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Qué podemos hacer con la inflación o por qué el pacto de rentas es necesario
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Qué podemos hacer con la inflación o por qué el pacto de rentas es necesario

Aceptar que el país se empobrece a corto plazo y hacerlo de forma equilibrada entre beneficios empresariales y rentas salariales es la apuesta menos perjudicial para todos

Foto: Manifestación en Madrid contra la pérdida de poder adquisitivo por la inflación. (EFE)
Manifestación en Madrid contra la pérdida de poder adquisitivo por la inflación. (EFE)

Sabemos que la inflación es una subida del nivel general de precios, a lo largo de un determinado periodo de tiempo, pero lo que ya resulta mucho menos obvio es averiguar, con suficiente precisión, las causas genuinas que provocan dicha subida. Y puesto que, de la bondad del diagnóstico realizado, depende, precisamente, el tipo y eficacia de las medidas a implementar, es fácil deducir por donde tendríamos que empezar a abordar este complejo asunto, en unas circunstancias como las actuales, marcadas por un despiste bastante generalizado.

Recordemos que, en términos generales, existen dos causas iniciales que pueden prender la mecha de la inflación. La primera tiene que ver con un aumento sostenido y significativo de la demanda de bienes y servicios, que, en algún momento del ciclo económico, se encuentra con una oferta incapaz de reaccionar al mismo ritmo, forzando a ésta a señalar este desequilibrio coyuntural con aumentos generalizados de los precios. Es lo que se conoce popularmente como “recalentamiento de la economía” y que, lógicamente, debe contrarrestarse con políticas de reducción del gasto, “enfriando” la demanda; ya sean éstas de carácter monetario, aumentando el coste del dinero y/o reduciendo la masa monetaria disponible por parte del Banco Central, o de carácter fiscal, a través de medidas presupuestarias contractivas. El resultado esperable, en ambos casos, es, efectivamente, una reducción de la inflación a medio plazo; pero a cambio, eso sí, de una cierta ralentización en el ritmo de crecimiento, y, por tanto, de un menor ritmo de creación de empleo; incluso, en el peor de los escenarios, de un aumento en la tasa de paro.

Un pacto obliga a prescindir del mercado algún tiempo pero no más que el “sálvese quien pueda”

Ahora bien, si la inflación se origina en el “lado de la oferta”, es decir, como consecuencia de un aumento significativo en el precio de determinados insumos básicos que afectan, de manera generalizada, a los costes de producción y distribución de los distintos bienes y servicios, entonces la situación se complica; porque ahora la solución definitiva solo puede estar (si no se produce una reducción compensatoria equivalente de los salarios) en una de estas tres alternativas: a) una inmediata reducción del precio de los insumos (muy difícil si persiste la escasez o la fijación oligopolista de precios por parte de los oferentes), b) una sustitución de aquéllos, por otros más disponibles o más baratos, o c) un aumento de la productividad, que neutralice el aumento inicial del coste producido.

Foto: Precios en una carnicería. (EFE/J. L. Cerejido)

Y, puesto que todas estas medidas son imposibles de instrumentar en el corto plazo, lo que de verdad ocurre en la práctica, mientras se alcanza alguna de ellas, es que comienza a propagarse por todo el sistema económico una especie de guerra encubierta por la distribución de la renta, que suelen ganar (o, al menos, no perder) en el corto plazo aquellos agentes que, bien disponen de suficiente poder de mercado para trasladar a los precios los aumentos del coste, bien ofrecen productos necesarios (demanda rígida), bien están muy organizados para defender sus rentas, o bien, en fin, están situados al margen de la competencia internacional. El resto de los agentes, que no disponen de alguna de estas características, acaban, ineludiblemente, perdiendo posiciones. Conclusión: la inflación de costes genera, además, desigualdades no ligadas a la eficiencia del mercado, y, por tanto, distorsiona toda la estructura de precios y salarios.

Veamos más de cerca el proceso. Supongamos, simplificando al límite, que producimos un único bien de consumo al precio de 100 euros la unidad, cuya estructura de costes es la siguiente: 20 €, insumos (materias primas, energía, etc.), 50 €, costes laborales, y 30 €, beneficios. Imaginemos ahora que se produce un aumento del 20% del precio de los insumos (4 €). Entonces, si el precio se mantiene constante en 100 € (no hay inflación) y los salarios también, es evidente que dicho aumento del coste será absorbido por los beneficios, obligando a reducir éstos hasta los 26 €.

Foto: La presidenta del BCE, Christine Lagarde, y el vicepresidente, Luis de Guindos. (Reuters/Wolfgang Rattay)

Ahora bien, si la empresa se resiste a ello y aumenta el precio del bien lo suficiente como para absorber la totalidad del incremento del precio de los insumos (de 100 € a 104 €), entonces es cuando aparece la llamada inflación de costes. En este caso, lo que observamos es que un aumento del 20% del precio de las materias primas y la energía, ha “provocado” un aumento del 4% en el precio final. El resultado es que, ahora, con una inflación (aumento del Índice General de Precios al Consumo) del 4%, los beneficios seguirían siendo 30 € y los salarios 50 €, y, por tanto, en principio, parece que nadie pierde… Pero sólo lo parece, porque, como los salarios son, además de un componente esencial del coste de las empresas, también un ingreso para los trabajadores, y teniendo en cuenta que dicho ingreso (al contrario que los beneficios) tiene como principal destino el consumo de bienes y servicios, la consecuencia inmediata es que aquéllos pierden poder adquisitivo prácticamente en la misma proporción en que suben los precios (un 4%). Dicho de otro modo, aunque los salarios nominales (medidos en euros) no se modifiquen, los salarios reales se reducen. Por tanto, si los trabajadores quieren mantener, al menos, su poder adquisitivo, defenderán aumentos del salario nominal equivalentes a la tasa de inflación. Pero si así ocurriera en la práctica, entonces las empresas, vería reducirse su beneficio, e intentarían aumentar, de nuevo, los precios para compensar el aumento salarial (efecto de “segunda ronda”)…y así sucesivamente.

Sin información suficientemente desagregada es difícil determinar el alcance del acuerdo de rentas

Añádase a todo esto que este proceso no es, como he señalado anteriormente, ni uniforme ni equitativo, puesto que no todos los trabajadores tendrán la misma fuerza al margen del sector a que pertenezcan, ni todas las empresas podrán aumentar a voluntad sus precios, dependiendo de cual sea su posición concreta en el mercado. Puede entenderse entonces cómo, conforme aumenta el desbarajuste, la probabilidad de que el Banco Central se vea cada vez más obligado a tomar medidas de reducción drástica de la masa monetaria, provocando una profunda recesión, crece de manera exponencial.

Estas son las principales razones que justifican la necesidad de un pacto de rentas, que, al tiempo que comprometa a los agentes a rebajar las expectativas futuras de precios y rentas del capital (implícitamente, los beneficios) y de los ingresos salariales, permita una “distribución ordenada” de los impactos negativos generados por el súbito crecimiento del precio de los insumos, más aún si estos provienen del exterior. Aceptar que el país, en este último caso, se empobrece a corto plazo, de manera proporcional al enriquecimiento producido en los países suministradores, y hacerlo de manera equilibrada (entre precios/beneficios y rentas salariales) hasta que se encuentre una solución genuina a medio plazo, es la apuesta menos perjudicial para el país, y, por tanto, para los distintos agentes económicos afectados por el impacto en los costes.

Foto: El rey Felipe VI, entonces Príncipe de Asturias, inaugura el Parque Tecnológico de Paterna en 1990. (Cedida) Opinión

Es cierto que un acuerdo sobre las rentas también obliga a prescindir del mercado durante algún tiempo, pero no más que el “sálvese quien pueda” que se acaba generando de manera espontánea si no se hace nada, y, en todo caso, resulta ser mucho más eficaz, además de ecuánime, para conseguir el objetivo final de reducción de la inflación que hayamos establecido.

A partir de aquí, la pregunta pertinente, es ¿cuánto hay de inflación de demanda y cuánto de costes en la anterior cifra del 8,9%, o en la actual del 7,3%, que es la última de la que tenemos constancia en España? Porque, de la precisión en la respuesta, va a depender, por un lado, cuál debiera ser la intensidad de las medidas monetarias o presupuestarias contractivas para neutralizar el efecto del recalentamiento económico producido por la demanda, en el caso de que éste exista, y, por otro, cuál tendría que ser el nivel de exigencia de un pacto de rentas para anular o suavizar las expectativas crecientes de precios y los desajustes producidos en la distribución de los ingresos, como consecuencia del cambio en la estructura de costes motivado por el aumento del precio de los insumos.

La inflación actual no se moderará si no se actúa al mismo tiempo por el lado de la oferta

Por de pronto, el Banco Central Europeo, en base al panel de indicadores macroeconómicos de que dispone, ha situado el tipo de interés en el 2%, tras encadenar dos subidas consecutivas de 75 puntos básicos (0,75 puntos porcentuales) cada una, con el objetivo de moderar la “presión de la demanda”, y avisando de que el proceso continuará en el futuro, mientras la inflación no se modere. Pero, claro, todo parece indicar que esto no ocurrirá a no ser que se actúe al mismo tiempo por el lado de la oferta. Y es aquí donde aparece el problema, porque sin una información suficientemente desagregada (como, por ejemplo, la evolución de los precios y salarios por sectores de actividad), los gobiernos y los agentes económicos y sociales están imposibilitados para medir de manera precisa los impactos del coste y ponderar el alcance real (intensidad y duración) que debe tener un pacto de rentas.

Me permito aconsejar, en este punto, un uso, mucho más exhaustivo del que suele hacerse, de las tablas input output, propuestas originariamente por W. Leontieff, y que, en su acepción en lengua castellana, conocemos como de “insumo/producto”, o de “entradas/salidas” (versión INE), uno de los pocos instrumentos analíticos que nos permite aproximarnos, con cierto rigor, a través de los correspondientes coeficientes técnicos, a la senda de los impactos producidos por el alza del precio de los insumos a lo largo de toda la cadena de valor de los diversos sectores de actividad.

Foto: La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz. (EFE/Javier Lizón)

De ese modo, podríamos determinar, entre otras cosas, qué parte del aumento de precios están “justificada”, de algún modo, por la presión proveniente de los inputs, y cuales muestran, sencillamente, una ampliación de los márgenes de beneficio o de otras rentas, aprovechando la confusión generalizada.

Caben, desde luego, aproximaciones aceptables, aunque menos complejas y detalladas desde el punto de vista analítico, que pueden ser de gran utilidad para la toma de decisiones, como ha ocurrido con el reciente trabajo de Paolo Pasimeni, el cual estima en un 80% el peso de los factores de coste sobre el conjunto de la actual inflación europea, acotando así, en buena medida, el verdadero impacto esperable de las medidas de política monetaria del BCE.

En todo caso, lo que no se acaba de entender es que se esté proponiendo con insistencia, desde numerosos y muy diversos ámbitos, la perentoria necesidad de promover un pacto de rentas, y, sin embargo, se desconozca el detalle de los datos sobre los cuales debiera basarse aquél para que pueda tener las mínimas garantías de éxito. Alguien debiera solucionar esto cuanto antes. Eso, o seguir navegando en las procelosas aguas de la inflación presente, con un cuadro de mandos claramente incompleto, y de fiabilidad bastante dudosa.

* Andrés García Reche es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia y vicepresidente ejecutivo de la AVI.

Sabemos que la inflación es una subida del nivel general de precios, a lo largo de un determinado periodo de tiempo, pero lo que ya resulta mucho menos obvio es averiguar, con suficiente precisión, las causas genuinas que provocan dicha subida. Y puesto que, de la bondad del diagnóstico realizado, depende, precisamente, el tipo y eficacia de las medidas a implementar, es fácil deducir por donde tendríamos que empezar a abordar este complejo asunto, en unas circunstancias como las actuales, marcadas por un despiste bastante generalizado.

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