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Mil ojos esconde la noche
Prada, a través de su homúnculo Navales, revierte el orden del relato, desciende a los infiernos, sacando el inconsciente a la luz para que hable sin miramientos
El tremendismo es una técnica literaria cruel y despiadada con los personajes, con las secuencias y los ambientes en los que transcurre; pero sobre todo es implacable con el lector. Este asiste, amedrentado y sobrecogido, a un sinfín de acontecimientos desagradables y violentos, a un desfile macabro de personajes miserables, mezquinos, sórdidos, mentirosos, delatores y asesinos, descritos con una rabia y un rencor infinitos.
Mil ojos esconde la noche, la última obra de Juan Manuel de Prada, podría denominarse tremendista o miserable. Podríamos resumir sus páginas diciendo que se trata de un retrato granguiñolesco, orquestado por un hombre lleno de amargura e inquina, un oscuro Dioniso que busca nuestro espanto y que ríe a carcajadas al lograrlo. Pero no lo vamos a hacer, porque eso es lo que Prada quiere.
Intentemos aproximarnos, no a él (empresa inconcebible) sino a su novela desde otro punto de vista. Mil ojos esconde la noche no es para nosotros una novela tremendista. No se trata tan solo del consabido esperpento, con sus espejos deformantes, tan manidos por la crítica. Max Estrella está, como indica nuestro admirado Luis Alberto de Cuenca, presente en su viaje alucinante por los oscuros callejones de la insania: sí, pero hay algo nuevo, diferente, único que separa esta novela de las demás y que la distingue del resto de obras que sirven de soporte para su complejísima construcción.
Estamos de acuerdo en que nos enfrentamos a un gigantesco circo sangriento, una “galería nocturna” de cuadros malditos, plagados de monstruos infectos, un Freak Show salvaje y cruel, propio del más terrible Tod Browning. Pero esta descripción no me basta. Mil ojos es más, mucho más.
Estamos de acuerdo en que nos enfrentamos a un gigantesco circo sangriento, una "galería nocturna" de cuadros malditos
Desde luego, no quiero mentir a nadie. Hablamos del texto más deliciosamente bruto, agrio e incómodo desde La familia de Pascual Duarte y, aunque formalmente no tenga nada que ver, en su propósito (ofrecer al lector una realidad fidedigna, sangrante y desconocida), sí coinciden. También me apetece mucho nombrar La colmena, pero Mil ojos posee algo de sinceridad suprema, una alucinante exposición de sentimientos y emociones que IMPACTA, de una honestidad que resulta impúdica y de la que La colmena y otras novelas realistas carecen. ¿De dónde surge esa tremenda franqueza que la convierte en única? Igual no es una cosa, son muchas, o la misma contemplada desde diferentes perspectivas.
En primer lugar, Mil ojos esconde la noche está narrada por un personaje de ficción, Fernando Navales. La distinción es necesaria porque el resto de habitantes de esa “turbamulta de artistillas de todo pelaje” son rigurosamente históricos. Cito: “Navales es falangista de pata negra, de los pocos que a estas alturas pueden presumir de camisa vieja (...) solo que, por circunstancias especialísimas (...) tuvo que mantener oculta su militancia durante los años de la Cruzada, y su nombre no figuró nunca en los archivos incautados por los rojos al estallar la guerra”.
A Navales se le encomienda la misión de atraer a las filas de Falange a todos los “rojillos” (como él mismo los llama) que todavía residen en Francia, para reconducirlos por el recto camino. “Se trataría de utilizar con los rojillos la técnica del palo y la zanahoria, ofreciéndoles golosinas que hagan tambalear sus principios (si es que los tienen) y finalmente traicionarlos”. Con este siniestro objetivo, Navales es capaz de todo, de lo más miserable y mezquino: arruina vidas, destroza carreras, insulta y menosprecia a cualesquiera que se interpongan en su camino (que, para disfrute del lector, no son pocos). La narración en primera persona de Navales es inequívocamente subjetiva, ajena a la mirada escrutadora de los biempensantes. El autor está exento de culpa. ¿O no? ¿Es Navales un narrador sospechoso o no fiable? ¿Navales miente, o dice la verdad?
Un narrador sospechoso o no fiable es aquel cuya credibilidad permite el debate. ¿Navales puede ser puesto en tela de juicio? Bueno, podemos compartir o no sus opiniones. De hecho, resultaría particularmente demencial estar a su lado en casi todo lo que dice. Picasso es un pintamonas, un tratante de ganado que esconde lingotes de oro en su armario. Estoy convencido de que esto es rigurosamente cierto. ¿Qué problema hay? Que se trata de una verdad parcial. Picasso no sería solamente eso. Sin embargo, nos encanta que lo diga. ¿Por qué? Porque disfrutamos como enanos sintiendo la libertad que implica pensar lo que Navales piensa. Navales es un iconoclasta, un heresiarca aborrecible y eso nos deleita hasta límites insospechados. Hablamos de ficción, el sagrado recinto donde todavía somos libres. Podemos pensar el mal. El reconocimiento de esa impudicia es lo que diferencia el realismo grotesco de Prada con Cela o Valle-Inclán. Lo esperpéntico deja de ser un espectáculo que ocurre frente a la audiencia para ser una vorágine que te arrastra dejándote sin aliento, y que te absorbe, te abduce hasta el vértigo. Somos parte de su mundo, aunque nos parezca mal, y procuramos rebelarnos, pero algo nos dice que no es posible.
Un narrador poco fiable no es simplemente un narrador que "no dice la verdad". ¿Qué autor de ficción dice alguna vez la verdad?
Un narrador poco fiable no es simplemente un narrador que “no dice la verdad”. ¿Qué autor de ficción dice alguna vez la verdad? Navales no miente, aunque mienta. Navales nos embauca diciendo la verdad, o su verdad. Navales sabe que nos encanta, a pesar de nuestra incapacidad para aceptarlo. De igual manera, nos ofrece, generoso, diversos sentimientos en bandeja de plata. Navales disfruta mezclando el sexo, la comida y la muerte. Mateo Hernández y el calderillo bejarano guisado con carne de morcillo, Lequerica con sus kokotxas, los argentinos con sus asados, los patos a la sangre de La Tour d’Argent: “Les tuercen el cuello hasta estrangularlos, para que conserven toda su sangre. Luego los despluman amorosamente, pluma a pluma, como si estuviesen deshojando una margarita, los asan someramente, les retiran los muslos y las pechugas, les pican los higadillos y los condimentan y... ¡Aquí viene lo verdaderamente importante! El resto de la carne del pato, con su carcasa, sus huesos y su piel, se pone sobre una rejilla de malla muy fina, casi como de colador, y encima de estos despojos, se coloca una tabla, cuanto más anatómica mejor, sobre la que deja caer todo su peso una granjera de posaderas abundantes, prensando los despojos y extrayéndoles la sangre y todos sus jugos”.
Es el Catoblepas, monstruo definitivo de Prada, que se devora a sí mismo, el que marca su profunda autoconciencia. Prada es monstruo de sí mismo. Si los gordos soportamos un organismo deformado por la grasa acumulada de años, el autor de Mil ojos esconde la noche ha aprendido a usarla para la literatura. No es grasa en su caso, se trata de bilis, una bilis negra como la de los chipirones, con la que escribe a mano esta soberbia novela.
Navales desciende a los infiernos y los decorados fascinan y estremecen. Como dice Rudolph Otto, así es lo Sagrado. El Cabaré del Infierno con su cabeza del orco como el de Bomarzo y su bailarina que expele anguilas por el sexo. El Lido con su playa “donde escenificaban naumaquias del fornicio”. El jardín de Lesca, el Jockey, la temible Pensión Senegal, lugares donde política y lascivia no parecen llevarse del todo mal. Navales nos presenta a sus monstruos: Perico Urraca, Velilla, Lequerica y Daranitas y Ruanito, el formidable Ruanito, peor que el mismo Navales, entrañable en su ruindad -¡qué divertido es Ruanito cuando se viste de monárquico!-, el cuñadísimo, el Ausente, el ángel con gabardina y bigote, Picasso y Céline, Mary de Navascués y sus katiuskas, Paul Éluard con sus granitos muy sospechosos alrededor de los labios y toda la barbilla “que parecían querer formar pus y hacerse pústulas, como si se acabase de zampar un bocadillo de ortigas”. Todos terminarán sobre la arena del Circo Amar, con Ana de Pombo y la terrible niña Mariuca.
En ese instante se nos desvela el segundo nivel de la dialéctica que Prada ejecuta inmisericorde en esta profunda novela: ser sincero en la infamia, reconocer en su lector un fragmento de indignidad, ese que nos hace ser humanos, para después compartirlo impunemente con todos. Prada subvierte los valores para enseñarnos cómo están hechos por dentro. Nos muestra la enfermedad del alma, sus purulencias, las salpicaduras de orín, las zurrapas y palominos que llevamos incrustados en nuestro corazón. Prada, a través de su homúnculo Navales, revierte el orden del relato, desciende a los infiernos, sacando el inconsciente a la luz para que hable sin miramientos. La consciencia se apaga y el lector pone en suspenso lo razonable.
Mil ojos esconde la noche DUELE. Pero no solo el dolor que provoca su lectura nos estremece, sino la belleza que desprende, una belleza que surge de la superación del resentimiento, tema central de la novela. Ignoro qué fue primero, si
Tras el gigantesco vórtice circular en el que 'Mil ojos esconde la noche' sumerge al lector, llega por fin la calma, llega el perdón
Tras el gigantesco vórtice circular en el que Mil ojos esconde la noche sumerge al lector, llega por fin la calma, llega el perdón. Ahí termina la dialéctica idealista destructora. Cito: “—Perdonar, eso es lo que debes hacer, Fernando. El perdón es la mejor obra de arte que podemos completar en esta vida”. Ana de Pombo y Ana María Sagi son los dos personajes que Navales respeta por encima de todos los demás, incluso del Ausente. Ama a esas mujeres porque las admira sin tener en cuenta consideraciones ideológicas. Cito: “Tal vez todas las ideologías se alimenten del despecho humano. Del despecho, del fracaso, del odio, del resentimiento, de todas esas inmundicias morales en donde la ideología penetra como en un nido de alegres víboras, acostándose con ellas y haciéndolas fecundas”.
Ana de Pombo y Ana María Sagi descubren a Navales la tercera vía, el perdón de los pecados. Prada se desembaraza de su traje de sacerdote impío. Cuelga la mitra y se arrodilla ante su nuevo Dios: la honestidad. Esa bilis negra ya no cubre sus órganos vitales, abandona su traje de resentimiento y amargura. El amor extirpa la envidia y el odio. El narrador ya no es sospechoso, ha logrado superar, a través de la aceptación de la inocencia perdida, sus propias limitaciones. El hombre ya no es un monstruo, tan solo un animal herido.
“El Paraíso había quedado abolido; o al menos yo había sido expulsado de sus lindes”. Ese es Juan Manuel de Prada.
*Álex de la Iglesia, director de cine.
El tremendismo es una técnica literaria cruel y despiadada con los personajes, con las secuencias y los ambientes en los que transcurre; pero sobre todo es implacable con el lector. Este asiste, amedrentado y sobrecogido, a un sinfín de acontecimientos desagradables y violentos, a un desfile macabro de personajes miserables, mezquinos, sórdidos, mentirosos, delatores y asesinos, descritos con una rabia y un rencor infinitos.