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Córcholis ¿Qué hacemos con Kyoto? (II)
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Córcholis ¿Qué hacemos con Kyoto? (II)

En el primer capítulo pretendimos únicamente explicar las nobles motivaciones del Protocolo de Kyoto. En esta segunda parte vamos a entrar en faena esperando que la

En el primer capítulo pretendimos únicamente explicar las nobles motivaciones del Protocolo de Kyoto. En esta segunda parte vamos a entrar en faena esperando que la ensalada de números no nos desvíe del fondo del asunto.

Esta semana veremos si la Comunidad Internacional consiguió crear y consensuar…

… un sistema justo, al menos en teoría…

El Protocolo de Kyoto se marca unos objetivos de reducción de los siguientes gases de efecto invernadero: Dióxido de carbono (CO2), Metano (CH4), Óxido nitroso (N2O), Hexafluoruro de azufre (SF6), Hidrofluorocarbonos (HFC) y Perfluorocarbonos (PFC), de los cuales el CO2 es el que más contribuye en peso y por eso se suele hablar, con el fin de homogeneizar datos, de toneladas de CO2 equivalente (t Co2 eq.) o, peor todavía, de teragramos, de millones de toneladas de CO2 equivalente (Tg CO2 eq.).

Para hacernos una idea de la escala, en el año 2006, solo España emitió 433 Tg CO2 eq., el equivalente a la carga de 2.886 superpetroleros estándar (de un millón de barriles, unas 150.000 toneladas de peso muerto y 270 metros de eslora total cada uno, veinte metros más largo que el más alto de los cuatro pirulís, de diseño eso sí, recientemente finalizados en Madrid) cargados, colocados en fila india, uno detrás de otro.

Teniendo en cuenta que nuestro país produce alrededor del 1,9 % de las emisiones globales, el volumen mundial de emisiones equivaldría a la carga de 151.930 petroleros. Formarían una línea continua de 41.021.100 km de longitud que podría dar 1.025 veces la vuelta a nuestro planeta (unos 40.000 km de circunferencia). ¡Cada año!

Más fácil: equivaldría a más de 60.000 Estadios como el Santiago Bernabéu.

Vayamos por partes. El Protocolo se marca un objetivo, para el quinquenio 2008-12, basándose en un porcentaje de las emisiones que produjo cada país, sin otras consideraciones, en el año 1990. Se puede ver en el cuadro siguiente:

Esos objetivos pueden variar mediante programas de intercambio y cooperación que en el argot Kyoto se denominan LULUCF (Land use, Land-use change and Forestry y que cada país propone a su conveniencia. Una vez contemplados dichos programas, los objetivos de emisiones, para el quinquenio 2008-12, son los siguientes:

Australia y Croacia no hicieron los deberes a tiempo y por eso no aparece ninguna cantidad en la lista.

Si hacemos una estimación de las emisiones per cápita que cada país puede lanzar gratis, tomando la población del año 2002 para los cálculos (no hay grandes diferencias porcentuales de población a lo largo de los últimos veinte años en Europa salvo en el caso de España, debido a la inmigración), podemos ver la gran disparidad existente entre países, y la reducida cantidad asignada a España:

Corrigiendo la cantidad que nos adjudicó Kyoto con la población española actual, unos 46 millones de habitantes, nos corresponderían 36,2 toneladas de CO2 equivalente por persona, cifra muy cercana a la de Portugal, e irrisorias ambas comparadas con las del resto de países. Esas discrepancias no se corresponden con las posibles diferencias en climatología ya que tanto Italia, como sobre todo Grecia o Francia, tienen adjudicadas cuotas sensiblemente superiores.

…o un disparate trucado…

¿Empezamos a entender ahora por qué España no cumple el Protocolo de Kyoto?

Aunque el concepto que subyace en su planteamiento es muy razonable, lo vimos en la primera parte,  Kyoto tiene, desde mi punto de vista, dos grandes problemas que le convierten en un instrumento injusto –a la vista de los datos anteriores- y poco eficaz, más allá de su labor de concienciación. El tiempo lo dirá. Han sido esas imperfecciones, consideraciones políticas aparte, las que utilizó Estados Unidos, con una poderosa argumentación, para su no ratificación.

La primera es que utiliza los datos del año 1990 como referencia para el cálculo de las emisiones que puede lanzar a la atmósfera cada país, sin tener en cuenta otros parámetros: no realiza correcciones como la evolución de la población o la afluencia de turismo, la renta per cápita o el desarrollo económico de cada país, las ineficiencias ya cometidas, y otros muchos que pueden falsear –como así está siendo- los objetivos que pretende el Protocolo, permitiendo que muchos países se pongan falsas medallas y, para mayor escarnio, encima se permitan el lujo de señalar a otros que, como el nuestro, no cumplen.

Así por ejemplo, Alemania se reunificaba, y todo profesional un poco sensato ya sabía que la industria pesada de la antigua Alemania del Este, basada en el carbón, tremendamente contaminante e ineficaz, desaparecería, y que por lo tanto sus emisiones se reducirían, dejando a la nueva Alemania con un exceso de cuota. A los países más grandes herederos de la antigua Unión Soviética (Rusia y Ucrania) les pasaba algo parecido, se puede ver en el gráfico anterior la disparatada cuota que les corresponde, con la cual pueden realizar magníficos negocios en los mercados de emisiones creados a tal efecto, a costa nuestra. Reino Unido empezaba la transición del carbón al gas y partía de un nivel demasiado alto de emisiones, con lo que sin hacer nada, previsiblemente también cumpliría. Francia o Suecia (*) tenían sus centrales nucleares, y emitían muy poco CO2 en su generación eléctrica, aunque a algunos les disguste admitirlo; partían asimismo con niveles elevados de emisiones en el resto de sectores, con lo que con algo de trabajo y concienciación conseguirían cumplir con el Protocolo...

España, que partía de un nivel de desarrollo inferior, y por tanto de emisiones, no solo no tenía ningún conejo en la chistera, sino unos políticos deficientes que no quisieron o no se atrevieron a plantear un sistema de reparto justo dentro de la Unión Europea. ¿Desidia o incompetencia? Pensaban que el tiempo y los que viniesen después -el maldito corto plazo-, lo arreglarían todo. En cambio, fomentaron una política de crecimiento totalmente caótica y absurda que nos ha llevado hasta donde estamos, económica y ecológicamente hablando.

Se han perdido malamente veinte años que, bien llevados, con políticas de Estado de verdad sostenibles, nos hubiesen permitido no solo aumentar la calidad de vida, sino cumplir con la mísera cuota que Kyoto nos adjudicó; poder ser de verdad un ejemplo para el Mundo, más allá de las proclamas simplonas de nuestros gobernantes. Es mucho más difícil y caro corregir y encauzar lo que se ha hecho mal, que hacer las cosas bien desde el principio.

El segundo motivo y quizás más importante es que, aparte de EE.UU., el Protocolo de Kyoto no incluye a muchos de los países llamados en vías de desarrollo, es decir, a la mayoría de la población mundial. El argumento es falaz: como los pobrecitos tienen que desarrollarse, pues que hagan lo que quieran. Y de esa forma, en vez de aprender de los errores y las meteduras de pata cometidos por los países desarrollados –podríamos escribir un tratado sobre el tema- abundan en ellos, los repiten y amplifican, ellos también tienen derecho a equivocarse.

De todos los países, alumno aventajado –y un verdadero problema en ciernes si no corrige sus políticas de crecimiento- es China, que se está convirtiendo en un modelo de cómo no se deberían hacer las cosas; se ve que ha aprendido de España, que le ha precedido en la triste carrera en el desarrollo desaforado hacia ninguna parte. Pero ahora hay un problema de escala: en China hay muchos chinos, y por esta razón, su irresponsabilidad aprendida y su poco meditado crecimiento pueden contribuir a hipotecar al planeta durante los próximos siglos.

Como las emisiones son un problema mundial, también deberían serlo las soluciones. Un protocolo como el de Kyoto debería contemplar un escenario absolutamente global en el que se adjudicase cuotas razonables a todos los países, cada uno en función de sus circunstancias, las que sean, y se realizasen las oportunas transferencias financieras o tecnológicas entre unos y otros –más allá del mecanismo actual- con el fin de salvaguardar de la forma más eficaz posible los recursos y el medio ambiente de todos. Una quimera.

(*) Suecia produce la mayor parte de su electricidad mediante energía hidroeléctrica y nuclear. Solo el 4 % de la electricidad que consume procede de energía fósil.

En el primer capítulo pretendimos únicamente explicar las nobles motivaciones del Protocolo de Kyoto. En esta segunda parte vamos a entrar en faena esperando que la ensalada de números no nos desvíe del fondo del asunto.