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Hay que financiar la crisis y las inversiones climáticas con deuda de 50 a 100 años
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Hay que financiar la crisis y las inversiones climáticas con deuda de 50 a 100 años

El BCE no puede quedarse al margen de las grandes cuestiones de nuestra era, debe responder ante los imperativos del momento, respetando al mismo tiempo su mandato de estabilidad

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A lo largo de la historia, las grandes crisis han tenido como resultado el derribo de las creencias dominantes hasta el momento. Uno de los ejemplos más clarificantes tuvo lugar en la década de 1930, cuando el liberalismo económico heredado del siglo XIX se desmoronó por completo. Años más tarde —en la década de los 70— y, tras treinta gloriosos años, el pensamiento keynesiano también se vio cuestionado por un neomonetarismo que censuraba el Estado y la intervención pública fruto de la escalada de la inflación provocada por la crisis del petróleo.

La crisis sanitaria que estamos sufriendo ya ha demolido varios credos arraigados en el viejo continente tales como el del pacto de estabilidad europeo, absurdo desde hace tiempo, ya que ignora la situación macroeconómica de los países. También el de las ayudas de Estado, que prohíbe cualquier actuación pública de envergadura en los sectores clave de la economía o el de que las herramientas monetarias no deben intervenir en la gestión de los asuntos públicos.

La actual pandemia del coronavirus ha destruido ese mundo neoliberal creado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan y ahora es el momento de aprender y empezar a trabajar para reconstruir uno nuevo.

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Para ello, resulta preciso volver a otorgar a los Estados un papel central en la estrategia de desarrollo económico y social. En las últimas semanas, hemos podido comprobar cómo han sido capaces de tomar las medidas necesarias centrándose en dos ejes: la financiación de las empresas para evitar su desaparición, y la creación prácticamente de una renta universal a través del paro parcial (aunque siga siendo insuficiente con respecto a los autónomos y los trabajadores precarios).

Es una realidad que el Estado deberá reembolsar una gran parte de los préstamos que haya avalado y que la deuda contraída por las empresas deberá transformarse en fondos propios o bien cancelarse. Y, pese a que los ciudadanos están de acuerdo con estas premisas, siguen desconfiando de la acción pública en general.

El escenario que estamos viviendo ha vuelto a poner de relevancia el importante papel del Estado para garantizar aspectos esenciales, los cuales han sido descuidados en los últimos tiempos. Una muestra es la inversión en el sistema sanitario, bien sea en hospitales o centros de atención primaria o la atención de las personas dependientes, algo que se ha convertido en un lujo para algunos y un lugar donde ir a morir para muchos. No podemos olvidar la falta de recursos para la educación nacional y las universidades, que son básicas para luchar contra la desigualdad, así como la adopción de una renta universal. Por último, pero no menos importante, son las propuestas para luchar contra el cambio climático y no volver a arrancar un sistema económico incompatible con el futuro del planeta y, por ende, de la humanidad.

Ante este escenario, la pregunta es clara: ¿De dónde saldrá el dinero? Esta cuestión suscita temores ante un posible endurecimiento fiscal cuando la crisis sanitaria finalice. En este sentido, los impuestos tendrán un papel protagonista y seguirán siendo más necesarios que nunca para asegurar el funcionamiento permanente del Estado. No podemos olvidar que las responsabilidades vitales del Estado en las áreas de educación, salud y solidaridad nacional no pueden financiarse con crédito.

No obstante, la crisis que estamos atravesando y la urgencia climática plantean unas cuestiones de carácter totalmente distinto. Deben ser objeto de una financiación específica, que permita al Estado responder a ellas sin que se ampute su funcionamiento y su capacidad de actuación. Sabemos la respuesta: quien asumirá la financiación de esta crisis será el Banco Central Europeo (BCE). Pero afirmarlo parece molestar a sus partidarios, que lo consideran un obstáculo a su independencia, y a sus detractores, que siguen queriendo acabar con ella.

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Sin embargo, el apoyo que el BCE presta a los Estados muestra que esta solución ya está en funcionamiento. No puede hacerse sobre la marcha, en nombre de argumentos 'ad hoc' sobre la buena transmisión de las medidas monetarias, sino que debe explicitarse, ser objeto de razonamientos teóricos y formar parte de una respuesta global, fundamentada en una mayor cooperación entre autoridad monetaria y autoridades presupuestarias.

Y para ver con claridad este tema, un repaso a la historia será de gran ayuda. La crisis de los 30 fue el resultado de los errores de política económica, que, desde entonces, los economistas han identificado perfectamente: política de austeridad fiscal en Alemania, así como en Estados Unidos hasta 1933 o una política monetaria demasiado restrictiva, especialmente en Estados Unidos, donde la Fed permitió que casi la mitad de los bancos comerciales quebraran.

Tal y como demostró el economista e historiador Barry Eichengreen, estos errores trágicos surgieron de un temor absurdo: el regreso de la inflación. Alemania, traumatizada por la hiperinflación de 1923, atravesó la crisis bajo el espectro de esta, mientras que Estados Unidos, en menor medida, pero igual de obstinado, quiso proteger el orden monetario de antes de la guerra en nombre de la estabilidad de precios. La ironía trágica es que estos temores de un regreso de la inflación preocupaban a los gobiernos cuando estaban sufriendo un periodo de deflación tremenda. Y es que entre 1929 y 1932, los precios retrocedieron más de un 30%.

El apoyo del BCE a los Estados debe explicitarse, ser objeto de razonamientos teóricos y formar parte de una respuesta global

Hay muchos motivos para creer que, de nuevo, el riesgo deflacionista es mucho más elevado que el riesgo opuesto de un regreso de la inflación al que algunos ya aluden. De manera similar a Japón desde hace treinta años, los tipos de interés europeos son muy bajos, en ocasiones demasiado, y todo ello hace pensar que lo seguirán siendo durante mucho tiempo.

Por otra parte, es fundamental que las condiciones de financiación actuales sean duraderas; de ahí nuestra propuesta. Hay que financiar la crisis que estamos viviendo y las inversiones climáticas con deuda a muy largo plazo —de 50 o 100 años o incluso perpetua— y remunerada al tipo más bajo que permita la situación actual.

Para que esta propuesta sea un éxito, es necesaria y decisiva la total cooperación del BCE. La institución debe comprometerse a comprar esa deuda emitida, lo que proporcionará apoyo a los Estados más afectados por la crisis, así como a aquellos que quieran luchar contra el cambio climático. El BCE no puede quedarse al margen de las grandes cuestiones de nuestra era, debe responder ante los imperativos del momento, respetando al mismo tiempo su mandato de estabilidad de la inflación de en torno al 2%.

Pero la manera de hacerlo no puede disociarse del cuestionamiento de nuestras certezas de antes de la crisis. Por lo tanto, no se trata de acabar con el mundo que hemos heredado, sino de reformarlo a la luz de las exigencias que nos impone el nuevo siglo.

Como en las anteriores crisis, las creencias previas al coronavirus se han derrumbado y ahora el mundo neoliberal ha muerto. Es el momento de reconstruir un mundo de cooperación y de solidaridad.

*Nicolas Théry es presidente de Crédit Mutuel. Daniel Cohen es director del departamento de economía de la Ecole normale supérieure de París.

A lo largo de la historia, las grandes crisis han tenido como resultado el derribo de las creencias dominantes hasta el momento. Uno de los ejemplos más clarificantes tuvo lugar en la década de 1930, cuando el liberalismo económico heredado del siglo XIX se desmoronó por completo. Años más tarde —en la década de los 70— y, tras treinta gloriosos años, el pensamiento keynesiano también se vio cuestionado por un neomonetarismo que censuraba el Estado y la intervención pública fruto de la escalada de la inflación provocada por la crisis del petróleo.

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