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Ignacio de la Torre

El Observatorio del IE

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Mantengamos nuestras banderas

En el paso de las Termópilas 300 espartanos hicieron frente a un ejército persa cuyo tamaño superaba al griego en más de trescientos a uno. Ante tamaño

En el paso de las Termópilas 300 espartanos hicieron frente a un ejército persa cuyo tamaño superaba al griego en más de trescientos a uno. Ante tamaño desequilibrio de fuerzas, un emisario del Rey Jerjes solicitó la rendición a los espartanos con un “entregad vuestras armas”. Los espartanos, que en sus armas tenían su bandera, respondieron “venid a por ellas”. Ése es hoy el motto del IV ejército griego: “venid a por ellas”.  El exiguo ejército espartano fue finalmente aniquilado mediante una traición tras una heroica resistencia, pero toda Grecia se movilizó ante el invasor, y finalmente los persas fueron aplastados en las batallas de Salamina y Platea. ¿Por qué vencieron los griegos a los persas? El profesor de la Universidad de California, Victor Turner, en su libro Matanza y Cultura centrándose en la batalla de Salamina, concluye que la guerra era un enfrentamiento entre esclavos del Rey Persa y hombres libres de las ciudades-estado griegas. Un enfrentamiento así conllevaba una gran ventaja militar: un hombre libre convencido de la bondad de su civilización es mejor soldado.

Pronto, las insignias acabaron identificando la psique colectiva de una nación, las tradiciones de unos antepasados reflejadas en la colectividad en el momento presente, y en Roma tan representativa como la Loba Capitolina eran las águilas de cada Legión. Cuando tres legiones romanas fueron aniquiladas en el bosque de Teutoburgo en el año 9 d.c. y sus águilas apresadas (algo que los romanos consideraban una vergüenza militar) Roma respondió enviando una expedición de ocho legiones (casi un tercio del total) con un objetivo simbólico: recuperar las águilas, emblema de la nación romana. El comandante de esta fuerza, Julio César Germánico venció a los germanos, honró los restos de los legionarios caídos en Teutoburgo, recuperó las águilas y tras su entrada triunfal en Roma depositó los emblemas en el Templo de Júpiter.

Con la transición de la Alta a la Baja Edad Media y la formación de proto naciones, el colectivo cada vez se veía menos representado por los emblemas de su señor feudal local, y cada vez más con estandartes como la cruz de San Jorge inglesa, las flores de lis francesas, el León y el Castillo de Castilla, o las cuatro barras rojas de Aragón (cuyo legendario origen catalán reside en la mano del Conde de Barcelona, Wilfredo el Velloso, al contemplar una victoria y tañer su escudo amarillo con sus cuatro dedos ensangrentados). 

La consolidación del estado-nación europeo desde el siglo XVI vino pareja de la consagración de estandartes y símbolos nacionales. Ya no eran símbolos de la Corona: eran símbolos de la nación. España comenzó a emplear su actual bandera rojigualda en el reinado de Carlos IV (1785), substituyendo al blanco estandarte borbónico, para distinguir a su Armada de los barcos de otras naciones con reyes borbones (la enseña, que fue popularizándose, fue declarada oficial en 1908). En Francia, el estandarte blanco borbónico fue abolido con la revolución, alzándose la tricolor, tricolor que también se impuso en Alemania al albor del romanticismo (1848).

Hoy en día muchos que ignoran nuestra historia comentan con envidia cómo en EEUU los símbolos nacionales son tan queridos y tan cercanos a los ciudadanos y cómo los europeos deberíamos aprender de los estadounidenses. No deberían olvidar que el amor a la nación y a la bandera no es un invento de los americanos, ni tampoco de los extremistas de todo signo.  Es un fruto de Occidente, fruto que ha venido madurando desde que los griegos se enfrentaron a los persas luchando por su libertad.

Como tantos españoles he sentido mucha emoción al contemplar el resurgir de este fruto en estos días épicos. Sin embargo, introduzco una reflexión final: Indro Montanelli, en su genial Historia de Roma, tras narrar el glorioso pasado de Roma, termina su libro diciendo “ésta es la historia de un gran pueblo que hoy, al gritar “¡Viva Roma!” lo hace sólo para animar a un equipo de fútbol”.

Que no nos pase eso a nosotros. Mantengamos nuestras banderas. Las banderas de nuestros padres.

En el paso de las Termópilas 300 espartanos hicieron frente a un ejército persa cuyo tamaño superaba al griego en más de trescientos a uno. Ante tamaño desequilibrio de fuerzas, un emisario del Rey Jerjes solicitó la rendición a los espartanos con un “entregad vuestras armas”. Los espartanos, que en sus armas tenían su bandera, respondieron “venid a por ellas”. Ése es hoy el motto del IV ejército griego: “venid a por ellas”.  El exiguo ejército espartano fue finalmente aniquilado mediante una traición tras una heroica resistencia, pero toda Grecia se movilizó ante el invasor, y finalmente los persas fueron aplastados en las batallas de Salamina y Platea. ¿Por qué vencieron los griegos a los persas? El profesor de la Universidad de California, Victor Turner, en su libro Matanza y Cultura centrándose en la batalla de Salamina, concluye que la guerra era un enfrentamiento entre esclavos del Rey Persa y hombres libres de las ciudades-estado griegas. Un enfrentamiento así conllevaba una gran ventaja militar: un hombre libre convencido de la bondad de su civilización es mejor soldado.