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Carbon tax, cap-and-trading o nada de nada
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Carbon tax, cap-and-trading o nada de nada

Poco a poco la plebe va llegando a la conclusión de que eso de lanzar emisiones por escapes y chimeneas sin control y contaminar sin distinción de

Poco a poco la plebe va llegando a la conclusión de que eso de lanzar emisiones por escapes y chimeneas sin control y contaminar sin distinción de género, raza, lugar, riqueza, pobreza o miseria no es muy aconsejable para el clima y las tempestades, para la salud de este planeta. En los lugares habituales ya se empieza a debatir como limitar tales efluvios sin cercenar el crecimiento económico, a pesar de la decepcionante conclusión a la que ha llegado la troupe de Davos. Para estos despistados parece que el dilema es antagónico: crecimiento económico a cambio de incremento global de la pestilencia.

No tendría por qué ser así, necesariamente, si la costumbre de innovar se generalizara pensando, lo cual libraría de orejeras mentales a ciertos personajes, supuestamente enterados, denominados expertos.

Aquí ni siquiera se sabe lo que es un dilema. En estos eriales cada vez menos científicos y nada intelectuales, la pasión por el debate es algo que no forma parte de nuestras tradiciones y nuestra cultura, a no ser que se celebre a la tosca manera del palo y tentetieso, en donde todas las partes pretenden siempre vencer, nunca convencer.

A pesar de ello, aunque sea tirar a la basura digital el espacio otorgado a esta columna inconveniente, no viene mal comentar de vez en cuando lo que se dice por ahí, aunque a las molleras intelectuales de aquí, supuestamente enteradas y a la vanguardia de nada, no les interese. Asumo que este post no lo va a leer nadie; si no, esto no sería la España profunda que vuelve a emerger de nuevo, cuando pensábamos que los nuevos tiempos habían enterrado para siempre la corrupción y los gobernantes nefastos habían dejado de existir, ingenuos de nosotros.

Algunos economistas dicen que si se deja al mercado actuar libremente, los gases de efecto invernadero y el resto de plagas que provoca esta civilización, más que bíblicas, científicas, aumentarán sin control ya que no hay incentivos que promuevan reducirlas. De momento, esa es la tendencia.

A otro grupo de economistas de creencias místico-religiosas, con no se sabe qué formación y experiencia en las llamadas ciencias de la naturaleza que les permite mantener falsos postulados sin necesidad de demostrarlos, sus ecuaciones deducen que da igual.

Según tendencias ideológicas imperantes, el hombre está aquí para hacer lo que le de la gana. No se puede poner puertas a la libertad de nadie, aunque jorobe a los demás. La energía está para quemarla; los recursos, finitos, para dilapidarlos sin ninguna consideración hacia las generaciones futuras ni de ningún otro tipo. Qué más dará contaminar más o menos, o sembrar de basura este planeta si serán otros los que cargarán con las consecuencias.

Prima el individualismo y el libre albedrío, zurza a quien zurza, que para eso se crearon esas fétidas cloacas teóricas, denominadas externalidades, y la ley económica de la selva dilucidada a manotazo limpio para escándalo legítimo de Adam Smith, su primer domador frustrado.

Si nos centramos en la sensatez empírica que pretenden desplegar los primeros y dejamos que a los segundos los envenene su efímera y algún día denostada gloria teórica, en este momento hay dos métodos o herramientas principales para reducir las emisiones y reducir la contaminación o, al menos, intentarlo: el denominado carbon tax y el cap-and-trading, y disculpen este inhabitual exceso de barbarismos, pero de vez en cuando hay que parecer que somos sofisticados.

El carbon tax es un instrumento de precio, un impuesto cuyo fin es desincentivar las emisiones y fustigar la eficiencia energética, de manera que salga más barato promover el ahorro energético que pagar un exceso de dicha tasa, que gravaría el consumo excesivo de energía y, por lo tanto, de basura y de emisiones.

El cap-and-trading, un instrumento cuantitativo, marca un techo máximo a las emisiones, adjudicando unos derechos iniciales a cada uno de los agentes económicos, de manera que puedan comprar y vender entre ellos tales derechos en un mercado organizado, como un commodity más.

Cada sistema tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El carbon tax gravaría al emisor inmediato: la fábrica de cemento, la central térmica, la planta química, las chimeneas de las casas, los humos de coches y camiones, etc.

Los impuestos especiales que gravan los carburantes son de este tipo. Ya han demostrado su eficacia, desde el momento en que el agujero en el bolsillo que producía el surtidor azuzó mejores diseños por parte de los fabricantes. Fueron la industria europea y japonesa del automóvil las que lideraron la construcción y venta de automóviles cada vez más eficientes, mientras los vehículos americanos suponían, y suponen, un derroche que casi ha arruinado a su industria, ya que nunca gozó de incentivos de mercado para fabricar vehículos más avanzados. No es de extrañar que su industria acabase casi en la ruina a causa sobre todo de los coches japoneses, que acabaron inundando su mercado, infinitamente más sofisticados y fiables que los suyos.

Sin embargo, el gravar a las industrias en su origen, si no hay un tipo impositivo en todo el mundo similar y las mismas reglas de juego para todos, a lo único que contribuiría es a fomentar la deslocalización hacia aquellos países que no tuviesen ninguna intención ni deseo de respetar el medioambiente ni a las personas, como ya ha ocurrido, amparada en tal sacrosanta libertad de mercado de mentirijillas.

El ejemplo más notorio de cap-and-trading lo constituye el fallido Protocolo de Kioto. Es un instrumento cuya efectividad depende de que lo instauren todos los países por igual y de cómo se adjudiquen los derechos iniciales de emisión. La aplicación por parte de unas cuantas naciones, dejando fuera a países emergentes como China, u otros igual de ineficientes en producción y consumo energético como los Estados Unidos, penaliza a los llamémosle avanzados, fomentando todavía más la emigración industrial, ya que contaminar en origen sale totalmente gratis.

Afortunadamente, en tales lugares su población se está empezando a plantear que nada sale gratis cuando se trata de atentar contra el frágil equilibrio de este planeta. Y menos cuando repercute en la salud de los habitantes de sus cada día más envenenadas ciudades, aunque la alcaldesa por rebote de Madrid, poco escrupulosamente pactado, no se haya enterado de la boina que habitualmente cubre su ciudad, ni sepa de qué va la fiesta.

Por otro lado, el pasteleo que supuso la negociación de los derechos iniciales de emisión de Kioto supuso una injusticia tremenda para países que, como España, dejaron la picaresca en casa. Alemania, Reino Unido o Francia, entre otros, nos dieron sopas con ondas en su momento a causa de una negociación nefasta.

Nuestra corrompida clase política demuestra mucha diligencia para cobrar escandalosos emolumentos, para aplicar su torpe picaresca a sus indefensos ciudadanos, pero ni siquiera se merece el salario mínimo cuando toca trabajar por el bien de España. Ya en su momento describimos este oneroso sainete.

La mejor solución consistiría en implantar un impuesto al consumo que gravara el producto final o el servicio, la demanda, con el fin de que todos los productores tuvieran los mismos incentivos para ahorrar si quisiesen vender sin penalización, eliminando el dumping energético y medioambiental que tantas veces hemos mencionado en estas páginas, que equilibrara las reglas del juego comercial. Sustituyendo el actual impuesto sobre el valor añadido por un impuesto progresivo sobre el incremento de entropía, que gravara el producto final o el servicio ofertado en función de los recursos finitos necesitados, las emisiones y la contaminación producida, la basura generada y el daño cada vez más letal producido a los ecosistemas.

Se realizaría midiendo, trazando y valorando toda la cadena, desde que los materiales se extrajeran de la mina o la energía del pozo, hasta que el producto terminado se pusiese a disposición del consumidor, envases fugaces de usar y tirar incluidos. Tal sistema impositivo sería más justo y equitativo que el actual, fomentaría el ahorro de recursos, de agua y energía, reduciría la contaminación, compensaría las pérdidas y daños colaterales que produjese y penalizaría al ineficiente, al torpe y al desalmado.

No se gravaría por igual un producto fabricado utilizando energía renovable que carbón, un mineral proveniente de una mina a cielo abierto o bajo tierra, una lasaña vegetal en vez de cocinada con carne de ternera o de caballo, o el consumo de un pescado en vías de extinción del procedente de caladeros controlados sin trampa ni cartón para evitar su esquilmado.

Espolearía drásticamente la innovación, el bienestar de las gentes y crearía abundantes empleos dignos y saludables. Primaría la proximidad, eliminando transportes innecesarios con sus emisiones asociadas. Fomentaría la comida sana, desincentivaría el abuso de productos químicos malignos en la fabricación de los alimentos, fomentaría la agricultura sostenible y un uso comedido del agua.

Con paciencia y buen tino acabaría limpiando las ciudades de polución y aire contaminado al promover un urbanismo más racional adaptado al peatón, una vuelta a la milenaria ciudad mediterránea a la altura del tercer milenio. Todo lo contrario de lo que se pretende hacer con Eurovegas.

La comida basura o los refrescos nocivos dejarían de promover la obesidad. Muchos tráficos marítimos absurdos, como importar a Europa biocombustibles desde América, dejarían de ser rentables; volverían a serlo los productos agrícolas o ganaderos locales; la comida sana, la cual contribuiría a abolir la absurda política agraria común, tan onerosa para todos los europeos, lo que permitiría liberar fondos para otros menesteres o devolverlos a los ciudadanos.

Al gravar en destino las mercancías o los servicios en función del daño producido a los ecosistemas y al medioambiente, se castigaría a aquellos productores que no tuviesen intención de realizar su actividad con honestidad y buen hacer, que mantuviesen centros fabriles insanos y mano de obra esclava, en cualquier lugar donde estuviesen localizados estos.

Promovería, en resumen, la dieta mediterránea, los productos de proximidad, la eficiencia en la edificación y, sobre todo, un urbanismo cómodo y racional que permitiera reducir drásticamente el uso absurdo del automóvil y la necesidad de excesivas infraestructuras, carísimas, que descuartizan el paisaje. Crearía nuevos sectores económicos dignos y saludables y, por lo tanto, empleo al sustituir fuerza bruta por innovación y conocimiento.

Europa debería ser la pionera en la implantación unilateral de un futuro higiénico, limpio y saludable. Le permitiría salir del estado somnoliento y la abrupta decadencia económica y moral en la que está sumida por desertar de su tradición de innovación científica, artística y cultural, abonándose a las nutridas huestes de la ignorancia. Por soñar que no quede.

Poco a poco la plebe va llegando a la conclusión de que eso de lanzar emisiones por escapes y chimeneas sin control y contaminar sin distinción de género, raza, lugar, riqueza, pobreza o miseria no es muy aconsejable para el clima y las tempestades, para la salud de este planeta. En los lugares habituales ya se empieza a debatir como limitar tales efluvios sin cercenar el crecimiento económico, a pesar de la decepcionante conclusión a la que ha llegado la troupe de Davos. Para estos despistados parece que el dilema es antagónico: crecimiento económico a cambio de incremento global de la pestilencia.