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Juan Ramón Rallo

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Las teleocracias son las sociedades autoritarias, aquellas en las que esas esferas de autonomía personal son pisoteadas por los planificadores centrales

Foto: Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE)
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE)

La Constitución española es un texto deliberadamente ambiguo y, en muchas ocasiones, contradictorio: no por casualidad, fue abrazada a la vez por comunistas y por falangistas. Incluso también por algún liberal despistado en aras del consenso. Por eso podemos encontrar preceptos aparentemente contradictorios como, por un lado, el artículo 33.1 (que consagra el derecho a la propiedad privada de los españoles) y, por otro, el artículo 128 (que subordina toda la riqueza del país al interés general). De ahí que a muchos nos desagrade una Constitución como esta que no es genuinamente limitadora del poder político sino que, en demasiadas ocasiones, habilita al poder político a interferir activamente en la vida de las personas.

Pero, a pesar de las indudables contradicciones internas que uno puede encontrar en la ensalada constitucional, es obvio que la Carta Magna debe interpretarse del modo más integral posible: a saber, leyendo cada artículo a la luz de los demás para busca la mayor coherencia posible. Y, siendo así, resulta imposible convertir el 128 en una carta blanca para la nacionalización de la economía en tanto en cuanto ello atentaría contra la esencia misma del derecho a la propiedad privada consagrado en el 33.1 (máxime cuando el artículo 53.1 mandata a los poderes que respeten ese contenido esencial de los derechos recogidos en los preceptos 14 a 38, lo cual evidentemente vincula a la gestión que pueda efectuar la Hacienda pública al abrigo del 128).

Foto: Reunión del Consejo de Ministros, este martes. (Reuters) Opinión
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Durante los últimos días, empero, hemos podido observar cómo Podemos nos ha estado vendiendo una lectura sesgada y parcial del artículo 128: una lectura ideologizada para justificar su programa político de máximos. Pablo Iglesias ha recordado en diversas ocasiones que la Constitución habilita a nuestros gobernantes a que defiendan el interés general por encima de los intereses particular; y Pablo Echenique, además, ha relacionado esa prevalencia del interés general sobre el interés particular con el auténtico patriotismo: a saber, patriotismo supondría sacrificarse por el interés orgánico del pueblo.

Por supuesto, el contenido de ese interés orgánico del pueblo no es otro que aquel determinado por la clase política gobernante (dado que no existe nada similar a la voluntad colectiva de los ciudadanos), pero, aun dejando de lado esa suplantación de lo abstractamente general por lo específicamente particular, el horror moral de fondo en el planteamiento de Podemos reside en su obsesión por someter a todas las personas a un mismo objetivo común.

Hayek, tomándolo prestado de Oakeshott, distinguía entre dos tipos de sociedades: las sociedades nomocráticas y las sociedades teleocráticas. En las primeras, no existe un objetivo común hacia el que todas las personas deban orientarse: cada individuo puede diseñar su propio proyecto de vida con la única restricción de respetar los proyectos de vida ajenos. En las segundas, en cambio, sí existe un objetivo común que todos los miembros de la sociedad han de acatar: sus planes vitales personales se hallan completamente subordinados a aquel plan colectivo dictado por las autoridades competentes. Las nomocracias son, pues, las sociedades libres: aquellas donde se reconoce una esfera de autonomía a cada persona para que tome sus propias decisiones soberanas; las teleocracias, en cambio, son las sociedades autoritarias, aquellas en las que esas esferas de autonomía personal son pisoteadas por los planificadores centrales, quienes se arrogan una soberanía plena sobre los individuos.

Que los políticos tengan competencias adicionales para proteger la vida de los ciudadanos no significa que deban extralimitarse en sus competencias

La machacona letanía de Iglesias de que los españoles pueden verse en la obligación de subordinar toda su vida y toda su propiedad al interés general tal como es determinado por el Gobierno de turno no solo es un exabrupto constitucional, sino un peligroso mensaje para la fibra moral de nuestras sociedades. Los Estados siempre aprovechan las situaciones de emergencia para crecer atribuyéndose nuevas potestades a costa de la sociedad (al revés de lo que sostiene erróneamente Naomi Klein en su 'Doctrina del shock': mucho más ajustado a la realidad Robert Higgs en su 'Crisis y Leviatán'), y esta vez no será una excepción (son muchos los que ya hablan, sin criterio alguno, del fracaso del liberalismo y de la necesidad de buscar un nuevo sistema). Que temporalmente los políticos cuenten con competencias adicionales para establecer un distanciamiento social que permita proteger el derecho a la vida de ciudadanos inocentes no significa que deban extralimitarse en esas competencias ni, sobre todo, que deban conservarlas una vez haya pasado la crisis sanitaria en función de la cual se las atribuyeron. Pero Iglesias ya está comenzando a preparar a los ciudadanos para el día después: un día después en el que sus destinos van a seguir subordinados al interés general de la sociedad, es decir, al autoritario interés particular de los gobernantes.

La Constitución española es un texto deliberadamente ambiguo y, en muchas ocasiones, contradictorio: no por casualidad, fue abrazada a la vez por comunistas y por falangistas. Incluso también por algún liberal despistado en aras del consenso. Por eso podemos encontrar preceptos aparentemente contradictorios como, por un lado, el artículo 33.1 (que consagra el derecho a la propiedad privada de los españoles) y, por otro, el artículo 128 (que subordina toda la riqueza del país al interés general). De ahí que a muchos nos desagrade una Constitución como esta que no es genuinamente limitadora del poder político sino que, en demasiadas ocasiones, habilita al poder político a interferir activamente en la vida de las personas.

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