El Teatro del Dinero
Por
Reformas Europa S.A.
Los líderes europeos han de tomar ahora una clara decisión: completar la unión económica y monetaria que se necesita para apuntalar el euro, o aceptar que
Los líderes europeos han de tomar ahora una clara decisión: completar la unión económica y monetaria que se necesita para apuntalar el euro, o aceptar que la zona euro colapsará en su actual forma. Ante esta contundente disyuntiva, ¿qué más debe hacerse?
Aunque los autores admiten que el diseño de la Eurozona tenía sentido sobre el papel ya desde los tiempos del Informe Werner, consideran imprescindible revisar sus fundamentos para, en primer lugar, acertar con el diagnóstico de errores, y después, implementar los tratamientos adecuados. A tal efecto, acotan el esquema del marco político-institucional en base a cinco pilares esenciales: políticas monetaria y fiscal, regulación y supervisión financiera, competitividad, y reformas estructurales. Así, una unión monetaria sin previa unión fiscal, y un banco central independiente con un inequívoco mandato de estabilidad de precios, enfrentaban una doble amenaza: los gobiernos podrían verse tentados a ejercer presiones para licuar endeudamiento a través de inflación; o bien forzar la estrategia del chantaje, creando repercusiones negativas en sus socios hasta conseguir un rescate. Sin embargo, se decidió que las competencias fiscales permaneciesen a nivel nacional, sujetas a la coordinación de la Comisión y el Eurogrupo, amparadas en tres supuestas salvaguardas: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, el estatuto de protección del BCE, y las teóricas restricciones al riesgo moral e incentivos a la responsabilidad individual.
Pese a que, de manera agregada, tanto la política monetaria como la fiscal han sido consideradas un éxito entre 2000 y 2007, la realidad por países, no obstante, presenta resultados desastrosos: la disciplina fiscal brilló por su ausencia y la talla única de la política monetaria fracasó a la hora de vestir a todos. Por ejemplo, Grecia violó la regla del déficit excesivo cada uno de los ocho años considerados, acumulando un desfase equivalente al 40% de su PIB; en cuatro ocasiones lo hicieron Portugal (29%) y Alemania (18%); mientras Francia, tres veces, e Italia, cinco, saldando sus incumplimientos con el 22% y 23% respectivamente. Al tiempo que los países core experimentaron crecimiento e inflación inferiores a la media, los países de la periferia operaron en sentido contrario, forjando fuertes desequilibrios por cuenta corriente en el seno de la Unión, que en el caso heleno se tradujeron en un quebranto total del 67% de su PIB, o del 46% en nuestra piel de toro. Estos desequilibrios implicaban que Grecia, Irlanda, Portugal, y España (GIPS) veían cómodamente enjugar sus déficits por los superávits de los países core, creándose una masiva interconexión por la que los balances de los bancos de Alemania, Austria, Bélgica, Francia, y Países Bajos se llenaron de deuda GIPS, habiéndose quintuplicado su exposición durante la década que finalizó en 2009.
Por su parte, las respectivas regulaciones financieras y bancarias nacionales estuvieron basadas en una combinación de complacencia y confianza en modelos macroeconómicos que no contemplaban, ni en sus peores escenarios, una crisis global como la acaecida. Y aunque pueda consolar que ello haya sido moneda común en otros países de la OCDE, los tipos de interés reales negativos que incentivaron la agresiva expansión del crédito habrían requerido medidas contracíclicas ad hoc, a fin de evitar el excesivo endeudamiento y una financiación a tontas y a locas, especialmente inmobiliaria. La falta de atención a la progresiva pérdida de competitividad y desequilibrios por cuenta corriente, unida al estrepitoso fracaso de las reformas estructurales para flexibilizar tanto los mercados laborales cuanto los de bienes y servicios, enmarcadas en la Estrategia de Lisboa, terminaron de cerrar el círculo vicioso de descoordinación fiscal, sobreendeudamiento, y un sistema financiero frágil e interdependiente, proporcionando todos los ingredientes precisos para una tormenta perfecta.
El marco político-institucional de la Eurozona fue diseñado como el aparejo de un velero de competición, y la rotura de alguna de sus piezas transferiría tensión al resto, potencialmente desencadenando el colapso de todo el sistema. Y esta vez, la deuda pública y privada, sobre todo la bancaria, se han enmarañado en un turbulento vórtice. El argumento parte de que el endeudamiento resulta sostenible si la razón entre deuda y PIB no crece indefinidamente, una lógica que conduce a la crisis cuando los inversores que consideraban solvente a un prestatario cambian sus apreciaciones: la percepción de un mayor riesgo de default genera la exigencia de una prima adicional; al subir la carga de intereses, se empeora el déficit, y si el gobierno no hace nada, se empuja al país al borde del abismo. Si éste se intuye demasiado cerca, el incremento de tipos aumenta los temores a la quiebra, en una espiral sucesiva que conduce a la cesación de pagos. Un juego de expectativas en el que la localización del precipicio cambia con la velocidad del miedo. Para contrarrestar esta vorágine, el gobierno recorta gasto y/o sube impuestos, lo cual puede incluso resultar contraproducente si se valora que ralentiza el crecimiento, acrecentando las dudas sobre la solvencia futura del deudor y devolviéndole al círculo vicioso de más riesgo y costes financieros. Al final, habría de optarse por el default, a través de una reestructuración, o bien encontrar un benefactor de última instancia, cuya intervención, empero, nunca sale gratis.
En el caso de las entidades financieras, al captar dinero a corto plazo para prestarlo a largo, la banca-rota ocurre en el mismo instante en que sus proveedores de fondos a la vista requieren su devolución y ésta deviene imposible de atender. Un modelo de negocio que parecería irresponsable en cualquier otro sector, y que se complica por la precariedad del apalancamiento, prestándose varias veces el capital disponible. Añádase la magnitud de la deuda bancaria en relación al PIB; que ya en 2007 suponía en torno al 300% en Alemania, Austria, Francia, y Países Bajos, más del 400% en Bélgica, 700% en Irlanda o 289% en España; realimentando un riesgo sistémico agravado por las continuas necesidades de refinanciación. El bucle de causalidad terminó cerrándose con la especial relación entre política fiscal y estabilidad financiera. El estallido subprime activó los estabilizadores automáticos, disminuyendo recaudación impositiva y aumentando gasto social, al tiempo que, conforme avanzaba la recesión, los estímulos adicionales, rescates, y el desplome en precios de activos y del comercio mundial, ampliaron aún más la brecha fiscal, empeorando el endeudamiento público. Por su parte, la sequía de los mercados de crédito obligó al BCE a inaugurar su particular barra libre de liquidez, y mientras se reducía la capacidad de repago de los prestatarios, la ausencia de una efectiva limpieza de corrales y la masiva exposición de los bancos core a la deuda GIPS, avivaron el miedo al contagio heleno, sirviéndose en bandeja la amenaza de hundimiento de la Eurozona.
Llegados a este punto, los grandes remedios. El rescate definitivo, tal y como se plantea, necesitaría un BCE que asumiese también consideraciones de estabilidad financiera en su policy mix, centralizándose las responsabilidades macro-prudenciales mediante una estrecha coordinación entre los miembros del Eurosistema. Ello afectaría positivamente a su credibilidad y facilitaría su liberación como improvisado agente fiscal, evitando así seguir poniendo en riesgo su balance. A partir de ahí, reforma financiera y saneamiento bancario. El primer paso sugerido es la publicación de los tests de estrés, a fin de revelar los potenciales agujeros negros responsables del miedo interbancario. Una cuestión que se antoja contradictoria, a tenor de la insolvencia innata bajo la que opera el sector, y pese a la finura de los modelos aplicados. Es la propia naturaleza del negocio y su opacidad las que resultan, per se, insostenibles. Y ésta y no otra, me temo, habría de ser la clave reformista, pues el resto sigue pareciendo parches y anteojeras. No obstante, se defiende que la transparencia allanaría el camino a la recapitalización, pública y/o privada, allí donde fuese necesario, con el objetivo de restaurar confianza y reducir la fragilidad del sistema. Un marco de actuación comunitario, incluyendo las mejoras de regulación y supervisión en curso, que también podría contemplar, dadas las circunstancias, un mecanismo de gestión ordenada de defaults.
Superada la fase anterior, y clarificada la operativa del SPV ya comprometido, los respectivos procesos de saneamiento presupuestario necesitan resultar verosímiles. En este sentido, el establecimiento de instituciones nacionales independientes, encargadas de controlar la disciplina fiscal e incluso el endeudamiento privado, ayudaría a promover el equilibrio entre estabilizadores automáticos, medidas discrecionales, y finanzas públicas sostenibles, un propósito que, a estas alturas, parece evocar la cuadratura del círculo. A continuación, se invita a los países GIPS a reparar sus desequilibrios macro a través de dolorosos y profundos ajustes salariales, habida cuenta las desviaciones acumuladas respecto al crecimiento de la productividad en los diez primeros años del euro. Para facilitar este proceso, reformas de los mercados de trabajo, preferiblemente mediante pactos nacionales, eliminación de los sistemas de remuneración indexados a los precios, y políticas contracíclicas que amortigüen las pérdidas de competitividad. Por último, las reformas estructurales de mayor dureza, aunque más fáciles de implementar en tiempos de crisis, adscritas a la estrategia Europa 2020. Sin ellas, la senda del crecimiento se augura, en el mejor de los casos, modesta, repercutiendo en la percepción de la capacidad de repago, y debieran centrarse en fortalecer la demanda doméstica en aquellos miembros con superávits comerciales, así como en promover oportunidades exportadoras en los países GIPS, favoreciendo la movilidad de factores y la supresión de rigideces de oferta. ¿Manos a la obra…?
Los líderes europeos han de tomar ahora una clara decisión: completar la unión económica y monetaria que se necesita para apuntalar el euro, o aceptar que la zona euro colapsará en su actual forma. Ante esta contundente disyuntiva, ¿qué más debe hacerse?