Nada que leer, éste es el final
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Alberto Olmos

Mala Fama

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Nada que leer, éste es el final

A todo lector le llega un momento en que lo que más le apetece es dejar de leer durante una temporada

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Es sabido que las personas que no leen se pierden uno de los mayores placeres de la vida: no leer. Si no lees, no sabes lo a gusto que se está sin leer, pues esa es tu condición natural, la de iletrado. Si lees habitualmente, sin embargo, llega un momento (estimo que sucede una vez al año) en que ya no puedes ver los libros ni en pintura, estás harto, alfabetizado por tres, y un poco blanco. La manía que le coges a los libros se parece a la manía que le coge un actor porno al sexo. Leer mucho y hacer porno no tienen nada que ver, pero siempre podemos soñar.

Como llegan las vacaciones de verano, tienen ustedes la ocasión perfecta para dejar de leer. Los periódicos ayudan mucho, pues todos publican piezas donde recomiendan los diez libros que debe usted leer este verano. El redactor de estos panoramas no ha leído ni uno sólo de los libros que le dice a usted que lea, lo que sólo prueba esto que vengo diciendo. No lea.

La no lectura es fundamental para el desarrollo del espíritu: hay vida ahí fuera. Por ejemplo, puedes ver películas en Netflix.

Sólo aquellos que no leen creen que el verano es una época para leer, como si en septiembre el profe les fuera a preguntar por los libros acabados en agosto. En realidad, el profe ya sabe que vas a leer a Joël Dicker en agosto. Joël Dicker es el Cuaderno Santillana de los adultos, aunque también tiene mucho tirón la novela autoeditada de tu cuñado. Al final, la lees en la piscina.

Los lectores obsesivos suelen decir que en verano ellos se leen los libros más largos que encuentran. Algunos afirman que repiten con Proust (tres mil páginas), otros exhiben a Thomas Mann o a Goethe. ¿Realmente está el verano hecho para leer a Proust? ¿En serio te lees a Goethe entre bikinis y mojitos, en bañador? ¿Te llevas de vacaciones a México los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido? ¡Menos lobos y más respeto para Goethe!

Cuando en la playa veo a alguien leyendo un libro, pienso: pobre desgraciado. No tiene amigos, no tiene curiosidad por los bikinis, no pide mojitos para que no se le derramen sobre su Proust. Leer en la playa es una falta de respeto para las buenas vistas, el mar modulado y el atardecer. Te has desplazado quinientos kilómetros para mirar lo mismo que miras en tu casa en invierno: papel impreso. Me pregunto si aquel que va a la playa a leer elige a posta una playa que sea muy fea.

Cuando en la playa veo a alguien leyendo un libro, pienso: pobre desgraciado. No tiene amigos, no tiene curiosidad por los bikinis

Los parones en la lectura excluyen a los jóvenes. Estos pueden seguir leyendo también en verano, porque además les ayuda a ligar. De joven, has leído poco, apenas quinientos libros, y todavía es posible que acabes descubriendo a Felisberto Hernández o a Mercé Rodoreda, después de leerte todos los libros de Cortázar y de Kundera.

Sin embargo, el lector de más de cuarenta años ha descubierto, sobre todo, el olvido. Ya no recuerda las novelas de Faulkner que leyó con veinte, no sabe si seguir adelante o volver a empezar, ni siquiera está seguro de que sus libros favoritos aguanten una relectura. Todo es ruina, derrumbe, tiempo perdido sin magdalenas. A lo mejor ha leído dos mil libros, y comprende que mil quinientos se los podría haber ahorrado. Si tú has leído el libro autoeditado de tu cuñado en la piscina, este lector adulto ha leído el libro de todos los cuñados del mundo. Todo libro olvidado es el libro de un cuñado, leído por obligación sentimental.

Dejar de leer es pedir al mundo un paréntesis de cuñados. Librarse de tu cuñado lo entiende todo el mundo. Pues eso supone descansar de leer, amigos.

Los viejos lectores, que se habrán leído tres o cuatro mil libros, desechan de forma natural las novelas actuales, por muy premiadas que estén

Los viejos, según cuentan, los viejos lectores, digo, que se habrán leído tres o cuatro mil libros, desechan de forma natural las novelas actuales, recién impresas, por muy premiadas que estén. O sea, matan a un cuñado, o lo entierran, pues ya no les interesan los cuentos de los cuñados, tus cositas del Tinder y del acceso a la vivienda en tu primera novela inútil. O releen o algo peor: se entregan a los ensayos. Una cosa que pasa de anciano es que te quieres morir sabiéndote todas las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y cómo hacían los libros los romanos, y qué población tenía Jaén en el siglo XV. Te has dado cuenta, de mayor, que esas son las cosas importantes que vienen en los libros, no las fabulaciones, no las magdalenas. Además, impresionas mucho a las señoras en el bingo diciendo qué población tenía Jaén en el siglo XV, y qué tanques circulaban por Stalingrado.

Tantos años leyendo es un matrimonio en el que lo único que lees es el propio acta matrimonial. Aburre.

Tantos años leyendo sólo demuestran que ya no sabes cuándo se acaban los libros.

Es sabido que las personas que no leen se pierden uno de los mayores placeres de la vida: no leer. Si no lees, no sabes lo a gusto que se está sin leer, pues esa es tu condición natural, la de iletrado. Si lees habitualmente, sin embargo, llega un momento (estimo que sucede una vez al año) en que ya no puedes ver los libros ni en pintura, estás harto, alfabetizado por tres, y un poco blanco. La manía que le coges a los libros se parece a la manía que le coge un actor porno al sexo. Leer mucho y hacer porno no tienen nada que ver, pero siempre podemos soñar.

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