Mala Fama
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París era una ciénaga
Juan Manuel de Prada publica la primera parte de su colosal 'Mil ojos esconde la noche', fresco sobre los españoles en la Francia ocupada
Dos amenazas les complace protagonizar habitualmente a los escritores; una es la de dejar de escribir y la otra, la de escribir un libro muy gordo. Ambas, como ven, buscan mayormente no ser leído. Cuando el autor se atora, se cansa, se enemista con el mundo, deja caer aquí o allá (entrevistas, artículos) que su anterior libro quizá sea el último, que ya no va a escribir nada nunca más. Eso dijo Javier Marías a la publicación de
Escribir un libro muy gordo, un novelón, parece la moda comercial de este año, y, como amenaza, resulta enternecedora. Si uno está escribiendo una novela breve, no avisa; si la novela apunta a las 200 o 300 páginas, tampoco. Solo cuando la cosa se va de madre, siente el escritor la necesidad de anticipar al mundo lo que se le viene encima. ¡El genio!
En efecto, el aviso de novela larga es un aviso competitivo, una cortesía colegial dentro del deporte de las letras, un "ahora voy con todo, amigos, cuidado". Se hace propia el aura de un Dostoievski, de la gran novela americana, del erotismo de la cama King Size; se atribuye uno la piedad de las tallas grandes y la baratura de la hamburguesa doble. Todo lo grande en este mundo se hace por el bien del consumidor.
Este año ya han salido cuatro o cinco novelas que son muy buenas porque tienen más de setecientas páginas. Si su autora es una mujer, la novela es extraordinaria, dado que ciertos críticos parecen creer que es todavía más difícil que una mujer escriba 700 páginas seguidas, como hacen constar involuntariamente en sus delirantes loas.
Así la cosas, la carrera por el gálibo literario en 2024 la va a ganar sin duda Juan Manuel de Prada, que ya anunciaba en la presentación de
París nazi
Propone Juan Manuel de Prada un andrajoso recorrido por el París ocupado (1940-1944), por las vidas miserables o estupendas de varios artistas e intelectuales españoles que andaban por allí porque les venía mejor el nazismo eventual que el franquismo eterno, todos ellos amenazados de pronto por la prosa y la intención del rencoroso narrador, Fernando Navales, que el autor recupera de su primera novela,
Como en aquel debut, Mil ojos esconde la noche empieza con un largo prólogo, donde un superior de Navales da cuenta de la misión que a éste le toca afrontar durante mil y pico páginas, que no es otra que ganar para la causa a todos esos vanidosos creadores nacionales, a los que deberá visitar y halagar y extorsionar para que su arte y sus ideas se vuelvan conniventes con el Movimiento, propagandistas y felices. En París, ya ven, había una especie de embajada de Falange, y algunas revistas en español para que los españoles allí radicados se leyeran entre ellos. Todo este entramado o España Pequeña la documenta con precisión el autor, mientras su personaje maniobra por tugurios, cabarets, palacetes, pisuchos, ateliers y calles con esvásticas.
El resultado es un fenomenal bestiario del emigrado culto español de aquel tiempo, visto desde un prisma pringoso e impío, pues Navales narra desde presupuestos inmisericordes, animalizantes y peyorativos. La propia Francia, Picasso, César González Ruano o el escultor Mateo Hernández son retratados por sus picos peores, por sus rincones oscuros o sus defectos sobresalientes. "Pintamonas" se repite incansablemente sobre el Pablo Ruiz. Abunda el oprobio, la colleja, la prosopografía demoledora ("e salían unas hernias del tamaño de berenjenas"); la sufijación siempre vejatorio o grosera ("Ruanito", "polaquitos", "revistucha"), y una cadencia escatológica y sicalíptica que por momentos recuerda la gracia soez de Camilo José Cela.
Todo ello derivado de la emoción central de esta primera parte de la obra, que no es otra que el resentimiento. Navales quería más de la vida, más éxito, más dinero, más mujeres, algo de gloria literaria, y, arrinconado en su falangismo ancilar, ve los brillos de Picasso, María Casares o Sebastián Gasch como abiertamente en su contra.
Uno puede estimar a bulto si lo que dice Navales lo comparte el autor, ese desprecio a la Francia cobardica, la poca estima por la obra de Ruano o, ya decimos, por la pintura picassiana, o si son todo excesos de la ficción y el esperpento (aunque hay una columna reciente de De Prada que casi repite punto por punto lo que dice la novela sobre la grandeza dilapidada de Francia). También se da cierto lustre al falangismo (nuestro narrador es falangista), sobre todo en comparación con las coces que se propina a las incipientes estructuras franquistas. "Nosotros somos católicos sobre todas las cosas", leemos. "Católicos fascistas, si quieres".
"Nosotros somos católicos sobre todas las cosas", leemos. "Católicos fascistas, si quieres"
Así, extraña poco que el narrador de Juan Manuel de Prada casi solo muestre piedad y cariño por un personaje, el de la poeta Ana María Martínez Sagi, a la que el autor ha dedicado una monografía de 1700 páginas (
Echa uno de menos, en todo este despliegue de vocabulario y diplomacia, de Historia y entretelas, una promesa narrativa más jugosa, pues la obra se resiente de cierto estatismo, y no acaba de propulsarse en la trama, mediante secretos o misiones o aventuras que vayan creciendo y seduciendo al lector entregado. Sin embargo, su lectura es acelerada, muy fluida y didáctica, y cuando no nos recreamos en las fabulosas descripciones de espacios lo hacemos en el aprendizaje de nuestra Historia, que nunca está de más.
Dos amenazas les complace protagonizar habitualmente a los escritores; una es la de dejar de escribir y la otra, la de escribir un libro muy gordo. Ambas, como ven, buscan mayormente no ser leído. Cuando el autor se atora, se cansa, se enemista con el mundo, deja caer aquí o allá (entrevistas, artículos) que su anterior libro quizá sea el último, que ya no va a escribir nada nunca más. Eso dijo Javier Marías a la publicación de
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