ignorantes y los curillas va camino de salirles bien. Me temo de hecho que nos dirigimos hacia una triste división de la cultura: por un lado, su epidermis oficial, conformada por obras banales y premiadas y aburridísimas y, por otro, su tubería profunda, donde estará el arte que nos da placer y conocimiento.

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